Laura Sánchez descompone, con una serie de preguntas minuciosas, aquella cantinela que suena cada tanto en las charlas educativas “Tenemos escuelas del siglo XIX, con maestros del siglo XX y alumnos del siglo XXI”. Pasado, presente y futuro de un vínculo complejo entre la docencia y las tecnologías, donde la autora reflexiona haciendo uso de un herramienta didáctica inoxidable, la línea de tiempo.
“Tenemos escuelas del siglo XIX, con maestros del siglo XX y alumnos del siglo XXI” ¿cuántas veces escuchamos esta frase? ¿Cuántas veces la repetimos nosotros mismos, tratando de pensar en la brecha en el manejo de la tecnología y en las diferentes formas de ver el mundo entre nosotros y nuestros estudiantes? ¿Cuántas veces la repitieron autoridades para desacreditar nuestra formación y nuestro ejercicio profesional? ¿Cuántas veces la dijeron, contribuyendo a la idea de que la educación no funciona por culpa de los docentes, sin dar recursos ni pedagógicos ni tecnológicos para enfrentarnos a los desafíos del nuevo siglo? ¿Cuántas de todas esas veces se olvidan que nosotros y nosotras también vivimos en el siglo XXI? ¿Dónde quedaron esas frases y esas soluciones mágicas durante la pandemia y la virtualización forzada?
Me interesa desarmar un poquito esta frase para tratar de reivindicar algunos elementos del pasado. Traigo aquí las palabras de alguien que lo dijo mucho mejor. Dice Eric Hobsbawm en Historia del siglo XX “La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven”. Muchos de los que usan aquella frase de los tres siglos piensan que estamos en ese presente perpetuo al que se refiere Hobsbawm, presente de una crisis educativa profunda cuya solución es, simplemente, “entrar al siglo XXI”.
En 2018 lo decía la actual ministra de Educación de la Ciudad de Buenos Aires “no se puede dar geografía con los mapas clásicos sino con Google Maps”, como si acaso el mapa “clásico” elaborado por el IGN no sirviera. ¿No podemos trabajar con ambos recursos? También lo dijo Alejandro Finocchiaro cuando asumió como ministro de Educación de la Nación en 2017. Pero la misma frase se repite en voces tan variadas como Darío Sztajnszrabjer en esta charla de 2018, donde se atreve a decir que “El aula ha muerto”. Youtube muy sugestivamente me lleva, luego de esa charla, a un video Samir Estefan “Gerente de Educación Regional para Latinoamérica de Lenovo” que dice que los migrantes digitales (es decir, aquellos que nacimos antes de la incorporación de Internet a nuestras vidas cotidianas) “dan clases desde hace 30 años de la misma manera”. En una breve búsqueda de la frase, la encontré por primera vez en este artículo de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP.
¿Cómo podemos resignificar o repensar esta idea después de que atravesamos un año de educación virtual y otro de educación híbrida? ¿De que muchos que se desvivían por el fetichismo de la tecnología ignoraron nuestras experiencias virtuales, y de que muchos que cuestionaban esa idea descansaron en que la clase virtual y la presencial es más o menos lo mismo? ¿Es que en realidad “el aula del siglo XIX” es más necesaria de lo que nos imaginábamos? ¿Podemos pensar más allá de frases hechas? ¿Podemos entender que estamos todos atravesando este turbulento siglo XXI, que la escuela es ese espacio donde las generaciones nos encontramos? ¿O acaso todo lo que vino antes del 2000 es el pasado remoto, y el siglo XIX es directamente un tiempo antes del tiempo? ¿Cómo nos relacionamos con este tiempo histórico, cómo salimos de la idea de “presente perpetuo en la clase de Historia? Permítanme traer un ejemplo que siempre llevo a clases sobre la vida de Mirtha Legrand.
Cuando arrancamos las clases de Historia en primer año tenemos que comenzar a reflexionar con los y las estudiantes sobre las formas de medir el tiempo. Tenemos que trabajar con jóvenes de 12 y 13 años la idea de tiempo histórico, de que no es lo mismo algo que pasó hace cuarenta años que algo que ocurrió hace quinientos, que traten de ubicarse a sí mismos y a su entorno en ese transcurrir del tiempo. En ese contexto suelo realizar una actividad para que comiencen a utilizar las líneas de tiempo (considerándola como una herramienta gráfica que los ayuda a entender las relaciones temporales entre eventos y procesos). Para hacerla, les pido que traigan los datos biográficos de algún personaje (vivo o muerto) que les guste, y vamos volcando elementos de sus vidas en una línea de tiempo, que no es otra cosa que una recta numérica con información cronológica. Ahí pueden empezar a visualizar no sólo años sino décadas o meses, proporciones, la diferencia entre un acontecimiento y un proceso, usamos colores diferentes para marcar distintos tipos de eventos o espacios geográficos, etc. En ese ejercicio suelo conocer a varios personajes cuya existencia desconocía (algún youtuber o influencer famoso para ellos e ignorado por mí), también aparecen sus ídolos deportivos (Messi es un clásico, Ginobili, el Kun, Nadia Comaneci, Michael Phelps), algunos personajes históricos (aprovechamos para ubicar a Sarmiento en décadas diferentes de la de San Martín, ya que cuando uno piensa en “próceres” tiene la impresión de que todos vivieron al mismo tiempo) y artistas que les gustan (Frida Kahlo y J.K. Rowling, por ejemplo). Y yo llevo mi personaje para trabajar, no porque sea mi ídola sino porque su trayectoria de vida va en paralelo con sucesos fundamentales de nuestra historia: Mirtha Legrand. Desde su boda a los 19 años hasta su vacunación con Sputnik en 2021 y la inminencia del regreso de sus almuerzos en la actualidad.
La clase suele arrancar con chistes “Mirtha vivió al mismo tiempo que los dinosaurios” pero el armado de su línea de tiempo nos permite ubicar en tiempo y espacio varias cuestiones clave: ¿cuántos años tenía Mirtha durante el primer mundial de fútbol? ¿Cómo cambiaron las formas de ver el mundial entre ese momento y el actual? ¿Cuándo empezaron sus almuerzos? ¿A qué edad votó por primera vez? ¿Y en la guerra de Malvinas? ¿Y durante la pandemia? Mientras ellos arman sus líneas yo voy copiando y armando la mía de Mirtha en el pizarrón, y luego ubicamos algunos de los personajes en relación con la que armé yo: ¿fueron Mirtha y Sarmiento contemporáneos? ¿Qué edad tenía Mirtha cuando Maradona empezó su carrera? ¿Mirará o entrevistará en su programa a alguno de los youtubers que ustedes admiran?
Volviendo a la frase alumnos del siglo XXI con maestros del siglo XX y escuelas del siglo XIX, cuando la repetimos como un slogan olvidamos algo básico: el siglo XXI ya lleva veintidós años, y no solo los docentes estamos viviendo en él, sino que además muchos nos formamos en él, no solamente “los más nuevos” sino los que tienen diez, quince años de antigüedad. Incluso los docentes que se jubilan ahora hicieron más de la mitad de sus carreras en el siglo XXI. Ser del siglo XX suena a una antigüedad, a una bestialidad que nos ubica “en la época de los dinosaurios”, como se ubica erróneamente a la diva de los almuerzos. Ser del siglo XX deja de lado la idea de que incluso a lo largo del siglo XXI la tecnología cambia, que todo se transforma sin importar tanto el cambio de calendario, que todos nos adaptamos de distintas maneras y que el acceso a las nuevas tecnologías no sólo tiene que ver con la edad sino también con los recursos económicos y las condiciones de vida. Ser del siglo XX implica que tenemos una capacidad de adaptación diferente porque vivimos esa transición y porque también fuimos transformando las formas de trabajar. Aquel gerente de Lenovo decía que “los docentes dan clases igual que hace 30 años” y tras esa idea hay dos supuestos. El primero: los docentes variamos mucho entre nosotros y adaptamos nuestras clases en los distintos momentos. Nadie da clases igual que en 1992. El segundo: tal vez algunas de las herramientas de hace 30 años también pueden ser de utilidad ¿o a alguien se le ocurriría decirle a Mirtha Legrand que cambie el formato de su programa porque es igual que hace más de cincuenta años? Estar en el siglo XXI ¿es repetir lo mismo que antes pero con apps? ¿Es creer que los estudiantes saben usar la tecnología en forma educativa porque son nativos digitales (categoría obsoleta hace años)? ¿Es pensar que la solución a los problemas educativos no viene de la mano de los profesionales de la educación sino de gurúes tecnológicos?
Por último, la idea de escuela del siglo XIX insiste en presentar la institución como algo obsoleto. ¿Hay que derribar todo lo “antiguo” sólo por ser antiguo? ¿Qué es lo antiguo en este caso? ¿O acaso olvidamos que las raíces de nuestra vida democrática, institucional, deportiva y hasta tecnológica están en lo profundo del siglo XIX? Vuelvo a pensar en esa frase de Darío S., “el aula ha muerto”. Si algo nos demostró el cierre de las escuelas y la virtualidad es que el aula está más viva que nunca, que podemos llevarla al patio, o a una pantalla, o a un cuadernillo pero que esa tecnología tan “elemental” sigue siendo necesaria para docentes y más que nada para estudiantes: recuperar ese espacio de intercambio entre pares y el encuentro intergeneracional entre docentes y alumnos. Cuando allá en los años 90 cursé el secundario, mi profesora de Antropología nos contaba sobre el regreso de Perón y ella, entre tantos miles, yendo a recibirlo a Ezeiza, volviendo algo que veíamos muy lejano en un evento más cercano: ella, que estaba ahí frente a nosotros, había estado ahí, en esa foto del libro de Historia. En mi familia no había peronistas, así que lo que nos contaba la profesora me resultaba de lo más exótico. Ella sacaba de las páginas de los libros un evento histórico y le daba cuerpo. Lo mismo ocurre hoy cuando hablamos de nuestras experiencias en la crisis del 2001, o cuando descubren que algún docente tiene familiares caídos en Malvinas o es hijo de desaparecidos: la foto en blanco y negro o el evento analógico se vuelve cercano. La historia lejana se vuelve cercana. El presente deja de ser perpetuo y vuelve la mirada al pasado, a esas raíces que aún nos marcan.
Los docentes de hoy también estamos en el siglo XXI. Las discusiones sobre las cuestiones educativas no nos pueden dejar afuera. Si la solución a los problemas educativos es un chiche tecnológico y nada más, entonces los docentes no somos necesarios: somos obsoletos. El aula no ha muerto, está más viva que nunca y allí se da el encuentro. Ese vínculo con el pasado, pensando todo el tiempo en el futuro.
Publicada el 15 de mayo de 2022.
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