María Julia Bassó trabaja en una escuela de curas villeros en el sur de CABA. Durante la pandemia se animó y empezó a compartir lo que venía haciendo lo que derivó en esta pieza literaria.
Trabajo de maestra en una escuela de los curas villeros, en el límite entre Barracas y Pompeya, frente a la Coca Cola, a pasitos del Palacio Ducó. Allí transcurrían mis mañanas en los primeros días del 2020, hasta que en marzo comenzó el aislamiento y con él días de profunda tristeza e infinita incertidumbre. Durante esta primera etapa de la pandemia comencé a escribir un libro, ya había plantado un árbol (o más), había tenido dos hijos, y ahora arrancaba a escribir.
El ser maestra implica sin dudas poner el cuerpo: tomarme el 188 a la mañana, ir escuchando la radio (enojándome con algún periodista que no entiendo por qué sigo escuchando), ponerme el delantal, llevar papeles afiches, algún cuento, dados, bolitas y papeles de galletitas mezclados con tizas en los bolsillos. En los primeros momentos de la pandemia ese “ser maestra” que construí a lo largo de más de veinte años se trastocó y de esa casi insoportable incomodidad de no poder poner el cuerpo, es que fue saliendo el libro.
En uno de sus discursos Evita dijo “La envidia de los sapos nunca pudo tapar el canto de los ruiseñores”, con esa frase en el corazón, me dediqué durante los días de confinamiento a afilar el oído e intentar escuchar a los Juanitos y las Juanitas, a escuchar el trinar de los Jesusitos de la 21, a través de sus mensajes o a buscar su voz en el pasado, pensando en todas las escuelas que recorrí.
Comencé a escribir y a compartir de manera casi enloquecedora lo que iba pudiendo poner en palabras. Escribí de esos días de “escuela en cuarentena”, escribí de mi mamá maestra, escribí de mis compañeros, escribí de mis amigos, y mientras iba mandando los textos sin orden alguno para todos lados. Las devoluciones no tardaban en llegar, y eran (son) absolutamente conmovedoras, y me llevaron a seguir escribiendo. Esos días junto con distintos compañeros se armó una especie de sala de maestros telefónica y allí compartimos materiales, secuencias, horrores y amores, que fueron en cierta forma parte de mi escritura.
El canto de los ruiseñores (Legem Ediciones) se puede conseguir en la librería El Gato Escaldado en Av. Independencia 3548, Boedo (CABA). Podés consultar por WhatsApp al 11 6513-6779.
Haciendo esta especie de retrospectiva me doy cuenta que a partir de un zoom organizado por un profesorado de Avellaneda es que comencé a pensar en editarlo, en hacerlo digital o en papel o en algo, porque empecé a ver lo que sucedía con lo escrito, al terminar de leer “soy maestra como manta mal cosida, con distintos parches y remendada muchas veces, un maletín de mi abuela, un delantal de mi vieja con olor a pucho” levanté la mirada y del otro lado de la pantalla, en los cuadraditos del zoom, esas desconocidas futuras maestras estaban llorando.
Entonces la pregunta acerca de para quién escribo, comenzó a contestarse casi sin darme cuenta, en las aulas virtuales de los profesorados, en los lugares donde nos formamos los maestros, en ese ir y venir, de la escritura al compartirla y volver a escribir, comencé o re-comencé a leer maestros y maestras, llegaron a mis manos Gabriela Mistral y Luis Iglesias; volví a leer a Cárdenas y le compartí mis escritos. Entre maestras nuevas y viejas el libro siguió tomando forma, y mis destinatarios se tornaron más claros para mi “para quien quiera tomar el guante, renovar los votos, repensar la tarea docente, discutir acerca de la escuela, hacer posible la Escuela.”
En las lecturas amorosas de mis compañeros y amigos, en las que recalcaban el amor y la interpelación a lo instituido, es que me fui creyendo que podía ser escritora. El registro de lo más pequeño, de lo chiquito, de lo aparentemente sencillo, que hace posible y visible la escuela que queremos, la más humana, la que se construye desde el bajo escalera y desde el mástil sea el del medio del patio o desde la banderita en la mochila de una maestra domiciliaria, desde allí escribí y desde allí deberíamos seguir escribiéndonos.
En las lecturas amorosas de mis compañeros y amigos, en las que recalcaban el amor y la interpelación a lo instituido, es que me fui creyendo que podía ser escritora.
Hace unos días fui invitada a un profesorado y una de las estudiantes me dijo “sabía que era una de las nuestras”, ¿qué habrá querido decir con esa frase? Quizás algo de ser maestra de pensarnos y de comenzar a escribirnos a nosotras mismas, de poder escribir que nos pasa en las aulas, que cosas nos preguntamos, escribir la propia historia, en la que intentamos poner a los niños y niñas que pueblan nuestras aulas en el centro.
Me lancé a seguir escribiendo, con un viento de estrellas en el bolsillo, los poemas de Mistral en la solapa, el diario de Cárdenas y los “nunca jamás” de Tere Punta en mi mochila, junto con mis cuadernos de hojas lisas y mi sacapuntas de forma de manzana con manijita que gira, para que nuestros lápices los de las maestras y por supuesto los de los Jesusitos de Belén, de Barracas y de toda nuestra querida Patria puedan seguir escribiendo.
Publicada el 27 de diciembre de 2021.
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