A pocos días de la marcha federal universitaria, el autor repasa los aspectos centrales de este enfrentamiento que el gobierno inició contra la comunidad académica, en el marco de su embanderada batalla ideológica.
Las universidades argentinas están escribiendo una nueva página de su historia, con un final abierto. El reconocimiento del carácter de bisagra de lo que sucede se ve en el modo en que comienzan a activarse los apoyos y solidaridades. Ellos muestran el vasto y complejo entramado que las sostienen. Sus estudiantes y graduados, su personal docente y no docente, pero también las familias de muchos de ellos, los sectores solidarios como el de la cultura o los gremios, comienzan a mostrar preocupación por un eventual cierre cuyas grageas preliminares se perciben en la oscuridad de los pasillos y las aulas universitarias que hemos visto en estos días, de sus ascensores inmovilizados como imagen anticipatoria de lo que puede pasar con la educación, la investigación y la extensión. Momentos como el actual, en el que se despiertan las fuerzas resistentes de la universidad, dejando de lado sus diferencias internas (reales e importantes pero puestas entre paréntesis ante la amplitud de la embestida) no pasan muy seguido.
En el último cuarto de siglo apenas podemos citar dos antecedentes: el recorte de presupuesto dispuesto por el gobierno de Menem con Roque Fernández como ministro de economía, en 1999, que llevó a una gran movilización institucional, en la que como hoy, los rectores se pusieron al frente de las protestas que reunieron a toda la comunidad universitaria en forma solidaria y que lograron revertir la decisión. Poco después, ya con un gobierno radical, el intento de ajuste del 13% dispuesto por De La Rua y su efímero ministro López Murphy, que no pudo resistir las también enormes manifestaciones de ese 2001, que anticiparon en algunos meses a los luctuosos hechos de diciembre con su histórico saldo.
Es cierto, ha habido múltiples huelgas universitarias luego, pero esos dos son los antecedentes directos de lo que está sucediendo hoy. El resultado en ambos casos dejó algunas enseñanzas: no era conveniente enfrentarse mucho con las universidades, porque tenían detrás ciertas fuerzas sociales que mostraron que no debían ser subestimadas, y de allí se desprendía un consenso en torno a la valoración social de la educación, de la universidad y de la ciencia.
Hoy está por verse en este nuevo capítulo, ya con muchos actores diferentes por el mero paso de las generaciones, con un estudiantado que se ha retirado parcialmente de la escena pública, con una juventud que en parte ha apoyado electoralmente al gobierno desafiante, con una comunidad científica domesticada por el productivismo académico, si el resultado será el mismo que hace 25 años.
La actual embestida “libertaria” contra la universidad presenta elementos comunes con esos ataques del pasado, y otros novedosos que presentaré brevemente.
La principal semejanza pasa por la voluntad de aplicar un desmedido recorte del gasto fiscal. El hoy presidente de la Nación se ufana de haber dispuesto “el mayor ajuste de la historia de la humanidad” y en ese sentido, el precio a pagar por la universidad parece elevado, porque está convencido que todo lo público debe desaparecer. Mientras los acreedores del estado (internos y externos e incluidos los organismos internacionales) se congratulan por el nuevo rumbo, con reparos menores por los eventuales costos sociales o la sustentabilidad de las medidas. Para ellos el estado no tiene que evaporarse, tiene que pagar.
Pero el eje más novedoso del actual ataque es el ideológico, disfrazado detrás de una pretensión de denuncia de la ideologización de las universidades y de todo el sistema educativo en general.
Aquí las alertas se ven hace tiempo y no sólo en Argentina. Algunas ideas que parecían consensos como la libertad de cátedra, de expresión, la autonomía de las universidades, hoy están siendo acechadas por todos lados. Emergen censuras, denuncias y persecuciones. Basta ver las forzadas renuncias de la Presidenta de la Universidad de Pensilvania, Liz Magill, en diciembre pasado o la de la Presidenta de la Universidad de Harvard, Claudine Gay, a comienzos de este año, por no haber condenado, con el entusiasmo esperado por algunos sectores, a Hamas. En la misma dirección va la difundida declaración del ex diplomático norteamericano Manuel Rocha, en el juicio que se le está haciendo en estos días en los Estados Unidos, acusado de haber espiado a favor de Cuba por varias décadas. Rocha declaró que su “radicalización” comenzó en su paso como estudiante nada menos que por la universidad de Yale… Hasta las estrellas del mundo académico como Nancy Fraser denuncian censura por haber sido canceladas sus clases en la universidad alemana de Colonia al conocerse sus declaraciones públicas también sobre el conflicto en Medio Oriente y un centenar de estudiantes de la universidad de Columbia fueron arrestados por la policía de Nueva York por manifestar solidaridad con Palestina en el campus universitario.
Allí es donde la embestida presenta cartas que hacía mucho que no se veían, y despliegan la amenaza de represión, de amordazamiento de la libertad de expresión, de cátedra y de investigación, y de censura entre otros.
La universidad argentina ya ha conocido esas sombras y sabemos del enorme precio que se pagó en términos de pérdida de capacidades y saberes en esos momentos.
El oscurantismo dogmático, la defensa de posturas anticientíficas, las apelaciones místicas o cuasi-religiosas a “las fuerzas del cielo” por ejemplo, pero también la denuncia de pretendidos adoctrinamientos (notemos que el mismo presidente ha acusado de esto a universidades de gestión privada dando instrucciones públicas a sus funcionarios para que “tomen cartas en el asunto”) abren un espacio aún más preocupante.
Las derivas autoritarias del fanático impulso a una nueva caza de brujas son evidentes y nos devuelven a varias décadas atrás, allá donde la memoria de las mayorías ya no llega, sino que es necesario recurrir el estudio, a ese mismo estudio que se da en las universidades cuando pueden ejercer con libertad su función crítica. En esos pasados sombríos, en los que se abrieron horizontes de posibilidad social capaces de permitir que un decano interventor en la Universidad de Buenos Aires (Sánchez Abeleda), realice exorcismos para expulsar al marxismo de sus aulas, o que se quemen toneladas de libros en piras cuasi medievales.
El fantasma de ese pasado oscurantista también vuela sobre este presente, y es tanto o más peligroso que el ajuste fiscal. En primer lugar, porque la aversión hacia todo discurso crítico e informado conduce directo a la voluntad de su eliminación, violentando en un primer momento a sus portadores y clausurando luego sus posibilidades de expresión. La pregonada destrucción del estado viene de la mano de la convicción de que el sistema educativo in toto, y la universidad en especial, son el centro de una batalla cultural que se debe ganar. Si no se lo puede hacer con argumentos la opción es su cierre (esto es algo de lo que está en juego hoy en este conflicto).
Pero además, porque detrás de la furia irracional y dogmática de los nuevos ataques, que no le reconocen entidad al otro, viene el fin de la democracia, del pensamiento crítico, y esencialmente, de la propia Libertad, ese derecho que no se le puede entregar a ningún proyecto de destrucción por más que la invoque como un fatuo mantra frenético.