Una profe quemada

Ilustración: Tamara Aimé Contreras

Laura Sánchez es profesora en el nivel secundario y narra los pormenores de la sobrevivencia a la bimodalidad. Se pregunta así, a ritmo de catarsis, cómo es que el sistema educativo sigue funcionando aunque esté en llamas.

Lunes, 8 am. No tengo habitaciones libres donde preparar mi espacio de trabajo. Me acomodo en la cocina de 4mts2. Apoyo la notebook en la mesada y preparo la reunión. Atrás mío no hay ni biblioteca ni pizarrón: el tanquecito de agua sin sodio es mi única compañía. Empieza la clase.

En el turno tarde voy al colegio presencialmente. Ese mismo día, hay varios colegas aislados dando clases desde sus casas a estudiantes que están en la escuela, y colegas dando clases desde aulas vacías a estudiantes que están en sus casas. Lxs preceptores se acuerdan de qué curso está en casa, cuál en el aula, qué estudiante espera el resultado del testeo y quién tiene que transmitir su clase a algún exceptuado. Los directivos buscan explicarnos los cambios en las formas de evaluación, hacen malabares para adecuar los horarios de lxs docentes dispensados, en aislamiento, con licencia, las computadoras que no alcanzan. Reviso el libro de temas para tratar de recordar cuál fue la última vez que tuve a ese grupo, en qué estamos trabajando y si eso se adecúa a mi planificación anual. ¿Pla-ni-fi-qué? ¿Queda algo en pie de la planificación? Miro la agenda. Falta poco para cerrar notas, que no son notas sino valoraciones; el cronograma es diferente porque antes era trimestral y ahora es bimestral-cuatrimestral. ¿Tengo notas en este curso? ¿Ya armé las evaluaciones para los pendientes de 2020 en continuidad pedagógica? ¿Cuándo es la próxima EMI? ¿Y la ESI? ¿Quién la organiza? ¿Es presencial o virtual? ¿Alguien tiene a mano la fecha de las PIA? Entro al aula. Profe, ¿corregiste? Profe, ¿con esta nota apruebo? Profe, ¿me llevé la materia? Profe, te dejé un mensaje en Classroom y no contestaste. Chicos por favor siéntense, no se cambien de lugar, ¿tienen todos el tapabocas bien puesto? Abran las ventanas. No cierren la puerta. Mantengan distancia. Hagan un ratito de silencio que entra el ruido de afuera y con los tapabocas no nos podemos escuchar. Empieza la clase.

En mi hora libre entro a Classroom desde el celu. Veo la cantidad de trabajos sin corregir y mails sin contestar y cierro todo otra vez. Ya me preocuparé por esto más tarde, necesito un recreo. Voy a un bar y mientras tomo un café, alguien grita desde la tele su indignación con una educación que no funciona. 

Trabajar en pandemia no fue fácil para nadie; y con algunas pocas excepciones todos los trabajadores padecimos la precarización de nuestras formas de vida. Estamos hartos y quemados. “Al menos pude conservar mi trabajo”, pienso, y enseguida me reto a mí misma: basta de nivelar para abajo, basta de pensar que la continuidad laboral y el convenio colectivo son privilegios. Tengo trabajo en pandemia y estoy quemada. 

¿Cuál es el precio de la bimodalidad? ¿Quién paga los costos de esta adaptación al sistema? ¿Quiénes dan la cara cuando las cosas no funcionan, quiénes ponen el rostro en la pantalla, los cuerpos en las aulas? Las roscas a nivel ministerial y las internas políticas entre las jurisdicciones nos exceden: sólo queremos terminar de trabajar un viernes y que no nos cambien las reglas de juego el sábado y de nuevo el domingo.  

No voy a repetir todo lo que hicimos en 2020 para adaptar nuestra tarea a la virtualidad, tratar de mantener alguna conexión con nuestros estudiantes e intentar desplegar alguna situación de enseñanza en ese contexto. Las comunidades educativas se adaptaron como pudieron, al igual que el resto: a pulmón, con mucha voluntad, mucha improvisación y bastante desamparo. Los horarios estallaron, pasamos a estar disponibles por todos los medios a toda hora. Se multiplicaron las reglas y las normativas si trabajamos en distintas instituciones, en distintas jurisdicciones, en distintos niveles. Y después de un verano pandémico donde la cuestión escolar no dejó de estar nunca en la agenda de los medios y de los políticos, arrancamos el año escolar sin vacunas, con burbujas, con protocolos, con certificados de circulación, con exceptuados, donde el trabajo presencial y el virtual se solaparon. Volvimos al aula en cuotas, muertos de ganas y de miedo al mismo tiempo. Atravesamos la segunda ola trabajando más que nunca, con el virus pegándonos por todas partes y entrando en nuestras familias con una fuerza implacable. A medida que nos íbamos vacunando compartíamos las fotos del evento con nuestros colegas, sintiendo que tal vez esto tenía un final en el horizonte. Pero la emoción duró poco: hay muchos pendientes que atender. 

¿Cuál es el precio de la bimodalidad? ¿Quién paga los costos de esta adaptación al sistema? ¿Quiénes dan la cara cuando las cosas no funcionan, quiénes ponen el rostro en la pantalla, los cuerpos en las aulas? Las roscas a nivel ministerial y las internas políticas entre las jurisdicciones nos exceden: sólo queremos terminar de trabajar un viernes y que no nos cambien las reglas de juego el sábado y de nuevo el domingo.  

Días atrás una compañera me contaba que ha empezado a tener ataques de pánico, que se queda sin aire, que piensa que es covid, se testea y le da negativo. “Alguien me dice que es estrés y angustia, pero no me siento angustiada, hasta que descubro que sí, que mi cuerpo se siente angustiado y que me lo está diciendo de alguna manera”. Seguimos trabajando como piloto automático. Ponemos la voz, los ojos, las cervicales, las manos, la garganta, la cabeza, el cuerpo entero, atravesando la pandemia con la incertidumbre y la angustia que nos generó a todos. Tratamos de dar clases en instituciones que buscan recuperar alguna rutina, como si nada de lo que golpeó el mundo en mil partes hubiera tocado a la escuela. No hay actor ni trabajador del sistema educativo que no esté quemado o al borde del burn out. Desde el directivo más experimentado hasta el preceptor más joven. La crisis económica y sanitaria que nos afecta a todos y a todas, incluyendo a los estudiantes y sus familias, se nos mete en el cuerpo y nos quema por dentro. Intentamos reordenar las relaciones en el aula después de estos meses que rompieron todas las formas de convivencia. Volver a la presencialidad no fue volver a lo mismo que antes, algo nos eriza la piel, se respira raro, no podemos caminar igual, no podemos mirarnos igual. Ellos también se están volviendo a reconocer como estudiantes.

Estamos quemados y la cuerda está cada vez más tensionada. Nos sostenemos entre nosotros cuánto podemos. Intentamos que todo funcione estando al borde del ataque de nervios. ¿A quién le sirve un docente quemado? 

Cada uno tiene, o intenta tener, estrategias individuales para lidiar con el estrés. Pero incluso así no alcanza. Esta dinámica permanente de sobrecarga, que no eliminó ninguna de las tareas previas (planificación, estudio, corrección, carga de notas, entrega de informes, cotidianidad con estudiantes y con sus familias) pero le agregó mil más (adaptaciones a las modalidades, seguimientos individualizados, aprendizaje de nuevas plataformas y herramientas, atender y explicar resoluciones ministeriales en cuya redacción no tuvimos nada que ver, comunicarnos con las familias) termina agotando a cualquiera que intenta hacer su trabajo con algo de profesionalismo. Pero sabemos que el compromiso y la vocación no pagan las cuentas, y que no alcanza con el cariño a nuestra tarea para no padecer las consecuencias de tal esfuerzo. 

“Gracias por todo profe. Buena clase. Trate de descansar un poco” escribe una estudiante en el chat de la última clase de la semana. La calidez traspasa la pantalla. Esta semana, no todas las clases salieron bien. Los ojos arden de tanto corregir online. Aún hay muchos mails sin contestar. Se desconecta el último alumno y me pongo a llorar. 

Hacemos lo que podemos. Tratamos de crear climas amables en el aula, en la sala de maestros, en el pasillo, en el patio, en el Zoom. La comunidad nos sostiene. Nos apuntalamos y nos damos ánimo entre nosotros. Necesitamos reglas de juego claras, normativas de trabajo previsibles aun en lo imprevisible, objetivos realistas, recursos para repartir el trabajo. Necesitamos dejar de confrontar a docentes con familias, no sólo porque los docentes también tenemos familias, sino porque todos tenemos como foco la educación de las nuevas generaciones. El docente quemado le sirve al que necesita un chivo expiatorio para señalar por qué todo sale mal. Pero no le sirve a las escuelas, no le sirve al sistema, y antes que nada y por encima de todo: no le sirve a lxs estudiantes, quienes nos miran desde la pantalla o por encima del tapabocas esperando que algo de todo lo que hacemos tenga sentido. 

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Publicada el 7 de octubre de 2021.


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Laura Sánchez

Es profesora y licenciada en Historia (UBA); trabaja como docente en escuelas secundarias de la Ciudad de Buenos Aires, en formación docente y en nivel universitario. También dictó cursos de extensión universitaria, escribió en blogs y participa en proyectos editoriales y de investigación. Sus hobbies son la escritura y la lectura, (desde que tiene memoria) y la repostería (desde la pandemia). Tiene dos hijos, muchas dudas y pocas certezas. La primera: que saber-cosas no es lo mismo que saber-enseñar-cosas, y se encuentra en una búsqueda constante para aprender de las dos. La segunda: que, por suerte, nunca es tarde para aprender cosas nuevas.

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