La épica sin artificio

Imagen: razonplebeya.gob.ar

Divulgar la historia es ponerla a disposición del gran público, pensar en (y con) las grandes audiencias. En esa búsqueda se inscribe Revolución, el cruce de los Andes, que siempre vale la pena volver a mirar para tratar de entender de qué está hecho nuestro pasado y de qué somos herederos.

“Lo que no me deja dormir no es la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos inmensos montes”. Así exclamaba San Martín al divisar desde Mendoza las nevadas crestas de la cordillera de los Andes, barrera gigantesca que se interpone de norte á sur entre las dilatadas pampas argentinas y los amenos valles de Chile, en una extensión de 22 grados, desde el desierto de Atacama hasta el Cabo de Hornos”. Así inicia Bartolomé Mitre el capítulo XIII de su Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana (escrita en 1869 y publicada en 1887), al que titula “El paso de los Andes”. Le sigue una descripción de la cordillera muy minuciosa, bien al estilo positivista de la época. San Martín como un David libertador pero ulceroso, frente al Goliat que no son los ejércitos realistas sino las nieves eternas del techo de América.

Desde hace algunas pocas décadas en Europa y Estados Unidos, y ya entrado el siglo XXI en América Latina, se ha comenzado a prestar atención especial a la historia pública: esas iniciativas que buscan narrar el pasado por fuera de los corsets cada vez más restrictivos de la academia. Museos, películas, discursos públicos, muestras fotográficas, archivos de memoria oral. Abordajes, en definitiva, destinados a divulgar la historia. Divulgar la historia es ponerla a disposición del gran público, y la historia pública se dedica justamente a eso, a pensar en (y con) las grandes audiencias. 

Divulgar la historia es ponerla a disposición del gran público, y la historia pública se dedica justamente a eso, a pensar en (y con) las grandes audiencias.

En esa sintonía estaba Canal Encuentro en 2010 cuando se estrenó Revolución: el cruce de los Andes: 200 años del inicio de una revolución accidentada. El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner organizó celebraciones populares e institucionales masivas: una democracia liberal bien distinta a aquellos tiempos, pero que reafirmaba su herencia. Ahí reside la pregunta que nos hacemos tanto en la escuela, y que un poco subyace a toda estrategia de historia pública: ¿de qué somos herederos? 

“¿Cómo hace un hombre para convencer a 6500 personas de una epopeya semejante?” se preguntaba Rodrigo de la Serna, protagonista de Revolución, durante la filmación de la película. La pregunta es central: en enero de 1817, la marca de la revolución era la absoluta incertidumbre. Avances realistas, restauración de las monarquías en Europa, un gobierno central que se autodescuartizaba entre centralistas y autonomistas. San Martín, un militar más estratega que táctico (en el continente americano sólo libró un combate, el de San Lorenzo; y tres batallas, las de Chacabuco, Cancha Rayada y Maipú), en Mendoza, desgarrado por una úlcera omnipresente que lo dobla del dolor, mira la precordillera de los Andes pensando cómo llevar adelante su plan. Insomne, lo relata Mitre.

Leandro Ipiña fue el director de esta película que buscaba ser fiel a lo más crudo de la guerra. Las órdenes al equipo de maquilladores, coordinado por Mirta Blanco, eran que la atmósfera debía ser la de suciedad, la de masticar tierra: “La mugre tenía que ir en aumento”. Blanco se ocupó incluso de la roña en las dentaduras de los soldados: no hay lugar, en esta Revolución, para las dentaduras fluoradas de los spaghetti westerns. “La guerra es barro, humo, olor a sangre, mierda, hombres chillando como cerdos del dolor” le dice el Fray Aldao al joven Corvalán, el narrador de la historia, en el campamento de Mendoza, “la guerra es absurda porque arrastra a un muchacho como usted a pelear, con todo el futuro por delante”. La guerra es, también, esa puñalada lítica que sentimos en las muelas cuando mordemos polvo. Todo el tiempo.

Revolución es la crónica de un hombre impaciente, por momentos histérico, ansioso ante las marchas y contramarchas de un plan ambicioso (¿o descabellado?) 

Revolución tiene el enorme mérito de mostrar la guerra crudamente, por un lado, y por el otro de centrarse pura y exclusivamente en el cruce de los Andes. No es una biografía de San Martín, al estilo de Mitre; tampoco es la hagiografía del santo de la espada que escribió Ricardo Rojas. Es la crónica de un hombre impaciente, por momentos histérico, ansioso ante las marchas y contramarchas de un plan ambicioso (¿o descabellado?) que no convence demasiado a nadie: el de llegar a Lima, centro del poder realista en Sudamérica, por mar, previo paso libertador por los valles chilenos. Esa falta de certezas se ve todo el tiempo en la película, con el general perdiendo la paciencia más de una vez, harto de que siempre falte algún peón, algún alfil para armar su movimiento, preguntando a los gritos dónde carajo están Soler y O’Higgins en plena batalla.

A San Martín le cantamos todos los años en la escuela, a él y al cruce de los Andes, la epopeya bíblica que Mitre eligió como mito fundante. Ese relato con matriz liberal fue “dado vuelta” por el revisionismo histórico, hace unos 100 años. Y aunque hoy la historiografía profesional, por suerte, está bastante alejada de esa polémica, la narración de nuestro pasado, a nivel más colectivo, más “vulgar” parece seguir pivoteando entre ambas interpretaciones, incluso mezclándolas. La historia pública tiene allí un lugar para intervenir. ¿Qué hacemos con San Martín, cómo lo recordamos? ¿No estaremos repitiéndonos al contarnos siempre lo mismo, más allá de ir mirando otras dimensiones (las etnias de esos ejércitos, la participación de las mujeres, la desmitificación de tantos relatos)? Esta forma de recordar el pasado, ¿no está un poco viciada de “estatalidad”, como dice Javier Trímboli? La construcción del Estado argentino, como la de todos los Estados modernos, estuvo marcada a sangre y fuego desplazando y aniquilando otras formas políticas, económicas y culturales, otros proyectos de país, de región, de mundo. ¿Qué podemos contarnos del pasado, que no sea desde esta ficción que es el Estado argentino? ¿Qué comunidad somos, más allá de nuestras instituciones jurídicas?

Revolución: el cruce de los Andes logra encarar la épica sin artificios, llena de polvo y sangre, incierta, lo que la hace aún más monumental. San Martín está casi desnudo en su impaciencia mirando las montañas de frente, palpitando el viento helado, mientras ordena empacar charqui y aguardiente, ponchos y frazadas. Mirarlo así, en la crudeza y el desamparo de un proyecto dudoso, y no embanderado como en aquella pintura patriótica, tal vez es un buen punto de partida para volver a pensar, todos los días, la pregunta por nuestra herencia. 

Esta nota fue escrita originalmente para Razón Plebeya

Publicada el 17 de agosto de 2022


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Manuel J. Becerra@CheMendele

Nació con Videla y sin poder, como dice Charly, en 1979. Hizo toda su educación obligatoria en Escuelas Normales, lo que le dejó una marca indeleble de sarmientismo culposo con el que no sabe bien qué hacer. Tal vez por eso es Profesor y Magíster en Historia, enseña hace más de 10 años en secundaria, formación docente y universidad pública. Publica cada tanto obsesiones y caprichos sobre política educativa, pedagogía y didáctica en el blog fuelapluma.com, y a veces en distintos medios de comunicación y portales electrónicos. No demuele hoteles.

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