El debate educativo actual está preso de cómo "hacerle mantenimiento" a los aspectos desactualizados de nuestro sistema educativo, con poca reflexión sobre el futuro. ¿Qué escuela queremos que habiten nuestros hijos, y nosotros como docentes?
Desde hace un tiempo -mucho tiempo- tengo la impresión de que la discusión sobre políticas educativas -o sea, qué debe hacer el Estado para regular el sistema- gira en torno a “parches” a un sistema que sigue funcionando, pero que no refleja -a mi criterio- qué necesitan las nuevas generaciones en su vínculo con la ciencia, el arte y la expresión en sus intercambios con otros.
El debate educativo, en Argentina -y en buena parte del mundo occidental, supongo- está bastante atomizado en dos grandes esferas que se retroalimentan poco y nada entre sí: el universo académico-dirigencial (quienes producen conocimiento desde las universidades, asesoran a ministerios de todos los colores políticos y a veces tienen acceso a los grandes medios de comunicación para ensayar sus opiniones desde ahí al público masivo, poco versado en los detalles de la discusión), y el ámbito escolar. Las discusiones que circulan el primer círculo se centran más en políticas públicas acerca de la calidad de la educación -donde las evaluaciones estandarizadas tienen un rol demasiado protagónico y han sido impuestas como parámetros de verdad absoluta-, las lógicas del financiamiento educativo, el federalismo educativo argentino nunca resuelto, los “métodos” más adecuados para la alfabetización inicial, el régimen académico del nivel secundario (“repitencia vs. facilismo” es el marco de esa discusión mediática), nebulosos mandatos de “innovación pedagógica” como si lo que hemos aprendido durante más de un siglo no sirviera para nada, aspectos sobre filosofía de la educación planteadas en términos completamente abstractos para su operativización en las aulas reales, si la educación sexual integral es adoctrinamiento sobre ideología de género, si la educación tiene que ser “servicio esencial”, entre otras. De este lado -del lado del que yo me posiciono en más de 14 años de enseñanza cotidiana en una escuela secundaria pública céntrica de la ciudad de Buenos Aires, pero con la posibilidad de asomarme a escuelas primarias a partir de la formación docente, e incluso observar otras escuelas secundarias también desde ahí-, del lado de las aulas, lo que más se repite en las reuniones de docentes es la infraestructura deficiente, la sobrecarga laboral, la heterogeneidad cada vez más inabarcable de las aulas, las familias destruidas detrás de infancias y adolescencias que inevitablemente “se portan mal”, cómo damos curso a evidencias de violencia y abuso intrafamiliar cuando el Estado no asigna recursos, qué hacemos justamente con esos chicos que “se portan mal”, si son delincuentes, si hay que echarlos del sistema o no, qué hacemos con la adicción a las pantallas de los chicos en secundaria, qué pasa con sus consumos problemáticos, qué hacemos cuando las familias se organizan para venir a patotear a un docente cuyas clases no les gustan, qué hacemos cuando un docente incumple gravemente sus deberes pero en realidad no hay ninguna familia detrás para presionar, cómo puede ser que este chico haya llegado a este grado/año sin saber tal cosa, cómo hacemos los docentes en las escuelas privadas para no ser objeto de persecución ideológica, entre otros etcéteras. Seguramente se me escapan muchísimas expresiones cotidianas. Pero, como se puede ver, casi siempre estamos hablando de cosas diferentes: lo que circula en los grandes medios de comunicación -con “especialistas” tirando postas, en general para defender sus propios señoríos feudales en el campo científico-universitario, más que para pensar aportes reales a las escuelas reales, o con ministros de educación como Soledad Acuña que buscaba un proyecto político usando la agresión sistemática a sus dirigidos como pavimento, agrietando cualquier debate educativo- casi no aparece en la sala de maestras, y viceversa.
Cuando aparecen políticas públicas que trascienden la relación ministerios-escuelas -más fluida pero más silenciosa que la de las grandes estrellitas de los grandes medios-, como en el cambio de régimen académico de la escuela secundaria, quienes más o menos venimos siguiendo las lógicas de esos debates -y participamos de ellas a veces- nos damos cuenta de que en realidad está todo bastante inventado, y que esas discusiones son para tratar de adaptar algunas cosas del sistema educativo que vemos que fallan desde hace mucho. Y está muy bien, es necesaria e indispensable esa tarea de “mantenimiento” del sistema, pero de nuevo, no aparecen grandes novedades en las propuestas. Y, creo, tampoco tienen por qué aparecer, dentro de esa lógica necesaria.
Todo este palabrerío -y el que sigue- no trata de intervenir en esas discusiones específicas, sobre las que a veces intervengo en determinados ámbitos restringidos, otras en ámbitos más públicos -cada vez menos, más bien porque un poco me aburre, y esto es completamente personal-. Sí vale una aclaración última: en casi todos los casos de cualquier política pública que se debata la variable de ajuste somos los docentes: si adoctrinamos, si estamos mejor o peor formados, si faltamos mucho, si cobramos mejor o peor que el resto de los asalariados por la cantidad de horas, si nuestra identidad profesional nos encorseta al mandato de la inclusión, si somos demasiado permisivos, si estamos cooptados por una mafia sindical o tenemos un conchabo non sancto (que sería esto con un salario docente, vaya a saber) con un gobierno afín ideológicamente, si somos todos gorilas. Hay una ausencia total de una mirada global sobre el sistema donde trabajamos, sobre cómo ese sistema juega en el mundo contemporáneo, y cómo podríamos enseñar mejor más allá de transformar nuestras mentes y nuestros “métodos” que llevamos consolidando y modificando poco a poco a medida que uno va pasando más años adentro de la escuela. O, cuando la hay, aparece de nuevo completamente divorciada de la materialidad escolar donde nosotros enseñamos y los chicos aprenden.
Vamos por partes, a ver cómo llegamos hasta acá.
Los sistemas educativos tienen entre 150 y 200 años. La escuela como la conocemos es un artefacto que impusieron e hicieron florecer territorialmente los Estados modernos a partir de experiencias e ideas previas, con una impronta generalmente liberal: universalizar la educación básica para que todos los ciudadanos pudieran tener herramientas de inserción cívica. O sea: que todos los habitantes sepan leer, escribir, realizar operaciones matemáticas básicas y algunas nociones generales de Historia, Geografía y Ciencias Naturales. Todos los países de occidente, y también en oriente a medida que se fueron occidentalizando a puro imperialismo, adoptaron algún formato que giraba en torno a estos principios elementales.
El formato básico que dio inicio a los sistemas educativos, en ese sentido, no ha cambiado demasiado: en general con estructuras graduadas por edad, más o menos basadas en cierta “inmovilidad” corporal en un salón de clases, la primacía de la reflexión intelectual teórica por sobre los saberes manuales, una organización de las disciplinas a enseñar que replicaba los últimos avances de fines del siglo XIX: las universidades. Así tenemos Biología, Matemática, Historia, Geografía, Lengua en secundaria, que aparecen agrupadas en los niveles inicial y primario con más intención interdisciplinaria. Ha cambiado muchísimo el currículum, es cierto, incorporando los avances científicos y se han abierto puertas a más trabajo interdisciplinario, pero la base es aquélla: el trabajo está más centrado en la reflexión teórica que en la puesta en acción con el cuerpo.
La escuela es a la vez una institución territorializada y desterritorializada: está territorializada en el sentido en que, por ejemplo en nuestro país, hay una escuela en cada recóndito rincón de la Patria. Pero está desterritorializada -centralizada- en términos del currículum: en las normativas, el currículum dialoga poco y nada con el entorno específico en el que esas escuelas están insertas. Una escuela del centro de Avellaneda tiene prácticamente el mismo curriculum que una en Pehuajó; lo que se enseña en un pueblo del interior del Chaco sobre la Revolución de Mayo no es muy diferente que lo que se enseña en la ciudad de Buenos Aires en una escuela que está a dos cuadras del Cabildo. Cuerpos territorializados, mentes desterritorializadas.
Dicho esto, pasemos a nuestra historia concreta. A mi criterio, hubo dos grandes momentos -y una coda– en que la dirigencia política pensó en la educación del futuro. El primero es en sus momentos fundantes, donde Sarmiento impuso más o menos sus planteos con el sello liberal; en el territorio “desierto” que veía ante sí ese liberalismo triunfante todo estaba por hacerse de la mano del nuevo artefacto total: el Estado moderno. Sarmiento, y tantos otros, se devanaron los sesos durante varias décadas para pensar cómo debía ser el sistema educativo. ¿Cómo debía dialogar con los saberes manuales? ¿Había que “abrir” la escuela secundaria, inicialmente pensada para la élite, a los sectores populares? ¿Cómo? ¿Es valiosa la experiencia y la interpretación del mundo que hacen los niños para pensar nuestras propuestas de enseñanza o los pensamos -como ahora parece volver a ponerse de moda- como tabulas rasas? ¿Qué nivel de autonomía les reconocemos a los adolescentes en su recorrido escolar? ¿Es más importante la búsqueda de una identidad individual o enmarcarse en la pertenencia a una identidad colectiva como la argentina -tan precaria por cierto-? ¿Qué hacemos con los saberes populares, con las identidades particulares, que efectivamente traen los alumnos al aula? ¿Qué deuda tiene el Estado con aquellos que no lograron transitar su educación formal en tiempo y forma? ¿Es justo darle oportunidades a quienes en su momento no las tuvieron? ¿La escuela debe cerrarle la puerta a los que no cumplieron con la asistencia? Estas preguntas que podrían hacerse hoy están hechas hace más de un siglo en la pedagogía argentina. Pero la Generación del 80 -y las ideas de resistencia y reformulación que engendró luego de ella- las puso en el marco de un debate sobre el presente y el futuro.
El segundo momento podría pensarse en el peronismo clásico. Con el fin de la segunda guerra mundial -muestra, entre otras cosas de los problemas de ciertas ideas liberales como la sacralización de la razón, que terminó engendrando Auschwitz y dos bombas atómicas-, el peronismo hizo de la identidad obrera, trabajadora, su sujeto modelo. Si bien la herencia educativa de la Generación del 80 se mantuvo intacta -e incluso fue manoseado su legado laicista con la introducción de la religión católica a las escuelas públicas-, Perón creó todo un sistema paralelo al sistema educativo formal organizado en torno a la Comisión Nacional de Aprendizaje y Orientación Profesional (CNAOP), vinculando intensamente la educación con el trabajo. Esta iniciativa -en la que está el origen, por ejemplo, de la Universidad Tecnológica Nacional, cuyo nombre original cambiaba “Tecnológica” por “Obrera”- estaba también articulada con el mundo sindical. Pero su impronta no era meramente productiva, en términos de formar mano de obra maníacamente para aportar riqueza material, sino que tenía todo un atravesamiento espiritualista acerca de la importancia del trabajo manual en la conformación de la personalidad y el alma de los hombres. Esta política está excelentemente abordada en un texto que prácticamente todos quienes nos formamos como docentes leímos: “De cuando la clase obrera entró al paraíso”, de Inés Dussel y Pablo Pineau.
Al mismo tiempo, Perón impulsó la sanción de un Estatuto del Docente en 1954, nuevamente, en esa idea de regular el trabajo asalariado como estructurante de la vida pública y de la identidad nacional. Ese Estatuto dio origen al que efectivamente marcó una época -que se mantiene hasta hoy- en las relaciones de trabajo entre docentes y patrones (ministerios), que se sancionó bajo la presidencia de Frondizi en 1958. Hoy por hoy, con el sistema educativo federalizado, cada provincia tiene -o debería- su propio Estatuto, pues cada jurisdicción está a cargo del pago de los salarios, del desarrollo de la carrera docente y del mantenimiento escolar, pero a grandes rasgos todos mantienen la impronta de, repito, una norma laboral que tiene 66 años. En una época donde no había internet, donde el analfabetismo todavía no había bajado de dos dígitos, donde las maestras eran formadas en un nivel secundario y prácticamente no existía la formación docente secundaria. Una época donde las pocas universidades existentes no formaban docentes. Una época de trabajo estable y en expansión: la sociedad salarial, fordista, que va entre la posguerra y los 70: el Estado de Bienestar y pleno empleo. Parece una obviedad pero no lo es tal vez para quienes desconocen el sistema, pero quienes hoy estamos en las escuelas no vivimos en ese mundo, no transitamos esas trayectorias, nuestros patrones -los ministerios de educación, directa o indirectamente- se manejan con otras lógicas políticas. Nos formamos formal e informalmente de otras maneras, algunos tenemos accesos a cargos de asesoramiento, formación docente y otras experiencias que el Estatuto no recoge.
Ahora bien: más allá de que el Estatuto está desactualizado, Perón-Frondizi lo pensaron en su momento como una norma del futuro, y lo fue efectivamente durante muchos años, al igual que todo el andamiaje del derecho laboral que hoy cruje en algunos aspectos. Como Perón pensó la CNAOP que dio origen a la gran expansión de una preexistente -pero muy reducida- educación técnica. Ese futuro ya es pasado, como el de la Generación del 80. Pero fue pensado como futuro, y fue futuro. Eso nos falta hoy.
Finalmente, la coda tiene que ver con debates en el regreso de la democracia que no han sido resueltos aún. En los 80 se planteaba -correctamente- que la escuela secundaria era excluyente, elitista y autoritaria. En 1993 se sancionó la primera ley que abarcaba a todos los niveles obligatorios, además de dejar definitivamente asentado el federalismo educativo, que ya había sido consagrado de todos modos con leyes anteriores. El Estado nacional dejaba de gestionar escuelas y pagar salarios para pasar a centralizar el currículum y la evaluación. El kirchnerismo avanzó muchísimo con la normativa que hoy estructura el sistema educativo, sin tocar la federalización: la secundaria obligatoria, responsabilidades concretas asignadas al Estado nacional, incluso presupuestariamente -incumplidas por el gobierno de Macri y el de Milei- la creación de un organismo que unifique la formación docente en manos de las provincias, el INFOD. Mi lectura es que en esta coda hay poco de futuro, pero hay. Concretamente, dos iniciativas: el sistema de medios de comunicación públicos educativos como Canal Encuentro y Paka Paka, que divulgó recursos de altísima calidad para su uso en aula pero también para una especie de actualización de los docentes -que, desde ya, el Estatuto jamás recogió como instancia, para lo cual habría que haber diseñado con qué instrumentos podría haberse hecho. La otra iniciativa fue la Educación Sexual Integral, adelantándose en varios años a debates que marcaron una ruptura en todo occidente -y no sólo- al día de hoy. No veo futuro -en términos estrictamente educativos-, por ejemplo, en el Programa Conectar Igualdad, sino más bien presente en aquella época -arrancando la segunda década del siglo XXI-, aunque de un nivel de audacia y simbolismo insoslayable y más que necesario para pensar los derechos digitales. Es cierto que la aceleración del desarrollo de los dispositivos portátiles -smartphones y tablets- cambiaron muchísimo las dinámicas de la relación con lo digital poco tiempo después del Programa Conectar Igualdad -no quiero decir con esto que quedó obsoleto de ninguna manera- de manera que, aunque sigue siendo absolutamente necesario -lo vimos durante la pandemia-, como dije, no pensaba tanto en el futuro sino en el presente.
El macrismo y el mileísmo, a mi criterio, no hicieron ningún aporte relevante a pensar la escuela ni del pasado, ni del presente, ni del futuro. En el mejor de los casos debatieron políticas públicas macro sobre la evaluación, la formación docente y la asignación de presupuesto entre la Nación y las provincias, pero de impactos reales, ni noticias. Más bien todo lo contrario. No parece haber futuro educativo en las cabezas de los asesores de la derecha argentina más que pensar la escuela como un medio para un fin -sobre esto me explayaré más adelante- atado a la maníaca productividad en un escenario completamente incierto. Les reconozco al macrismo y al mileísmo -a sus asesores más bien, que nunca ponen la cara como tales pero siempre están ahí- que es difícil pensar un futuro en un momento tan extraño de la humanidad, pero el peronismo intenta, en lo que conozco, un esfuerzo mucho más profundo al respecto.
Sin embargo siguen existiendo fuertes limitaciones, retomando algo del principio: se piensan políticas muy concretas para tratar de mejorar cuestiones concretas estructurales -cuando no inexistentes- del sistema. Podría seguir y seguir explayándome sobre los problemas actuales y sus orígenes, pero seguramente en las próximas entregas retomaré varias de estas cuestiones.
Dejo algunas preguntas -más bien como un recordatorio a mí mismo, pero también como invitación: ¿Y si pensamos una alternativa para un sistema educativo que dialogue con el futuro? ¿Cómo sería eso? ¿Cómo sería el trabajo docente, qué tendrían que aprender los chicos -y los jóvenes, y los adultos-, cuando los horizontes de la humanidad son tan inciertos? ¿Para qué sirve la escuela hoy? ¿Sirve para algo más o sirve en sí misma? ¿Cómo sería una escuela palacio para el siglo XXI?
Algunas cosas trataré de bocetar en esto que, nuevamente, no son más que apuntes, mensajes al aire de un docente cansado que encontró una manera extraña de canalizar sus neurosis. Hasta la próxima.
Publicada el 14 de julio de 2024
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