Algunos discursos educativos, además de obsesionarse con un escenario decadente, carecen de imaginación y propuestas transformadoras. Nicolás Arata los repasa y analiza.
La derecha pedagógica existe, está empoderada y goza de buena prensa. Mal que le pese a Puan, tiene un público dispuesto a escucharla y replicar -a golpe de tuit- cada una de sus sentencias; cuenta con medios bien aceitados a través de los cuales “arma agenda” traduciendo posiciones político-pedagógicas en descripciones objetivas, pero -sobre todo- dispone de agoreros devenidos especialistas en captar el malestar de la época y presentarlo como lo que podemos y no podemos esperar de la educación, en lo que ésta debe ser pero definitivamente no puede, moldeando un imaginario social en el cual la escuela pública brilla por sus magras posibilidades y sus múltiples limitaciones.
Para muestra, un botón: durante su presidencia, Mauricio Macri afirmó sin empacho alguno la “terrible inequidad de aquel que puede ir a la escuela privada versus aquel que tiene que caer en la escuela pública”. La frase no solo expresa lo que la derecha piensa de la escuela, sino cómo piensa la derecha a la escuela. Macri postula que, mientras a la escuela privada se la elige, a la pública no. Con un nivel de precisión y certeza que no destaca entre sus atributos -salvo a la hora de hacer negocios-, Macri escogió el verbo que mejor sintetiza cómo concibe la educación pública: caer. Caer en la escuela pública, como quien cae en un pozo, al precipicio o en una trampa. Por supuesto, más que de la escuela pública Macri habla de sí mismo y desde su supina ignorancia, pero también de como los que piensan como él entienden, prejuzgan y simplifican ese complejo artefacto al que nombramos -desde hace siglos- con el significante escuela.
Si de caracterizar la lógica del pensamiento conservador se trata, la frase del expresidente es de manual. Eduardo Rinesi sostiene que el pensamiento de la derecha es constatativo pues carece de toda capacidad de escándalo, no aspira a transformación alguna, y está convencido de que el modo en el que funciona el mundo es el único en el que podría funcionar. Añado: también es de derecha porque su ideario está forjado en el prejuicio de clase, en un profundo desprecio por los sectores populares y por la movilidad social ascendente, y en una absoluta falta de convicción en la diferencia -más grande o más pequeña, pero indispensable- que la experiencia del paso por las escuelas puede hacer en la vida de cientos de miles de niños, niñas y jóvenes.
En la misma serie se inscriben las palabras de María Eugenia Vidal quien, siendo gobernadora de la Provincia de Buenos Aires, afirmó que “en este país nadie que nace en la pobreza llega a la Universidad”. Vidal se reconocía orgullosamente bonaerense al tiempo que se revelaba profundamente ignorante de las trayectorias académicas de miles de jóvenes -primeras generaciones en sus familias- que transitaban y se graduaban en las altas casas de estudio emplazadas en la provincia que gobernaba. De nueva cuenta: la derecha vernácula no ve en las “realidades” que designan problemas a resolver o desafíos a asumir, sino un hecho constatable (o su tergiversación) que sirve para legitimar decisiones y anticipar políticas públicas regresivas, descalificar interlocutores (especialmente a sindicatos docentes) o denostar decisiones de gobierno incluyentes (con especial saña, si son peronistas).
El collar de metáforas todavía admite algunas perlitas más. Otra de las expresiones que integra este repertorio fue lanzada por Esteban Bullrich, ministro de educación durante el gobierno del PRO. En una visita a la ciudad rionegrina de Choele Choel en el sur del país, Bullrich no dudó en afirmar que su política educativa era “la nueva Campaña del Desierto” aclarando que en esta oportunidad no se ejercía “con la espada sino con la educación”. Referirse a un proceso histórico en el cual el Estado perpetró una de las peores masacres de su historia como analogía para pensar lo educativo es, como mínimo, condenable. Que quien se ufanaba de ello dirigiese la cartera educativa, roza el cinismo. Al menos el ministro tuvo algo de sarmientino en su expresión, aunque, claro, de la veta que nunca dejaremos de criticarle al sanjuanino: sus aspectos más regresivos y discriminatorios, su lectura del país como un vacío y de las naciones indígenas como obstáculos para el desarrollo capitalista.
En el mandato de la escuela está trabajar con lo raro porque… ¡de eso se trata! De adultos mediando para hacer inteligible la complejidad a la que están expuestas nuestras infancias y juventudes, de establecer pautas comunes
Soledad Acuña -la ministra de educación de la ciudad de Buenos Aires- no podía dejar de irles en zaga a sus compañeros de espacio político. La pandemia le sirvió en bandeja otra expresión que ingresó -apenas formulada- a esta breve y retrógrada antología. Sin empacho, y como quien opina sin ser consciente respecto del lugar desde el que habla -el de la funcionaria que tiene una responsabilidad directa sobre aquello que, nos advierte, se ha desvirtuado o extraviado- espetó que quienes abandonaron la escuela durante la pandemia “seguramente ya están perdidos en un pasillo de una villa”. De nuevo, el pensamiento conservador demonizando los barrios donde más carencias se padecen (y más presencia del Estado se requiere), estigmatizando a los que menos posibilidades tienen y cerrando el círculo del pensamiento conservador en educación: para qué invertir en educación pública si aquellos a los que va dirigida “no llegan”, se “caen”, o “se pierden”.
La última expresión de esta serie de grageas del conservadurismo también pertenece a la cosecha de la ministra de la Ciudad. Esta vez, y a propósito de la eliminación de protocolos en escuelas, sentenció: “No hay más palabras raras”. Se trata, tal vez, de la menos dañina de todas las que hemos recopilado aquí, y sin embargo es una de las que más debe preocuparnos en términos pedagógicos. En primer lugar, porque al querer conjurar las “palabras raras” lo que la ministra está ejecutando es lo que Boaventura De Sousa Santos llamó “desperdicio de experiencia”: la enorme riqueza de aprendizajes y lecciones aprendidas especialmente en los momentos más duros de la pandemia. Se trata de recursos valiosos y fundamentales para trabajar en el día a día escolar: ya sea para procesar colectivamente los traumas, poner en común las dificultades o estar mejor preparados para hacer frente a situaciones extremas en el futuro. Excluir de nuestro vocabulario el “distanciamiento social” o los “cuidados”, lejos de contribuir a procesar el trauma, puede agudizarlo. ¿Pensará la ministra que también hay que exorcizar de la escuela aquellas palabras que usamos para designar situaciones de violencia, de acoso entre pares, de violencias de género o vinculadas a problemáticas interculturales, estigmatizaciones y segregaciones? Valdría la pena preguntárselo.
Pero, además, y por más que le pese a nuestra ministra, en el mandato de la escuela está trabajar con lo raro porque… ¡de eso se trata! De adultos mediando para hacer inteligible la complejidad a la que están expuestas nuestras infancias y juventudes, de establecer pautas comunes para transitar tanto los momentos que caracterizamos como “normales” (aunque de normales no tengan mucho) como de atravesar colectivamente acontecimientos sociales disruptivos de la mano de quienes son expertos y expertas en la tarea de enseñar y transmitir. Lo raro, también, funge como enclave crítico desde donde pensar lo “propio” y construir las formas del disenso (¿hay algo más central que educar en el disenso en una democracia?).
Lejos de abandonar las palabras raras, deberíamos tratar de trabajar con nuestros y nuestras estudiantes en preguntarnos cómo volver a nombrar el mundo que habitamos, mientras rehabitamos las escuelas. Extrañarnos y rarificar nuestras miradas sobre la escuela y lo que pasa en ella dos años después de un aislamiento pandémico es un imperativo pedagógico y el recurso principal de una mirada docente que aspira a generar preguntas, a interrogarnos sobre lo que pasó y a sentar posiciones para interpretarlas basadas en fundamentos científicos y no en arrebatos y exacerbaciones terraplanistas.
Hay, por cierto, otras palabras que sí nos gustaría excluir de la cotidianeidad de las escuelas porteñas: una de ellas es la recurrente falta de vacantes que deja, en una ciudad con un PBI propio de un país europeo, a más de 50.000 alumnos y alumnas sin educación, pero que -al mismo tiempo- no tiene empacho en entregar un edificio escolar para transformarlo en “Club del vino”, o en demoler otro para ensanchar una avenida. Esas son -en definitiva- las palabras raras de las que debería ocuparse un programa de gobierno si creyera en el poder que la educación pública tiene de transformar la vida de niñas, niños, jóvenes y -a través de ellos- de la comunidad de la que forman parte.
Publicada el 13 de marzo de 2022.
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