Marzo 2022
¿Conocés la maldición de “Señorita Maestra”? Yo no entiendo cómo no hay un especial de Crónica TV sobre esto Probablemente estemos por llegar a los 35°, al menos de sensación térmica, como bien puede atestiguar la pobre abanderada que cayó redonda en pleno acto de inicio por un golpe de calor. La escuela está inhabitable pero el desafío es habitarla otro año más, con esa resiliencia orgullosa que da el tránsito por instituciones públicas. La cooperadora hizo lo que pudo para acondicionarla con los magros pesitos que quedaron del año pasado, las maestras hicieron otro tanto con los magros pesitos que reciben como salario. Entre familiares que fueron a pintar juegos en el piso del patio y seños que compraron juegos de mesa en un mayorista, el recreo aparece como símbolo del sacrificio adulto por las blancas palomitas a las que sólo les importa correr desenfrenadamente y, de tanto en tanto, patear algún penal (el fútbol no está permitido, nunca está permitido, alguien alguna vez lo prohibió y desde entonces acarreamos con el peso de una ley no escrita y, por lo tanto, inapelable, como todo aquello que existe sin existir de verdad). Pero el apostolado abnegado de les docentes no puede hacer que ese patio tenga sombra, ni siquiera con mil proyectos de huerta o de escuelas verdes que intenten convencer a la comunidad de que tres baldosas de perejil resultan un alivio térmico de una forma misteriosa. El sol resquebraja las rayuelas recién pintadas cuyo cielo parece más un infierno de transpiración que abre surcos en las caritas mugrientas de tanta infancia. El nuevo grupo de Facunda es, digamos, un desafío. No son muches, pero parecen más. Rebeldes, bocasucias, charletas; no les encuentra nada bueno. ¡Qué espanto! Cada vez que lo piensa, recuerda a sus chiquites del año pasado, esos que ahora son una explosión de hormonas, y extraña tanto, pero tanto. ¿Habrá otro grupo tan lindo como ese? El de este año seguro que no, bah, quién sabe, se reprende una y otra vez, porque Facunda hizo el profesorado y sabe que el vínculo tal cosa y que la mirada de la docente tal otra pero qué le puede hacer si no le sale, si quiere ser dulce y graciosa como era con quinto y ahora quinto ya es sexto y ya se olvidaron de ella, ya aman a Paulita y al Ruso que son recontra cancheros, la pareja ídola entre les preadolescentes, y ella quiere ser buena con quinto pero quinto es otro quinto, un quinto re choto del que no quiere ser maestra. -¿Y? ¿Cómo arrancamos?- Jacinta aparece con un tereré de cascarita de naranjas, el que siempre compartían pero ahora no porque, aunque no parezca, allá afuera hay una pandemia. -Bien, bien, son un poco revoltosos, ¿viste?- disimula Facunda. –Pero bien, qué sé yo. -Ya te vas a encariñar, vas a ver- afirma Jacinta, impoluta en un guardapolvo blanquísimo. –Es un grupo que necesita mucho cariño. La Facunda asiente distraída, no tiene manera de excusarse. Le dolió haberse preguntado para sus adentros qué pasa si ella no tiene ese cariño para dar, o si no tiene cariño para darles a elles. De verdad: ¿qué pasa? ¿Cómo se hace? ¿La caretea para que nadie se dé cuenta aunque sepa que más tarde o más temprano se va a notar? ¿Finge el cariño con la esperanza de que en un futuro le salga de verdad? ¿Pide el cambio de grado, renuncia, va a revender Natura? ¿Cómo puede ser que en este trabajo el amor sea un requisito imprescindible como gasas para la enfermera o escobas para la auxiliar? -Seño, me hirrrrrrrve la cabeza- lloriquea un nene de Jacinta, con los cachetes al rojo vivo. Ella, encarnación de la más pura dulzura, le seca la transpiración con un pañuelito, le da un beso en la frente caliente y lo manda a refrescarse al baño. Como hacer, no hizo nada, pero esa magia del contacto apenas físico, la voz tranquilizadora, ese mimo tan de maestra, logran consolar al pibito que ahora va, otra vez corriendo, a hacer un enchastre de la maddonna en el baño de varones. La Facunda la admira, pero con esa admiración que es profunda envidia, con un enojo y rabia que esconden que toda ella es una frustración, que no hay nada que pueda hacer para ser más maestra de lo que le sale. Ella no puede atender las demandas de sus pibes con ternura porque elles decidieron pasar el recreo buscando roña con los de séptimo, tirando aviones de papel al patiecito de jardín y gritándose las peores barbaridades que acuñó el idioma castellano. Vigila atenta al grupito ese de allá, que algún lío está planificando: quiere gritarle a uno, a ese, al alto, pero no le sale el nombre, como tampoco le sale ser buena maestra, cariñosa y memoriosa de los nombres de sus alumnes, ¿cómo se llama este pibe? Y mientras intenta recordar, el pibe le mete un empujón al otro y ahí surge, de las profundidades de su ser, el grito con un nombre que no es el del pibe sino del barderito del otro quinto, el quinto que ella supo querer y ahora ya no es más su quinto. -Uy, ¡qué fallido!- se ríe Jacinta. -No es fallido, es que no me sé los nombres- disimula Facunda, tratando de que no se le noten las ganas que tiene de que la tierra la trague. -Vos sabés que yo nunca tuve problema con eso, es increíble lo fácil que me sale aprenderme los nombres. Es como un sexto sentido. -Sí, bueno, quizá no sea tan buena maestra o quizá, qué sé yo, me caen como el culo estos pibes – se defiende Facunda de un ataque que no fue, o sí, pero se defiende, en realidad, más que nada de ella misma. -Ay, no digás barbaridades- la reprende Jacinta. -Ay, Jaz, dejame de romper las pelotas. Jacinta Pichimahuida es la maestra. Punto. No importa de qué grado: ella es LA maestra; como un símbolo viviente, un testimonio de una escuela que no se sabe del todo si alguna vez existió más que en la imaginación nostálgica colectiva. Jacinta está hace muchos años en cuarto grado, el grado de la promesa a la bandera, porque no hay otra maestra tan profundamente argentina como ella, tan sinceramente patriota. En la tríada mujer/madre/maestra, Jacinta es todas al mismo tiempo, por eso sus alumnes se sienten a salvo con ella y sus hijes le piden al papá que les ayude con la tarea. Empezó el profesorado diciendo que le gustaban los chicos y terminó igual, nunca dejó de disfrutar genuinamente el trabajo diario entre cachorritos que le dispensan un afecto inconmensurable y a quienes les dedica vida y obra para que tengan el mayor de los bienestares. Podría achacársele que nunca se piensa como trabajadora, que entiende a la profesión como un sacerdocio, que se para en el banquito de la superioridad moral para reprocharles a sus compañeras que no se entregan tan completamente como ella: Jacinta, desde ya, nunca hace un paro, ¡pero las infancias son hoy, urgentes, no podemos dejarlas a la deriva! Entre sus pollitos (así llama a sus estudiantes, con una ternura un pelín excesiva) hay quienes viven situaciones de vulnerabilidad terroríficas para cualquier criatura. Ella pensaba que con el tesón suficiente para no bajar los brazos, iba a poder ayudar a sus chiquitos a tener una vida plácida y segura, pero no, cada vez puede menos, cada vez son más los chicos y chicas que caen en los vericuetos sinuosos de la burocracia y las derivaciones a la nada misma. Esas noches en las que no logra conciliar el sueño por la impotencia ante la angustia de esa familia que se muda tres veces por año o ese nene que perdió a sus papás por el covid, se pregunta si, acaso, no se habrá equivocado de profesión. |
La mamá de la Facunda extraña llevarla a la escuela el primer día, así que desde que Facunda es maestra, le organiza una cena de bienvenida al ciclo lectivo. La Facunda llega con el ánimo por el piso y un guardapolvo demasiado manchado para sólo un día de clases. Se corta un pedazo de pan y antes de poder llevárselo a la boca, salta Firu, la perrita de la casa, y se lo arrebata en un paso de acrobacia. Su mamá, lógicamente, la reta, no sin antes, lógicamente, pasar por todos los nombres de ella y sus hermanos. Quizá la memoria y el amor, a veces, se lleven un poco a las patadas. |