La escuela como una utopía

Fotografía: Laura Frydenberg. En Instagram: @ojo.de.tiza

En un contexto hiperindividualista, en una realidad que se estructura cada vez más alrededor de la crueldad, en una convivencia donde el respeto a las normas básicas parece ser una excepción, la escuela parece una utopía todavía en pie.

Es una mañana de 2022, e intento empezar la clase de Formación Ética y Ciudadana de primer año. Escucho risas en el fondo del aula. Llamo la atención, les recuerdo que no pueden usar el celular en clase sin permiso, las risas siguen, me acerco a ver qué pasa. Un grupo de estudiantes me muestra el video de un youtuber del que nunca escuché hablar, pero que todos ellos conocen. Insisto: guarden el teléfono y después, al final de la clase, me muestran el video de este tipo tan capo y gracioso que les encanta. El video me horroriza. Es básicamente un joven acercándose a gente en la calle y riéndose de cada cosa que los transeúntes dicen, hacen, o simplemente son. ¿Hay un viejo? Se burla. ¿Una chica gordita? Se burla. Y así sigue, mis estudiantes se ríen y me miran con cara de “qué antigua sos, profe” cuando les digo que no me gusta para nada, que no quiero seguir mirando, que apaguen el video.

Es una tarde del mismo año, y un estudiante está de mal humor. Le pregunto qué le pasa y me cuenta que, camino a la escuela, un conductor le tocó bocina y se burló de él desde atrás del volante: el equipo del estudiante había perdido por goleada contra el equipo del conductor. El conductor, profesional, adulto, se divierte burlando a un pibe de trece años que lleva el escudo de su club. Me dan ganas de correr a la calle y decirle al conductor que se meta con alguien de su tamaño.

Un fin de semana, ya más cerca de las elecciones presidenciales de este año, llevo a mi hija de jardín de infantes a un cumpleaños. Llegando al final del evento, la animadora les recuerda a los niños las “reglas de la piñata”: no empujar, no robar, y compartir los caramelos con aquellos que agarraron menos. Desde una mesa de adultos (no sé si irónicamente o no, porque son adultos que no conozco) gritan “la piñata no tiene reglas!” “¿Compartir los caramelos? ¿Qué es esto, comunismo?” Esta escena no transcurre estrictamente en la escuela, pero los chicos son compañeros y los padres formamos parte de la misma comunidad.

Tengo nula capacidad de intervención contra el youtuber y contra el conductor, no intervengo tampoco en la situación de la piñata, más allá de consolar a mi hija que recibió pocos caramelos. ¿Cuál es mi espacio de intervención? La escuela: en la sala de profesores, con las autoridades, con los tutores, y principalmente: con los y las estudiantes. Y calculo que la maestra de inicial hará lo propio, insistiendo en que los chicos de la sala tienen que compartir.

La intolerancia del mundo exterior se mete en la escuela. Los problemas que los adultos no podemos resolver se meten por la ventana, por la puerta principal, por las pantallas ¿Alcanzan 80 minutos de Formación Ética y Ciudadana para abordar todos los problemas éticos que enfrentamos como ciudadanos? ¿Alcanza una propuesta didáctica sobre un emergente para desarmar los discursos intolerantes que nos rodean? ¿Hasta dónde puede intervenir la escuela? Y ahí es donde recuerdo que cuando hablamos de las personas que habitamos una institución escolar (estudiantes, docentes, directivos, no docentes y las familias de nuestros estudiantes) hablamos de COMUNIDAD educativa. Eso que parece resquebrajarse cuando estamos afuera (filmando a alguien de quien nos burlamos y subiéndolo a redes, cargando a un rival deportivo, o incluso juntando los caramelos de la piñata) en la escuela son ideas fundantes: tenemos que crear una comunidad, habitarla, resolver los problemas que aparecen en ella de manera inclusiva, justa y tolerante. No podemos ponernos anteojeras, olvidarnos del mundo exterior y aferrarnos pura y exclusivamente a nuestra planificación diaria. Desde el jardín de infantes se insiste en la puesta en común de normas, en contratos de convivencia, en sanciones disciplinarias para quien no las cumple. Lo hacemos todos los días, se nos va la vida en ello. Y aunque a veces nos frustramos cuando en lugar de iniciar nuestra clase sobre las guerras civiles romanas tenemos que resolver la denuncia de una alumna porque alguien le robó la cartuchera, o porque esa plasticola voladora le podría haber sacado el ojo a alguien, o por favor tiremos la basura al tacho… buscamos la manera de resolverlo. Porque el gran desafío que se nos presenta es poder trabajar en un espacio cerrado, con una cantidad determinada de estudiantes obligados a estar ahí, con tiempo limitado, con recursos escasos, y tratar de lograr que en ese contexto se aprenda algo.

La marea de la intolerancia del mundo exterior a veces parece demasiado fuerte. Más que marea es un oleaje violento que parece arrasar con todo. Con la convivencia internacional, con la convivencia democrática, con los lazos de solidaridad. Un individualismo feroz busca imponerse y demanda que la escuela sea simplemente una proveedora de contenidos, contenedora de niños mientras los adultos trabajan. Pero la escuela es mucho más que eso: la escuela tiene reglamentos, pautas de convivencia, protocolos de actuación cuando alguna norma se transgrede. Hay espacios para escuchar los problemas y formas de intervenir en ellos. A veces funcionan mejor, a veces peor, porque nadie es infalible, pero hay (o debería haber) confianza en que esas normas son justas y que tienen un objetivo: convivir en un espacio para cumplir con el derecho de aprender. Entonces, deberíamos revisar y refundar una idea básica: La educación no se logra de manera individual. Educar es un acto poderoso y principalmente colectivo, donde mezclamos todas nuestras diferencias (¿o acaso creen que en la sala de profesores todos pensamos igual?) y buscamos que el oleaje de la intolerancia y la violencia no se lleve puestos a nuestros estudiantes.

La escuela es esa utopía donde todavía funcionamos como comunidad, donde miramos al otro, donde buscamos solucionar los problemas, donde no queremos dejar a nadie afuera, donde si alguien insulta a otro hay normas que lo sancionan y mecanismos, protocolos y pautas de actuación. Donde realmente se ejercen las políticas de cuidado. Cuando se desfinancia la escuela, cuando se busca “fomentar la competencia”, cuando se degrada el rol de los docentes… estamos atentando contra uno de los últimos bastiones donde funciona esa loca idea de vivir en comunidad.

Publicada el 21 de octubre de 2023


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Laura Sánchez

Es profesora y licenciada en Historia (UBA); trabaja como docente en escuelas secundarias de la Ciudad de Buenos Aires, en formación docente y en nivel universitario. También dictó cursos de extensión universitaria, escribió en blogs y participa en proyectos editoriales y de investigación. Sus hobbies son la escritura y la lectura, (desde que tiene memoria) y la repostería (desde la pandemia). Tiene dos hijos, muchas dudas y pocas certezas. La primera: que saber-cosas no es lo mismo que saber-enseñar-cosas, y se encuentra en una búsqueda constante para aprender de las dos. La segunda: que, por suerte, nunca es tarde para aprender cosas nuevas.

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