La serie "Adolescencia" abre muchas discusiones que están en la agenda actual: al rol de las plataformas sociodigitales en la socialización de niños, niñas y adolescentes, los códigos que allí circulan invisibles al mundo adulto, las violencias que se construyen en un mundo donde la violencia avanza.
¿Cuál es el motor para que un niño de trece años apuñale siete veces a una compañerita de su escuela hasta matarla? ¿Qué le pasó a un niño de esa edad para convertirse en un femicida? Ésta es la pregunta incómoda que instala Adolescencia que nos aleja de los punitivismos cancelatorios siempre a mano, y más en años electorales con sus demagógicos “proyectos de baja de la edad de imputabilidad”. Pregunta que, además, va a colocar la palabra infancia en la misma oración que la palabra femicida, cuando parecieran incompatibles.
Desde el primer capítulo de la serie -en el cual se recuperan las cámaras de seguridad- la culpabilidad del crimen es un hecho. No yace acá el foco en torno al cual gira el conflicto planteado, sino en el por qué. El policía que investiga el mismo, así como la audiencia, se preguntan por el motor, el móvil, casi a lo largo de toda la serie. Las escenas de la escuela muestran una institución que se resiste con hostilidad a alojar a los adolescentes que la habitan. Gritos, cierres de rejas, órdenes en fila, domesticación, violencia como respuesta a quienes ejercen violencia, la describen. Incluso se menciona su mal olor. “Nada puede aprenderse aquí”. Claro que no. Si bien hay muchas cosas por mejorar de las escuelas de nuestro país, especialmente en el nivel medio, no creemos que esa escuela ficcional sea representativa de lo que sucede en las aulas. No consideramos, tampoco, que los vínculos que se construyen entre quienes habitamos diariamente las aulas, y las niñeces y adolescencias que las transitan, estén plasmados en toda su complejidad -y amorosidad-. Las escuelas que conocemos y habitamos -como docentes y mamás- son ejercidas con mucho más amor, mirada y cobijo hacia les estudiantes.
La pregunta por el agujero negro que representan para los adultos las redes sociales es aún inabordable. La vergüenza social que encarna a la generación del padre de Jamie Miller es, simplemente, caerse en un baile escolar. Para esta nueva generación, el territorio en litigio es Instagram, el acoso son emoticones decodificables por sus propios pares y la amplificación e implicancias que puede tener para quienes me gustan (y también para quienes no). Esa nube va a ser el sitio en el cual se construyen subjetividades, pertenencias y rivalidades. El lugar en el cual, ahora, el por-venir resuelve sus conflictos. Y finalmente (o quizás aquí encontremos indicios respecto al inicio y la representación de los jóvenes), el espacio que muchos adultos han encontrado para ejercer su voz, para ser oídos (leídos en la total extensión de la palabra). ¿Cómo tramitar esas situaciones conflictivas en la vida real? ¿Cómo responsabilizarnos, conocer y criar, en territorios que desconocemos y en los cuales son otras las lógicas que se ponen en juego? ¿Cómo conciliar el “ser” virtual y el real, que parecieran fragmentados por las tecnologías, pero son parte de un mismo sujeto? Ni la familia ni la escuela pueden mirar para otro lado, en la ardua tarea de poner palabras -en el plano analógico- de aquello insoportable en el plano virtual.
También la serie da pistas de las comunidades virtuales de varones que producen y circulan estas miradas apologéticas de la violencia hacia las mujeres y personas LGBTQ+: los INCELS (quienes mantienen un celibato involuntario), la nueva vieja creencia de la superioridad genética, la manósfera (red de sitios web, blogs y foros en los que se promueve una masculinidad fuertemente misógina), el “80/20” (la proporción de mujeres que eligen a unos pocos hombres que no son el prototipo del protagonista), por mencionar algunos elementos. Sin duda la desregulación absoluta de aquello que sucede en el territorio de la virtualidad es tierra fértil para la “cocina” de estas derechas fascistas todo el tiempo al límite del delito. Para estos discursos que se instalan y reproducen de nuevas formas inabordables, por lo multitudinario y porque el mensaje de uno pasa rápidamente a ser el de todos a través de un hashtag. ¿Cuántos pibes en nuestro país se sintieron a la defensiva frente al feminismo y se sienten convocados por estas ideas? ¿Cuántos de ellos votaron al actual presidente? ¿Qué, de todo lo que plantean, es lo que los convoca y por qué?
A la par del boom de esta miniserie, ocurrió la sentencia a cadena perpetua de Néstor Soto, femicida de la influencer cordobesa Catalina Gutierrez. Fragmentos del juicio podrían ser perfectamente parte del guión. Cuando él asume el hecho con la liviandad de la frase “se me apagó la tele”; o las palabras finales que le dedica la mamá de Catalina -con un dolor desgarrador- pero también con resquicios de mucha humanidad para el femicida de su hija: “yo también quería un mejor futuro para vos”. Porque no nos resignamos a entregar el porvenir. Porque no vamos a dejar de creer que otro presente es posible.
En esta misma clave creemos que es posible repensar y repreguntar la afirmación que enuncia la familia del protagonista: “lo criamos nosotros”. ¿Lo criamos nosotros? ¿Quiénes? ¿De qué manera? Y finalmente ¿A quiénes incluye ese “nosotros”? ¿Qué “nosotros” habitamos diariamente sin siquiera considerarlo? ¿Qué nos diferencia de esos “otros”?
Algo de todo esto se recupera en la escena final, cuando la mamá y el papá se animan a preguntarse qué hicieron mal para que haya ocurrido lo que ocurrió. El papá delinea algunas respuestas: comenzó a trabajar más horas, dejó al niño más sólo. Jamie estaba todo el día en su pieza, con la computadora, “como cualquier niño de su edad”. No presentaba problemas. ¿Cómo imaginar que se estaba engendrando un potencial homicida? ¿Cuál es la responsabilidad parental sujeta a condicionantes sociales como tener que trabajar todo el día? ¿Qué responsabilidad comunitaria debemos asumir? ¿Cuáles son los factores económicos que limitan -y casi impiden- que tengamos tiempo para nuestros hijxs? La distancia entre generaciones que jugaban en la calle y que se encierran en su cuarto con una computadora está a la vista y es perturbadora. “Deberíamos haberlo notado y detenerlo”. ¿Cómo notarlo, cuando el tiempo escasea, el bolsillo aprieta y la virtualidad habilita “ser” en el anonimato?
Paralelamente, la mención por parte del padre respecto a su propia infancia (y a la violencia sufrida) pone en un papel preponderante el rol de los varones en torno a la Educación Sexual Integral, las crianzas, los sentires, el cuidado de otros varones, las violencias ejercidas -y sufridas- por otros hombres y sus consecuencias (“me prometí que jamás los golpearía y no lo hice”). Y entonces ¿qué faltó? ¿Qué NOS faltó? Un femicida no se gesta (¿o construye?) solo. Una infancia tampoco. El sentir colectivo de “haber fallado”, y el perdón necesario y enunciado (a una infancia pero también a todas las infancias a las que les fallamos) por parte de un padre que siente que hizo todo lo que pudo -y aun así no alcanzó- es inevitable. La angustia compartida nos iguala y da lugar a la empatía -tan necesaria- porque nos pone en la cara que cuando uno falla, fallamos todos, todas.
En relación con esto, en una entrevista que le hacen al guionista, productor y actor Sthephen Graham, quien manifestó la inquietud de expresar parte de las noticias de los casos diarios que leía en Gran Bretaña en esta serie, dijo “nos falta un pueblo que críe”. Y sí. La metáfora contraria al aislamiento de un niño en una habitación, es un pueblo que eduque. Si la angustia y el fracaso es compartido es porque nos sabemos parte. Cabe preguntarse entonces cuán responsables somos “como pueblo”, como comunidad, de las infancias. Dónde termina “lo mío” y empieza “lo nuestro”. Y paralelamente, cómo tender puentes que habiliten palabra, presencia, mirada, rostros tangibles, amorosos… Para construir nuevas formas de encuentro -y de resolución de conflictos-, para convivir con otros y reconocernos como pares -necesarios e importantes- ante lo inabordable en extensión de la virtualidad. Para reconocer y nombrar sentires, para abordarlos integral y comunitariamente. Para construir instituciones, pueblos, comunidades y responsabilidades que pongan en valor ser con otros.
Una cita preciosa del Licenciado y Profesor en Ciencias de la Educación por la UNR Estanislao Antelo (en “Problemas pedagógicos”) nos dice que educar es el trabajo con los recién llegados, “el gesto milenario de introducirlos al mundo”. El problema que atravesamos es que este mundo que habitamos es cada vez más individualista: desconfía en la otredad para criar y educar con otrxs. Incluso para compartir el espacio público (la vereda, la plaza, el club). Ve en el de al lado a quien vulnera su seguridad, a quien le arrebata algo que no sabe qué es, a un potencial enemigo interno. La serie nos interpela por el pueblo que somos que educa, en un contexto en nuestro país donde la propaganda oficial nos insta a romper los lazos de un tejido social que supo ser pañuelo blanco, piquete, olla, carpa blanca y “que se vayan todos”. Más cerca en el tiempo, pañuelo verde y marcha universitaria. Una sociedad que, contra toda masividad, aún apela a lo singular que se construye en el encuentro. Que sigue buscando y necesitando conocer y confiar en el otro. Ojalá atendamos a nuestros pibes y pibas que nos están reclamando ese acto de responsabilidad compartida, es decir, de un cuidado privilegiado que necesariamente tiene que ser con otrxs.
Publicada el 30 de marzo de 2025
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