Proponer ideas para el futuro de la educación impone varias preguntas iniciales: ¿Para qué educar? ¿Qué relación con la cultura global debe proponer la escuela? ¿A partir de qué valores debe organizarse su currículum? ¿Cuál es el lugar que la escuela debe ocupar en el entramado social?
En la primera entrega enumeré algunas discusiones educativas actuales, e historicé un poco los grandes impulsos de política educativa en nuestro país. Quiero volver sobre los dos momentos en que yo identifico se apostó a un futuro: la Generación del 80 y el peronismo, y una dimensión que tal vez comparten. En ambos casos había intelectuales orgánicos que pensaban la educación de forma integral -más en la Generación del 80, fundadora del Estado moderno, que en el peronismo, refundador de algo previo-. Sarmiento -pero no sólo- pensó el currículum, la relación entre educación y desarrollo económico, productivo y territorial, los edificios escolares, y varios etcéteras más, como una totalidad con diferentes dimensiones. El peronismo, mencioné antes, dejó ese legado casi intacto, pero la CNAOP abrió un horizonte de posibilidades enlazando de manera inédita la educación con el trabajo. En aquella sociedad salarial, industrial y fordista, pensar un sistema educativo de impronta obrera, manual y sindical iba mucho más allá de tratar de aliviar la presión sobre un sistema educativo ya establecido -como vivimos haciendo hoy-. Era una reflexión profunda sobre el individuo, pensado integralmente y como parte de una comunidad más amplia. No se reducía a la idea de niños, niñas y adolescentes como sujetos de derechos (educativos). Había, en el peronismo, una narrativa de dignidad asociada a la institucionalización de sus saberes -Beatriz Sarlo lo llamó, para experiencias previas, “saberes del pobre”-. El niño -individuo- en esa especie de primaria de oficios se fundía con una comunidad -trabajadores- en plena expansión, en pleno ascenso social, en plena, volviendo a citar a Dussel y Pineau, “entrada al paraíso”.
Se me abren las preguntas, entonces: ¿No es un poco reductivista pensar en los millones de chicos y chicas que van a la escuela como “sujetos de derechos”? ¿No tratará, esta idea, de limitar su experiencia, su tránsito por la vida inserto en una matrioshka de comunidades -familia, barrio, ciudad, provincia, región, país, continente, mundo, todo atravesado por las plataformas digitales que desterritorializan identidades-, a un estatus que marca el derecho liberal?
Hay un problema sobre la falta de integralidad del debate educativo actual que tiene que ver con la configuración de los sistemas científicos, que en las últimas décadas han terminado por liquidar toda pretensión por pensar globalmente los procesos sociales -y naturales también-. Han pasado a producir, como en una línea de montaje de becas, congresos y etcéteras, a científicos hiperespecializados e hiperrigurosos sobre una fracción pequeña de lo real. Sobre esto volveré más adelante.
Yendo un poco al punto -volviendo al motivo concreto de estos apuntes-, y luego de la introducción de la entrega anterior y de ésta, cabe preguntarse cómo serían esas escuelas del futuro. Se me ocurrieron algunos principios orientadores para pensar el impulso de hacer esa reflexión. Desde ya, repito, no hay ninguna novedad en esto, ninguna pretensión de originalidad, sino ordenar un poco las ideas en mi cabeza y sacarlas afuera a partir de un texto ordenado.
La Ley de Educación Nacional establece los fines de nuestro sistema educativo. También existen los Derechos Humanos, la Convención para los Derechos del Niño y más instrumentos normativos más o menos universales que hoy enmarcan los debates sobre para qué seguir sosteniendo estos monstruos que son los sistemas educativos modernos, en el siglo XXI. La idea es ir un poco más allá, que no nos basten esos instrumentos normativos, y pensar en una escuela deseable para este mundo incierto. Así que se me ocurrieron los siguientes.
- La escuela es un fin en sí mismo, no un medio para otro fin. Esta idea, que está en mucha literatura pedagógica hace por lo menos cien años, hoy es una piedra en el zapato del debate educativo. “Educarlos para el trabajo”, “Educarlos para una ciudadanía crítica”, “Educarlos para la emancipación”, “Educarlos para las tecnologías”, “Educarlos para la universidad”, “Educarlos para el respeto a la Patria”. Hay un enorme esfuerzo en pensar para qué estamos educando a las nuevas generaciones, pero siempre a partir de un escenario posterior en el que nuestros alumnos habrán adquirido las herramientas necesarias. Están en la escuela, entonces, como un paso transitorio a eso que la escuela les tiene que garantizar, según establecen nuestros marcos teóricos conceptuales políticamente correctos. Sin embargo, nuestros alumnos, dicen las narrativas más corrientes, nunca llegan bien a esos fines ulteriores: que faltan el respeto en el trabajo, que votan tal cosa porque enseñamos mal tal otra, que no pueden leer de corrido un texto de primer año de la universidad, que están todo el día con el celular. Está claro que podemos nombrar los fines más nobles pero cuando volvemos la vista a nuestro sistema resulta que no está funcionando para esas causas. Es cierto que, ya dije, durante la fundación y primera expansión de los sistemas educativos había efectivamente un fin para el cual la escuela era un medio. Era parte del Estado moderno como tecnología total: la doctrina positivista colocaba al gran invento como regulador de todo, realidad y potencia. El sistema educativo, como la pata dedicada a las nuevas generaciones, se organizó en función de aquella pretensión totalizadora: formar ciudadanos, productores y consumidores en el nuevo paradigma liberal capitalista. A poco andar la pedagogía descubrió a las infancias y las adolescencias como etapas sui generis de la vida que requerían una atención específica, concreta, más allá de ser el terreno donde sembrar las semillas de la ciudadanía liberal posterior. De esas ideas podemos extraer el fundamento para algo que es algo así como un secreto a voces: la escuela no hace juego con el mundo del siglo XXI. Propone tiempos, corporalidades, espacios, organización de los temas de conversación, completamente desmarcados de las lógicas preponderantes en este capitalismo digital de consumo frenético, satisfacción inmediata, likes, contenidos plataformizados organizados a partir de la popularidad y no del rigor disciplinar. A esto se suman las evidencias de las pruebas estandarizadas que muestran estancamiento (¿error del diseño de la herramienta de evaluación o evidencia real?) desde que comenzaron a popularizarse hace 20-30 años. ¿Y si renunciamos a que la escuela sirva para algo más que ella misma? ¿Y si damos por hecho que su formato y su propuesta es efectivamente contracultural y, frente a la crisis de los Estados modernos -y sus continuas reformulaciones en cortísimos plazos-, no puede seguir el ritmo de los volantazos de las dirigencias políticas, al menos en occidente? ¿Y si hacemos de ese desfasaje precisamente el fin de la escuela, su razón de ser, su causa trascendente? Ni más ni menos que ser un refugio de lentitud, rigor, cuidado, disciplina, normas, debate, demora, pausa: aquello que extrañamos de la modernidad pero es casi imposible recrear en la escuela si afuera las presiones tienen una fuerza infinita. Pensar a la escuela como un fin en sí mismo nos vuelve la mirada hacia las escuelas de otra manera: a partir de que estar allí es parte de la vida, es un momento donde se buscan identidades, donde se comparte y se construye con otros, donde se aprenden experiencias de vida diversas, donde hay un asomarse a un legado cultural diferente al propio. Todo eso no es -ni tiene por qué ser- “para otra cosa”. Los niños necesitan todo eso: socializar, comenzar a conformar sus identidades, asomarse a la cultura, convivir con otros. Y lo necesitan para tener una vida un poco más plena, ni más ni menos. Lo que hagamos luego con ese tránsito depende de millones de variables que la escuela no puede manejar -por ejemplo, tener un trabajo que nos guste-. Y, además, la gente cambia de opinión y también de personalidad luego de la escuela obligatoria: es raro quedarse con los impulsos vocacionales de la adolescencia.
- La educación debe ser humanista. Este principio parte de esa integralidad que planteaba en el punto anterior. El futuro presenta avances inquietantes respecto de la automatización de los procesos a partir de la inteligencia artificial, la computación cuántica y las intervenciones cyborg sobre el cuerpo humano. Frente al avance de las máquinas, la escuela debe subrayar la singularidad de la humanidad como especie y ponerse por encima de la máquina, independientemente de las opciones cyborg que quieran tomar las personas en otros ámbitos de su vida. Desde ya, esto abre la pregunta de qué nos hace humanos y tensiona con las posiciones antiespecistas. Sin entrar -por ahora- en este último contrapunto vale la pena volver a hacerse la incómoda pregunta de qué nos define y cómo nos sitúa de cara a un avance tecnológico que nos deje, como especie, en posiciones subalternas respecto de las máquinas. Una línea de fuga puede tener que ver con lo artesanal, lo original como propio de lo humano: esa dimensión donde el arte se funde con el producto, material o simbólico. La docencia, así como la enfermería y otras tareas directamente asociadas a algunas dimensiones del cuidado es uno de los oficios más difíciles de automatizar por la vía de la inteligencia artificial, ya que el cuidado de otras personas implica una atención flotante pero alerta de cambios imperceptibles en los otros -por ahora- improcesables por una computadora. ¿Cómo potenciar ese artesanado que necesariamente implica la docencia para hacerla la bandera, la causa de la escuela, el principal foco de tensión con un mundo exterior automatizado? ¿Cómo hacer de la capacidad artesanal del humano un canal de formación y traspaso a las nuevas generaciones, como algo propio e inexpropiable? Vale una aclaración: este humanismo no es un rechazo a las tecnologías digitales, o a las informáticas, o a las robóticas, sino en todo caso su incorporación y reintepretación crítica en la escuela, al servicio de la identidad humana si tal cosa existe. En futuras entregas abordaré esta dimensión.
- El sistema educativo debe ser soberano. En línea con el punto anterior, tenemos que pensar en un currículum y una serie de valores centrales que recuperen un proyecto comunitario en diálogo con, pero no rendido a, las tendencias más homogeneizantes de la globalización. No se trata de un encierro cultural en una herencia que -sobre todo en América Latina- está profundamente atravesada por la conquista europea a partir del siglo XVI y la configuración étnico racial que combina lo indígena, lo afro y lo europeo. Mucho menos, claro, de esencializar y romantizar formas de vida y cosmovisiones previas a la invasión. América Latina, y Argentina, son hoy parte de un coro tan planetario como jerárquico de culturas, legados, identidades. ¿Qué queremos rescatar de nuestra herencia latinoamericana, qué queremos delimitar como -dentro de ese marco- propiamente argentino, si eso es posible? En términos de políticas educativas y financiamiento esto implica un diálogo crítico con actores decisivos de los sistemas educativos occidentales: los organismos multilaterales de crédito. En nuestro país el peronismo ha estado más cerca de una posición de estas características que la derecha, que suele comprar acríticamente informes vencidos del -por decir algo- Banco Mundial (para cuando esos informes son impresos en un Diseño Curricular el BM ya cambió de paradigma, entonces el ministerio correspondiente está acatando líneas teóricas que sus propios productores ya descartaron). Estos actores globales no deben quedar fuera de la conversación, y menos si aportan fondos, pero de ninguna manera deben ser la doctrina a seguir (en rigor, esta posición de soberanía vale para cada esfera de lo público a tomar en cuenta). Dicho de otra manera: no puede haber un traslado lineal, inmutable, de un informe de un organismo de crédito a las políticas de un ministerio de educación argentino, como por ejemplo las pruebas PISA, impulsando que un país entero oriente sus prácticas educativas sólo y exclusivamente a obtener una “buena calificación” en su ranking. Esto es la renuncia completa a la educación y su subordinación a otros compromisos que horadan la soberanía y nada tienen que ver con formar a las nuevas generaciones ni con el cuidado de los niños, niñas y adolescentes.
- La escuela debe ser contracultural y crítica. Esto presenta una paradoja, desde ya, que abordaré más adelante. Pero sirve como spoiler: ¿Qué sentido tiene que la escuela haga lo que quiere el Mercado, si el Mercado puede proponer un marco teórico y práctico, una cosmovisión, de la vida sin necesidad de la escuela? ¿Por qué sostener a millones de docentes, miles de edificios, para hacer lo que el mercado hace “sin esfuerzo” combinando plataformas sociodigitales y medios de comunicación tradicionales? El Mercado, gran regulador de la humanidad hoy, no necesita de la escuela, ni de los sistemas educativos, para imponer modelos de conducta y de interpretación de la realidad. ¿Qué hacemos con la escuela, entonces? ¿Y si la pensamos como un refugio, no sólo de reflexión, sino también de prácticas contraculturales? Frente al sedentarismo online, trabajo manual y cuerpos en movimiento; frente al descarte, reciclaje y manualidad; frente al consumo materialista y el mandato de la productividad maníaca, disfrute improductivo; frente al odio de la otredad, debate civilizado y trabajo en equipo; frente a la adolescentización del mundo adulto, asimetría responsable; frente al sálvese quien pueda, normas; frente a la porosidad entre la esfera pública y la privada, hiato y pausa; frente a la serialidad automatizada, artesanía; frente al achatamiento estético, la belleza del arte y la expresión; frente al terraplanismo conceptual, verdad científica. Retomado este último par que me gusta citar, que figura en el himno de mi escuela secundaria -que a su vez le robó al poeta romántico John Keats-, “Belleza y Verdad” es un buen punto de partida para pensar la educación y la escuela. Y resulta que hoy por hoy reivindicar la Belleza y la Verdad es efectivamente una posición contracultural. La Belleza como admiración ociosa de una obra que humanos pasados les han regalado al resto de nosotros y nosotras, para que nos inspire y nos reconforte, para que nos acoja. La Verdad como punto de partida del estudio, del rigor, del trabajo, del compromiso en comunidad con los demás a partir de la honestidad intelectual, a través del lenguaje y lo que fuimos hallando en siglos de descubrimientos acerca de cómo funciona el mundo y nuestra especie -y las otras especies- en él. Una dimensión central de todo esto, retomando lo dicho en la primera entrega sobre que los docentes somos siempre la variable de ajuste de las reformas educativas, tiene que ver con lo edilicio. A los edificios escolares les dedicaré una entrega entera, pero hace un tiempo que vengo pensando que ahí está la síntesis de las expectativas que una sociedad le pone a las futuras generaciones. Escuelas palacio, escuelas funcionales con gimnasio y pileta, escuelas rancho, escuelas útiles pero cuadraditas que podrían ser una prisión: cada edificio escolar dice algo acerca de la relación de las dirigencias político-empresariales con el futuro del país. ¿Y si pensamos edificios escolares bellos? ¿Cómo sería la actitud de los docentes y los alumnos en un lugar hermoso? ¿Cambiaría su predisposición al trabajo?
- La educación debe ser pensada de forma integral. Retomando algunas ideas que ya planteé, no podemos pensar la educación, ni a las escuelas, sólo a partir de “especialistas” en Ciencias de la Educación -en sus diferentes orientaciones- o de lo que podamos aportar los docentes. Si la educación, el futuro de las nuevas generaciones, tiene la importancia que se enuncia, debe ser un diálogo interdisciplinario, permanente, constante, global acerca de la formación integral de las personas. Por caso, si uno de los desafíos que presenta occidente -y concretamente nuestro país- tiene que ver con la caída abrupta de la natalidad, y eso tiene una relación directa con las demandas que se le presentarán en los próximos años a nuestro sistema educativo, ¿Cómo no convocar demógrafos para analizar estas dimensiones? ¿Qué impacto tiene este fenómeno en nuestras formas de habitar el territorio? ¿No deberíamos convocar a urbanistas y arquitectos a pensar este problema? Frente a la definición -siempre tentadora para quienes no pertenecen al mundo educativo- acerca de qué enseñar en la escuela -o sea, establecer el currículum-, ¿Por qué no sumar a las voces corporativas que suelen participar de ese debate -empresas, sindicatos, fundaciones de todo tipo y color, embajadas- a filósofos e historiadores del arte y de la ciencia? ¿Quién nos puede ayudar a pensar un nuevo esquema del trabajo docente, por definición un empleo público, más allá de los sindicatos y especialistas en derecho laboral? A riesgo de repetirme: no se trata de convocar a “partes interesadas” directamente en lo educativo, sino de abrir el debate a reflexiones integrales acerca del devenir de la humanidad, sus expectativas, sus visiones más optimistas y pesimistas, sus luchas en las formas de ver el mundo.
- El sistema educativo debe proponer valores trascendentes. Retomando los momentos fundantes, de proyección al futuro, de nuestro sistema educativo es necesario pensar estas líneas. El subsistema privado, en el que la Iglesia Católica tiene un protagonismo central, tiene este problema resuelto: sus escuelas y docentes adoptan una misión engarzada con la doctrina de ese culto. En el subsistema público, sin embargo, hace rato que se perdió ese sentido -pensado inicialmente, como dije antes, en la ciudadanía liberal, con valores patrióticos excluyentes y violentos durante un buen tiempo, en torno a la identidad obrera durante el peronismo. Con la recuperación democrática no hay un solo sentido sino cientos de miles: la Patria en su sentido excluyente, el Orden en su sentido fascista, la Emancipación en su sentido sesentista, la Civilización en su sentido roquista o en un nuevo sentido de debate normado entre iguales, el Mercado como último fin, y pueden seguir los etcéteras. En los profesorados puede haber discusiones en torno a esto a partir de la historia del sistema -mucho menos presentes en las universidades que forman docentes-, pero sin llegar a ninguna conclusión en este presente, como si el pasado -y esas discusiones- estuvieran muertas, fosilizadas, y no hubieran dejado ideas tras de sí. Un poco estos principios que enumeré podrían ayudar a pensar cuál sería la Misión de nuestro sistema educativo, o al menos si debe haber una -yo creo que sí, pero es tan difícil en una democracia occidental y federal baqueteada-. ¿No tienden algunas de estas ideas hacia algo así como la justicia social? ¿Qué necesitaríamos para que la justicia social fuera el principio rector, la misión, el eje del sistema educativo? ¿Qué necesitaríamos para que no se transforme -como tantos fenómenos políticos- en su propia caricatura, después de un tiempo, capaz de engendrar a sus propios sepultureros? De esta manera ese mandato trascendental debería ser por principio opuesto al tan mentado “adoctrinamiento”, que en el estado de situación actual son simplemente bajadas de línea inútiles, muertas antes de nacer.
Este punteo breve puede parecer -y probablemente sea- contradictorio, paradójico, inaplicable. Como escribí en la entrega anterior, se trata de ideas sueltas sin pretensión de factibilidad, sino para sacarlas fuera de un cerebro demasiado alienado con aulas gélidas y pintarrajeadas, y colegas que repiten las mismas quejas hace 14 años. Si alguna externalización llega a tener toda esta verborrea, en todo caso, tal vez podría ser para abrir alguna conversación más centrada en la imaginación, en el deseo, en volver a hacer de la escuela un espacio realmente vital, erótico en el mejor de los sentidos.
Publicada el 27 de julio de 2024
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