Pinceladas del mundo que narraba Sarmiento.

Horror vacui

Un bazar de feos souvenires con los ecos de Sarmiento

¡Hola! ¿Cómo estás? El ritmo de estos envíos es vergonzoso, indigno de un niusléter: ¡pasaron seis meses desde mi único envío! Sindudamente una falta de respeto, así que de antemano pido disculpas por lo errático de la cosa. Hay una explicación, o más bien una excusa: han sido meses de sobrecarga laboral -no ampliaremos-, de correr de un lado a otro, de cambiar el chip mental varias veces por semana. A veces digo “el material está colgado en el Classroom” en la universidad, donde usamos Moodle, o sea, donde la palabra clave es “campus”, no “Classroom” que usamos en secundaria, pero la C, S, M en común son trampas para mis dendritas. No sé cuánto tiempo más llevará hasta que estas confusiones empiecen a ser un problema laboral real. Pero no abordaré el problema de la decadencia físico-mental hoy (!). En cambio, este solapamiento confuso de tareas laborales me sirve de gancho para algo que vengo pensando desde hace un tiempo, muy sarmientino también: el horror vacui.

Para no hablar tan al pedo abro Wikipedia y veo un artículo corto y conciso sobre el término: aparece en el arte visual, pero también mencionado por aristotélicos, físicos, literatos y -acá lo interesante- en geografía y comunicación. La parte de la comunicación lo engancha con la hiperconectividad de internet, el bombardeo de imágenes, la infodemia. Pero vamos despacio, cerebrito.

“Gobernar es poblar” dijo Juan Bautista Alberdi, que se carajeó de lo lindo con Sarmiento a mediados del siglo XIX para pensar Qué Hacemos Con Todo Esto (la Argentina post Rosas, ya haremos un análisis chusmeril de este sainete intelectual). Es que ahí estaba toda esa extensión bestial de territorio sobre la que Sarmiento vuelve y vuelve: La Pampa. Un mar seco, una extensión donde habitan seres mitológicos (el Gaucho Rastreador, el Gaucho Malo, el Gaucho Baqueano y el Gaucho Cantor, describe el sanjuanino en uno de los hitazos del Facundo: el capítulo II) que mezcla pastoreo árabe con trifulcas con tigres a mano limpia en plena América. Había que hacer algo con toda esa llanura fantasmal, acordaban Sarmiento, Alberdi y varios más. “Desierto” le llamaban, porque no estaba “civilizado” según los cánones europeos, aunque sabemos bien que vivían no sólo esos gauchos, sino también aborígenes (que no significa “sin origen”, sino medio que todo lo contrario) con formas diversas de organización política, económica y cultural. De las que se sabe poco, por cierto, en este tilinguerío que es pensar que en Argentina somos todos hijos de los barcos, el mito siniestro y racista de la Argentina blanca. Nadie es indio, nadie es afro acá. Nadie es pobre. Somos todos blancos de clase media, sí, claro. Pero estoy tomando una de las mil tangentes que acechan en mi Pampa mental. Vuelvo.

Googleo horror vacui + Sarmiento (este niusleter no deja de tener al Pater Scholas como sombra terrible) y no aparece ningún link directo: me cuesta creer que nadie haya abordado el tópico, prefiero creer que mi búsqueda es deficiente. Sí aparece, en cambio, una obra de teatro que estuvo en cartel en Gualeguaychú, que se llama así mismo, pero sobre Rosas. Pienso: qué agujero negro histórico conveniente el misterio que rodea a Rosas. Sin fotografía o deaguerrotipo conocido (aunque habría que leer con detenimiento “El retrato imposible” de Carlos Vertanessian), con apenas algunas cartas escritas y un par de relatos en vida de Lucio Mansilla y alguno más, el resto es mito. Su sombra fundó la literatura nacional con El Matadero y el Facundo -siempre por desplazamiento: en el cuento de Echeverría quien preside toda la escena sanguinolienta es Doña Encarnación, su difunta esposa; y en Civilización i Barbarie cambia todo el tiempo máscaras con Quiroga- la historiografía argentina se fundó sobre su negación. Se le adjudica una tiranía criminal, pero haciendo un balance basado en evidencia, como dicen los jóvenes de ahora: más allá del asesinato de Vicente Maza y del propio Facundo Quiroga (y de la ejecución de sus presuntos asesinos), cargados de sospechas nunca confirmadas sobre el estanciero bonaerense, ¿hay registros de sus crímenes? ¿ningún historiador o historiadora se quiso meter en uno de los mitos más sólidos del pasado argentino, más allá de las reflexiones de Ricardo Salvatore sobre el presunto fusilamiento de 110 indígenas, que tiene como fuente principal un texto propagandístico antirosista como Tablas de sangre? Rosas ¿qué tanto se manchaba efectivamente las manos de viscosidad punzó? Bastante vacío empírico al respecto parece, por ahora al menos. Vaya horror vacui.

“Retrato de Juan Manuel de Rosas”, de Raymond Auguste Quinsac Monvoisin (1842). Rosas emponchado con la Pampa de fondo, consciente que la política del siglo XIX era a pura sangre

Post Rosas, a mediados del XIX, todo estaba por hacerse y Argentina era un Coso que parecía erguirse sobre ese Desierto inabordable, impensable, intolerable. Hay que poblar, parcelar, colonizar, asignar. Hay que meterle capitalismo a esas vacas, hay que meterle horarios y conchabo a esos gauchos e indios. Hay que clavar en el piso, fundamentalmente, alambrados. Hay que levantar toda esa potencia que tiene Argentina. Como dijo el ex presidente Duhalde, cuyos ecos resuenan cada tanto: estamos condenados al éxito. Hoy, entre inflaciones en las góndolas y en los discursos, nos cuesta creer algo así pero sí, hubo hace mucho un tiempo que grupos políticos enteros -incluso adversarios acérrimos entre sí- creían en eso. El siglo XIX estuvo regado de utopías de un futuro feliz. La ciencia, el capitalismo, el socialismo, el anarquismo, de alguna manera u otra llegaríamos a esa gloria definitiva. La bomba atómica y Auschwitz -preanunciadas en el Congo Belga y en Verdún- mostraron que no era tan así. Pero perdón, de nuevo las tangentes.La tarea era conquistar el territorio, y para eso imaginar que hay algo ahí, o monstruos actuales o fortunas futuras. Entre los siglos XVI y mediados del XX casi nadie fue ajeno a la fascinación de que había que llenar Aquéllo. Como yo lleno mis horas con actividades laborales que ahora son un griterío ininteligible de deadlines en rojo, textos sin leer, actividades sin subir al Classroom o al campus -ya no sé-, pizzas sin recalentar. El horror vacui da la vuelta y nos lleva al caos.Pero no soy el único: es un mal de época, mal de muchos consuelo de tontos, dicen, pero consuelo al fin. Y pensaba en una de las cosas que más me joden de la escuela, pero también de la facultad: las paredes pintadas con frases inconexas, carteles multicolores (algo dijo mi queridísima Lila en su niusleter, mucho mejor escrito que éste), conversaciones enteras que son escupidas al vertical unas semanas y seguirán ahí durante añares (a las autoridades educativas les da bastante fiaca pasarle manos de pintura cada par de años a los establecimientos). Yo reconozco una leve dosis de viejochotismo en este reclamo por paredes inmaculadas y cierto tedio ante los graffitis inorgánicos, pero me di cuenta de un fenómeno: en las aulas de la escuela donde hubo un proyecto de mural implementado casi nadie le escribe encima. La blancura -el Desierto gráfico- invita a la intervención vandálica, pero el mural -independientemente de la calidad de su factura, y las hay realmente de todo tipo- parece respetarse. Y ahí mi hipótesis: el mural ocupa ese lienzo de (en el mejor de los casos) Albalátex monótono, es vida en esa Pampa medianera. El mural bloquea el horror vacui de mis alumnos, que no pueden tolerar el vacío de una pared en blanco.Otro aspecto donde veo el fenómeno es en la música medio permanente ante cualquier hora libre, en el volumen específicamente, y en el trato a los gritos de varios de ellos, como si estuvieran en el barrio. Pues bien, las veces que he ido al barrio la música aturde. Y por lo tanto la comunicación entre vecinos, porque buena parte de la vida en común transcurre en los pasillos y las calles, casi siempre tiene que ser a los gritos. A los pibes no parece molestarles especialmente la música ajena al taco, sino que es parte del paisaje. Que no haya Pampa, que haya reggaetón. Pero ahí está la tensión: la escuela es un modo de estar, entre otras cosas, que requiere una base importante de silencio. Ya no de silencio autoritario, de aquel silencio amenazante “que es salud”, sino de silencio para concentrarnos en una lectura, en un análisis, en una conversación ordenada, en mirar una película, en hacer una navegación guiada por internet (entre paréntesis: no sé si la escuela pudo hacer exitosamente la transición entre estas diferentes formas del silencio, suena Simon & Garfunkel). Hace falta llenar ese vacío sonoro, los pibes creen que pueden analizar las consecuencias de las Invasiones Inglesas mientras escuchan la nueva colaboración de Bzrp con alguna figura rutilante, sí, profe, lo pongo despacito. ¿Pueden? Yo creo que no, pero a veces me sorprenden. Por suerte, todavía me sorprenden. La sorpresa, lo inesperado, muchas veces para mal, pero otras para bien, es la materia prima del trabajo en la escuela.Si Sarmiento, Alberdi, Marx, Newton, y tantos hombres cuyas ideas se pesan por decenas (¡o cientos!) de kilos no hubieran tenido ese silencio, si hubieran tenido Spotify, Netflix, Tuiter, Instagram, Twitch y la mar en coche (si hubieran sido mujeres, con hijos padres que cuidar con ropa que lavar con comida que cocinar), ¿habrían escrito todo eso? Sin el vacío sonoro, con infodemia, ¿habrían podido concentrarse? Si hubieran tenido que laburar como coreanos, como yo que corro de un lado para el otro, o como mis compañeras que además tienen que hacer malabares con los pibes porque la deconstrucción masculina nunca es total, ¿habrían cambiado las formas de ver el mundo, literal y figuradamente? Sin el vacui, ¿habrían podido horrorizarse ante él? Eran figuras que, en la contemplación silenciosa, a su vez la descubrían, en el aburrimiento soñaban utopías barrocas. Querían acabar con esa Pampa ominosa pero lo cierto es que esa Pampa era su razón de ser, la propia condición de posibilidad de ese deseo “civilizatorio”.Querían laboriosidad en la Pampa desierta pero el desierto se transformó en Las Vegas, en Disney. El mundo es un espectáculo decadente y la laboriosidad, la carrera abierta al talento, al final, sigue estando entre nosotros que corremos por todos lados, eternamente cansados, pendulando entre la euforia y la depresión de un sinsentido que salta de un post a otro desesperados por likes. El futuro llegó y es esto: un griterío ininteligible. Llenamos el vacío con conexión 24/7 y la sobreadaptación como marca de prestigio social (y veloz deterioro mental).Yo llené la escritura de este niusleter, por ejemplo, con la música de Daft Punk.Condenados al éxito, claro que sí. Y camino a él, prometo, estos envíos que agarran a Sarmiento y lo manosean irrespetuosamente serán más regulares.

Los Daft Punk te observan desde su transhumanismo (de paso, te recomiendo “Los cuerpos del verano”, de Martín Castagnet, una bella novela con este trasfondo). Su humanidad está en las grandes canciones que compusieron y que se alojan en la Nube, su corporeidad siempre será un misterio.

Enviado el 4 de junio de 2022.


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Manuel J. Becerra@CheMendele

Nació con Videla y sin poder, como dice Charly, en 1979. Hizo toda su educación obligatoria en Escuelas Normales, lo que le dejó una marca indeleble de sarmientismo culposo con el que no sabe bien qué hacer. Tal vez por eso es Profesor y Magíster en Historia, enseña hace más de 10 años en secundaria, formación docente y universidad pública. Publica cada tanto obsesiones y caprichos sobre política educativa, pedagogía y didáctica en el blog fuelapluma.com, y a veces en distintos medios de comunicación y portales electrónicos. No demuele hoteles.

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