“Adolescencia”: Claves para leer lo que está (pero no se ve)

Fuente: Divulgación/Netflix

La serie "Adolescencia" revoluciona la conversación adulta sobre códigos que desconocemos pero que forman parte cotidiana de la socialización de hijos, hijas y estudiantes. ¿Qué mensaje tácito, sin embargo, nos plantea esta producción de Netflix?

En el comienzo, la incomodidad

Desde su estreno, Adolescencia, la serie de Netflix de la que habla el mundo entero, ha abierto una agenda de temas, análisis y reflexiones que pusieron en primer plano discusiones y debates sobre temáticas relacionadas con adolescentes y sus vínculos con sus pares y con sus familias. Esto ocurre por diversos motivos, en general, pero por uno en particular: la representación de Jamie Miller, un niño de 13 años está construida para incomodar a todos los padres y madres del mundo porque muestra a un niño “bueno”, muy lejos de los estereotipos de “niño peligroso” que suelen representarse en los medios en este tipo de productos.

El vector que organiza la trama se ordena por la búsqueda de identificación. Las tres que parecen más claras son:

“Ese podría ser tu hijo”

“Eso podría haberle pasado a cualquier familia”

“No importa qué tan bueno creés que sos como padre/madre, la vida de los y las adolescentes tiene un funcionamiento propio que no entenderías”

La incomodidad, la angustia y la pregunta por el rol de los adultos en las vidas de los y las adolescentes aparece de pleno, como una cachetada después de ver la serie. ¿Vos sabés qué hace tu hijo/a con su teléfono? ¿Estás lo suficientemente atento/a? ¿Conversás, te interesás, participás, lo/a abrazás lo suficiente como para evitar que se convierta en un criminal? Todas estas preguntas tienen la misma trampa y llegan al mismo punto ciego: mientras parece que la clave de todo está en los adultos y sus acciones, se invisibiliza la condición de sujetos sociales de los y las adolescentes, sus relaciones con otros, sus problemáticas y las tensiones que se despliegan en torno al crecimiento, a sus consumos culturales, al uso de dispositivos y a su presencia en las redes sociales.

El gran hallazgo de la serie fue, sin dudas, la incomodidad que les generó a los y las adultas que la vieron y el miedo de ser, de poder ser, de estar camino de ser ese padre y esa madre sorprendidos y devastados por la conversión de su hijo en un acusado por el asesinato de una compañera de colegio. ¿Qué hay en la serie más allá de la incomodidad, el miedo y la identificación con esos padres?

Escuelas, adultos y sanciones: tres claves para leer lo que está, pero no se ve

Nuestra propuesta para este texto es poner en evidencia algunos funcionamientos institucionales y sociales para ampliar el contexto de debate desde donde se ha analizado la serie hasta hoy. Para ello, retomaremos algunos elementos que se exhiben en ella y que forman parte fundamental de la trama, del desarrollo y de su ¿conclusión? para profundizarlos y analizarlos no solamente en sí mismos y como parte de un producto audiovisual sino como síntomas de los debates que atraviesan la escuela, la legislación penal y las relaciones intergeneracionales en la actualidad.

a. El mundo adulto

No es una novedad que las representaciones mediáticas de las infancias y adolescencias de las últimas décadas estaban basadas en dos principios: la supuesta independencia y autonomía de las generaciones más chicas y el desconocimiento y la incomprensión de los adultos respecto de sus prácticas, elecciones, formas de vinculación y consumos culturales. Desde las formas de celebrar un cumpleaños hasta los streams que consumen, el mundo audiovisual y de plataformas construye a los receptores niños/adolescentes como un segmento en sí mismo que aparenta no necesitar un adulto cerca. Esto tiene su correlato inmediato en la venta de productos y servicios específicos para las infancias y adolescencias: desde mochilas hasta videojuegos, los más chicos están bombardeados por publicidades directas e indirectas que los llevan a construir deseos. La incomprensión del mundo adulto de las prácticas y consumos de sus hijos/as no es nueva y se explica en torno de las diferencias y tensiones intergeneracionales que han existido siempre. ¿Cómo habrán procesado esos padres y madres estadounidenses de los 60 la conversión de sus hijos al hippismo y el cambio de la visión del mundo de crianza por otra tan distinta? No hace falta irse a cambios tan radicales cuando sabemos que cada generación tiene tensiones con las anteriores (y con las siguientes) respecto de consumos culturales, políticos y vinculares.

La explicación que despliega el hijo del detective Bascombe sobre los emojis y su significado pone en escena la idea de “un mundo de adolescentes” que solo comprenden ellos y que solo mediante un traductor puede entenderse. Casi como un código extraterrestre que se va descifrando letra a letra, dibujo a dibujo para conformar una totalidad como mensaje, el detective se va dando cuenta de que estaba frente a un caso de hostigamiento digital, de la ratio del 20% de hombres deseados por el 80% de las mujeres y del concepto de incel [celibato involuntario o, más llanamente, la imposibilidad de algunos varones de encontrar parejas sexuales y la frustración que eso genera].

No importa si padres, madres e hijos/as usan las mismas redes sociales: los códigos que allí se utilizan para cada una de las generaciones son distintos. Y la representación que sostiene que “solo los jóvenes se entienden a sí mismos” es tan peligrosa y potente que tiene a adultos en todo el mundo indagando si los emojis de corazones violetas y verdes se pueden ordenar de mayor a menor en función de la hostilidad que podrían transmitir. Decimos peligrosa porque implicaría (si fuera más que una representación) la necesidad de que los jóvenes autorregulen sus prácticas, sus intercambios y sus formas de relacionarse con el mundo. En síntesis, lo peligroso de esta puesta en escena (que, dijimos, no es nueva) es el desplazamiento del mundo adulto y su transformación en meros accesorios. En la serie vemos docentes que no saben bien qué hacer con sus estudiantes (volveremos sobre esto), padres y madres desconcertados, policías e investigadores estupefactos buscando claves y preguntándose “¿qué hacemos acá?” cuando pisan la escuela a la que concurren los involucrados del caso.

Ahora bien, todo el capítulo cuarto muestra la culpabilización, la responsabilización y el pedido de disculpas que hacen los adultos (a su hijo preso, ausente) por “no haber hecho más” y “por no haber estado suficientemente presentes”. La clave de lectura de la serie son siempre los adultos, su culpa y sus sentimientos. Pero también, sus incomprensiones, su distancia y su confianza en que “son cosas de chicos”. Hasta que un día la policía toca la puerta, entra (inexplicablemente) de forma violenta a una casa en la que algunos desayunaban y otros dormían, para detener a un menor acusado del asesinato de una compañera. ¿Cómo reacciona el acusado en ese momento? Se hace pis. Tiene 13 años y en el momento en que una decena de policías rompe la puerta de su casa para detenerlo, Jamie se hace pis, algo esperable y razonable para un niño frente a una situación hostil. Y, sin embargo, es una de las escenas que con más potencia ilustra la edad del adolescente que parece ser el protagonista de la serie pero que queda desplazado por todos los adultos que la protagonizan. La síntesis de esto se encuentra en la última escena: el padre desarmado y angustiado llora y le habla al osito de peluche que ocupa un lugar central en la cama de su hijo preso. Lo arropa, le habla, le explica y le pide disculpas como si estuviera hablando con su hijo. Un osito de peluche duerme en la cama de su hijo.

b. Cárcel, cereales y chocolate caliente: un debate silencioso sobre la edad de imputabilidad

Desde que Jamie sale de su casa detenido se suceden diferentes situaciones que confluyen en una síntesis indiscutible: las imágenes del niño apuñalando a su compañera de curso en el horario, en el espacio y en el tiempo en que el asesinato ocurrió. No hay dudas y eso queda claro con un video borroso que evita el golpe morboso de la violencia explícita en alta definición. Lo ve el padre, lo ve el niño (que niega que el que se ve en pantalla sea él) y el adulto no tiene dudas. “¿Qué hiciste?”, le pregunta y le pide que le diga la verdad, cualquiera sea. El niño dice que él es inocente, que él no la mató.

Lo que antecede y sucede a esa escena es el ingreso del niño a la comisaría, el procesamiento de sus huellas digitales y una pregunta que da cuenta de su edad, pero también de que estamos frente a un texto ficcional: “¿querés cereales?”. La elección de Jamie para que su padre lo acompañe (porque es menor de edad) tanto en los interrogatorios como en la revisión física construyen una escena de desprotección desgarradora.

En ningún momento hay dudas de que estamos frente a un culpable. Los adultos que rodean la situación quieren convencerse de lo contrario buscando indicios para su exculpación. “Tiene cara de bueno” parecen pensar todos frente a un niño que podría ser el que los espera en sus casas para cenar. No hay cuestionamientos sobre que tiene 13 años ni sobre lo que significa la puesta en prisión de un niño que, ya sabemos, pasará allí prácticamente toda su vida si es evaluado y procesado como un adulto y penado como tal. En el momento en el que el mundo está debatiendo la baja de imputabilidad, es indispensable preguntarnos por los efectos en el debate social de esta representación. Lógicamente, las escenas se suceden en espacios no hostiles, con un tratamiento del menor lo suficientemente cuidadoso como para que nadie pueda decir que ese niño, en ese contexto de encierro, fue maltratado por ningún adulto. De hecho, el tercer capítulo, en el que se entrevista con la psicóloga (que despliega un diálogo y una tensión exponencial entre el adolescente y la profesional) ocurre en una sala de juegos con pizarras, armarios llenos de juegos de mesa, libros y hasta una mesa de ping pong que está apoyada en la pared listo para ser usada. No se lo ve tras las rejas, no se lo ve más delgado ni deteriorado y tiene puesta una chomba blanca sin manchas ni arrugas. Lo que vemos no nos ubica en un contexto de encierro ni de privaciones. Lo que se ve representado es un niño que es capaz de expresarse, discutir, defenderse y enojarse, pero también capaz de agradecer un chocolate caliente con malvaviscos pequeños que la psicóloga recordó que le gustaba. Un típico consumo vinculado con la infancia, pero lo que subyace es un niño privado de su libertad, preso, detenido.

Todas las decisiones vinculadas con la representación de las escenas, de los tonos, de las vestimentas y de la alimentación contribuyen a invisibilizar el drama del encierro infanto juvenil y ponen el eje en las formas en las que los adultos (una vez más) se vuelven el centro de la escena como protagonistas de lo que ocurre. La cámara se queda con la psicóloga casi descompuesta luego de la tensa entrevista mientras de fondo se adivina la caminata de Jamie hacia su celda completamente fuera de foco. No lo vemos encerrado y solo. Nunca.

c. La escuela obsoleta y la escuela centro de vida, todo a la vez

La escuela a la que concurren Jamie y Katie, la víctima del crimen es la misma a la que va el hijo del detective Bascombe; y todo en el capítulo gira en torno a esa incomodidad. Queda claro desde el comienzo que Jamie era un buen estudiante, que es capaz de expresarse con una claridad posiblemente superior a la media y que, si bien había tenido algún incidente (en principio menor), su rendimiento escolar no solo no era preocupante, sino que era muy bueno.

El hijo del detective está evidentemente desplazado del centro de la escena de sociabilidad, y su padre avanza indagando los motivos, los posibles cómplices y los responsables de lo ocurrido. La escena, que ya mencionamos, en la que el hijo del detective decodifica, para la comprensión de su padre, los emojis y lo orienta en su investigación, es crucial; pero también hay otros momentos claves para entender cómo es representada en la serie la escuela y sus miembros.

La escuela está en buenas condiciones edilicias, tiene en sus paredes pizarras con mensajes positivos sobre temas diversos de la agenda político-ideológica actual. Por ejemplo, una pizarra afirma “Sos un arcoiris de posibilidades” acompañado de múltiples colores, dando cuenta de amplitud y posibilidades de elección; o un mural que propone cambiar la forma de expresarse y en lugar de decir “nunca voy a ser tan bueno como ella” pasar a decir “voy a intentar entender cómo lo hace ella y probarlo”. Los mensajes en las paredes de la escuela exhiben diversidad, apoyo a lo diferente y enseñanzas para procesar la frustración. Todos los estudiantes cumplen la norma de estricto y pulcro uniforme conservador de una escuela tradicional británica (pollera las chicas, pantalón los chicos, camisa, corbata y sweater sin mangas para todos).

La profesora Fenumore guía al detective por la escuela y presencia una especie de interrogatorio desconcertada y prácticamente en shock por lo que escucha, pero, también, por lo que sabe, intuye y no dice. Se muestra completamente disponible para contribuir a la investigación, pero parece desarticulada del espacio institucional que recorre mecánicamente (de hecho, duda cuando le piden un aula para una conversación privada y tiene que consultar a terceros). Se ven docentes a cargo de cursos con muchas dificultades para contener lo que ocurre (por ejemplo, cuando el docente le grita a un estudiante después de pedirle que pare de imitar a un cerdo en presencia de los detectives en el aula), para entender la tensión y el impacto que el asesinato de una estudiante de la escuela por parte de otro estudiante puede tener en la cotidianidad áulica y para contener a los grupos. El llanto y la angustia por lo ocurrido se ve en el cuerpo de una de las estudiantes, Jade, que dice que Katie era su mejor amiga y que no sabe qué va a hacer sin ella. Insinúa tensiones con la madre, imposibilidades de comunicación y miedo a convocarla para que la busque en la escuela, pero nadie parece sorprenderse de nada de lo que dice. No hay contención ni herramientas que la ayuden a transitar la pérdida dentro o fuera de la escuela.

No hay contención ni herramientas; no hay palabras más allá de los mensajes de las paredes. Esta representación no ocurre en el vacío sino en un doble contexto: el primero es el de la post pandemia, en el que se reclamaba la apertura de las escuelas en el mundo con el argumento de que eran una institución fundamental de la vida de niños, niñas y adolescentes; y el segundo es el marco de la discusión actual (que no es nueva pero que tiene nuevos interlocutores) sobre la supuesta obsolescencia de la escuela por parte de quienes proponen escuelas abiertas con currículas desreguladas, de cierres de ministerios de educación (como en el caso de Estados Unidos) y la educación domiciliaria como el modelo a seguir. No hace falta que aclaremos que la representación que estamos mencionando no es un “reflejo” de nada de lo que ocurre en las instituciones educativas, pero sí permite tomar la temperatura de ciertos debates muy actuales que tienen como foco la deslegitimación de las instituciones, su desfinanciamiento y la presentación del rol docente como un trabajador intercambiable con otros sin más costos que las altas y bajas de los legajos.

Las escuelas, los y las docentes, los niños, niñas y adolescentes no solo son diversas entre sí, sino que cada agrupamiento, cada espacio y cada dinámica transforma, interviene y participa de la vida de los demás en distintas direcciones. Es notable cómo la discusión sobre las escuelas y su rol en la vida de las generaciones más chicas se hace, una vez más, desde la mirada adulta, sin escuchar (y, cuando se escucha, sin intervenir) sobre lo que dicen, desean y quieren los niños, niñas y adolescentes. Una escuela como depósito, una escuela como fábrica de violencias con apariencia de “buena conducta” tiene mucho más impacto en los espectadores por su potencial identificación que una escuela que se ve destruida ediliciamente y cuyos estudiantes y docentes se presentan explícitamente violentos, desprolijos y despreocupados. Representaciones y estereotipos, el tema de nunca acabar.

Coda

Escuelas, adultos y sanciones fueron los tres ejes que elegimos para este análisis. Nuestro objetivo fue plantear que el centro de la escena de la serie lo ocupan los adultos, sus reflexiones, representaciones y percepciones de aciertos y fallas. Lejos de construir proximidad y posibilidades de diálogo, la serie aborda la distancia y la diferencia entre niños, niñas y adolescentes y el mundo adulto en todos sus roles y funciones. La distancia representada entre las generaciones, las instituciones que las contienen y el estado como mediador con capacidad de sanción y de decisión parece insalvable en la forma en que es representada. Y es sobre esa distancia que debemos trabajar. Sin prejuicios, sin pensar que el mundo de los niños, niñas y adolescentes se autorregula y sin sacar el cuerpo de los conflictos ni de las situaciones difíciles. Dialogar, comprender y tender puentes intergeneracionales es una apuesta que excede el diálogo para convertirse en una convicción ideológica y política de la vida en sociedad, que siempre es más compleja que los estereotipos.

Publicada el 13 de abril de 2025


Si te gusta lo que hacemos en Gloria y Loor podés apoyarnos asociándote a la Cooperadora de GyL

Carolina Duek

Es Investigadora Independiente del CONICET, Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, Magister en Comunicación y Cultura y Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA). Dirige proyectos de investigación sobre el juego, los medios de comunicación y las infancias contemporáneas. Es docente de la carrera de Ciencias de la comunicación, de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

Noelia Enriz

Noelia Enriz es antropóloga, investigadora CONICET (EIDAES) y docente del departamento de Ciencias Antropologías (FFyL - UBA). Realiza investigaciones en aspectos formativos de las infancias indígenas del NEA.

Notas relacionadas