Cambalache, refugio o trinchera: opinan las especialistas

Fotografía: Archivo Hasenberg-Quaretti

Escuela, noviembre. Susana, la directora se dirige a la seño Antonella quien empezaba su única hora libre. Lo que se transcribe es ficción, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

—Vengo a comunicarle que acabamos de activar el protocolo por el caso de su estudiante. Gracias a su oportuna intervención, hicimos lo que había que hacer.

—Uff, bueno, está… Menos mal. Pero qué quiere que le diga… Yo sinceramente no puedo más. ¡Hace dos días que no duermo, Directora! Tengo unas ganas de ir a agarrar a ese malnacido…

—Eeeh, momento, momento… ¿Quién se cree que es usted? ¿La Mujer Maravilla?

—No, pero no me va a decir que a usted no le afecta. A cualquiera con un poco de corazón se le revolverían las tripas.

 —Si me afecta o no, acá importa poco. Yo estudié para maestra. No para abogada ni policía ni trabajadora social. Por suerte, hay quienes sí lo hicieron.

—Pero nunca hacen nada. Ya sabemos cómo termina todo. Eso es lo que me da más bronca.

—No creo que nunca hagan nada. De nosotras dicen lo mismo ¿o no? Y vaya si hacemos…

—Pero la escuela tiene que dar respuesta, por favor. ¡No podemos dejar solos a nuestros pibes!

—No lo hacemos. ¿Usted tiene pensado retirarse tan pronto?

—Por supuesto que no. Pero me siento profundamente impotente. Si ya no sé que caraj… perdón… no sé que hacer con esto… En serio… No sé…

—Comprendo. Pero me parece que se siente tan impotente porque primero se creyó omnipotente.

—¿Cómo? No la entiendo.

—Que si usted llegó pensando que todo lo que creía y que todo lo que quería lo iba a resolver, entonces ya estaba destinada al fracaso. Nadie puede con todo. Usted no es la salvadora en la catástrofe. No es la redentora de los “miserables del mundo” ni la heroína de la película.

—Bueh… Ahora comprendo yo… Veo lo fácil que es caer en la resignación. Quizás sean los años en la escuela, pero disculpe que se lo diga: me resisto a pensar así. ¡No quiero resignarme!

—¡Y yo no le estoy pidiendo que baje los brazos! Mire que yo tampoco tiré la toalla ¿eh?

—¿Y entonces qué hago? Si usted me está diciendo que no puedo hacer nada.

—No le dije eso. Digo que lo que usted puede hacer es aquello que mejor sabe hacer: enseñar.

—¿Enseñar qué? ¿Le parece que podemos seguir hablando de “las fracciones equivalentes” o de “la locomoción de los invertebrados” cuando pasan cosas como esta?

—¡Pero sí! ¡Claro que sí! Ahora es cuando. Más que nunca, compañera. La Poesía, la Historia o el Teorema de Pitágoras no se negocian.

—No sé. No le veo ningún sentido. Me parece absolutamente descolocado de la realidad.

—Descolocado es salir a hacer justicia por mano propia. O quedarse llorando en un rincón por la crueldad social. Usted puede mostrarles los tesoros del mundo. Y toda su belleza. De eso sí sabe.

—¿De qué belleza me habla? Sin ofender se lo digo, pero me suena a un cuadrito de “La Señorita Olga” con violines de fondo…

—Lo que usted hace, escuche bien, no lo hace nadie más. No se consigue en otro lado. Y noto que, empañada por la bronca, ahora no alcanza a verlo. ¿No se acuerda cuando hace poco Lucía le dijo “gracias” entre lágrimas porque usted le hizo escuchar una vidalita de Yupanqui? ¿Y del silencio del bocón de Kevin cuando les narró la leyenda? ¿Y cuando la mamá de Brisa la abrazó a la salida porque la nena le pidió un libro de regalo?

—Sí, claro que me acuerdo. Esas cosas no se olvidan. Pero son tan poco…

—¿Poco le parece? ¿Y cuando Valentina le explica un problema de matemática a Javi y él se lo agradece con una sonrisa? Y cuando Jesús se quedó con la boca abierta al escuchar a un compañero tocar el charango, que sin usted jamás se hubiera animado… y cuando Marcos se paró frente a toda la escuela en el acto de octubre para decir que “acá en América somos todos hijos de los indios”… o cuando sus estudiantes desatan nudos en ronda… o también cuando estudian alegres sobre los animales para enseñarle a las pulguitas de primer grado… y además cuando dibujan, escriben o conversan lo que sienten para entender mejor lo que sienten… ¿En serio? ¿En serio todo eso le parece poco?

Antonella, al finalizar la jornada, ingresa a la dirección. Susana la mandó a llamar por Carlitos, el maestranza. Ninguna de las dos se olvidó del cruce matinal, que vuelve a comenzar, inmanente, como en un loop.  

—¿Sigue deprimida, compañera? Me parece que está viendo mucha tele, usted.

—Dele, que no estoy de humor… Y yo no miro la tele: miro la realidad y con eso me basta.

—Una parte de la realidad mira.

—Sí, claro: la que tengo alrededor.

—Bueno, pero de esa realidad que tiene alrededor, también mira una parte nomás.

—Hmm… No sé. Temo que me proponga volverme insensible. Y con eso no voy a ningún lado.

—No digo que haya que ser insensible. Se trata de identificar nuestros límites…

—¡Ahí está! Ya veo. Qué optimista se volvió. ¿Serán esas las consecuencias del desgaste?

—¡Epa, epa! “Desgastados” los trapos… ¡Por favor! Y no es pesimismo lo mío. Cuando reconocemos nuestros límites, vemos nuestras posibilidades. Es la única manera.

—Unas “posibilidades” que parecen muy pocas. Y cada vez menos ¿o no?

—No sé si antes eran más. Quizás tan sólo lo creíamos. Y ahora podrán ser pocas, sí. Pero son.

—Solo falta que me diga “algo es algo, peor es nada”.

—¡Cómo le gusta el tango a usted, señorita! No niegue la adversidad, pero no se desmorone.

—¿Y qué quiere que haga? Si esto me supera. Nos supera.

—No nos supera, porque no somos pocos, compañera. ¡No está sola! Sobre las ruinas somos muchos construyendo. No caiga en las trampas de la amarilla desilusión. Y piense que lo que los estudiantes hacen acá no lo hacen en ningún otro lado. Y aunque vivan en barrios distintos y vistan una piel distinta o lleguen mejor a fin de mes con la miseria que les pagan a sus familias… Pero es acá. No en las redes de las pantallas, ni en la esquina, ni en el consumo escaso.

—Justamente… ¿le parece que esto sirve de algo si cuando salen de la escuela llegan a esos pasillos inmundos, a calles con olor a pólvora, a un barrio donde ya no hay más códigos?

—Acá no hay tiroteos: hay un techo y un rato de silencio. Y pedazos de mundo para mirar. Hay tiempo para pensar. Hay refugio. Acá pueden ser los niños que afuera no. Porque además hay algunas reglas. Tienen un ahora sí y ahora no, una agenda: un mañana que retoma lo de ayer. Acá hay una propuesta. Y especialmente, una tarea que los pone a pensar y a hacerse cargo de lo hecho.

—Una tarea que nadie valora. Y que no sé si todavía tiene sentido… ¿No cree que hay cosas que enseñamos que ya están para descartar?

—No. No lo creo. Creo que aprender sobre la vida de Belgrano, sobre la selva misionera, sobre la vivienda de los esquimales o la función de los riñoñes no sirve para “vencer en la vida” o salir de pobres, pero son salvavidas contra el vacío. Y, si son bien enseñados, colocan en posición de dignidad. Ayudan a levantar la frente.

Acá no hay tiroteos: hay un techo y un rato de silencio. Y pedazos de mundo para mirar. Hay tiempo para pensar. Hay refugio. Acá pueden ser los niños que afuera no. Porque además hay algunas reglas. Tienen un ahora sí y ahora no, una agenda: un mañana que retoma lo de ayer. Acá hay una propuesta. Y especialmente, una tarea que los pone a pensar y a hacerse cargo de lo hecho.

—¿Qué frente? ¿Realmente cree que saber sobre la Primera Junta aporta a la dignidad?

—Si es para repetir como loros, no. Pero si es para saber de dónde venimos, claro que sí. Porque ya sea con Mariano Moreno, con la Cordillera de los Andes o con una calabaza, se trata de nombrar el mundo. Y quien nombra señala y apunta. Y los señalados tiemblan.

—Sí, pero resulta que después afuera solo importa la guita y el éxito material. Nada de eso es valorado por esta sociedad horrible que los condena a ser sirvientes o esclavos, barrabravas o barriletes… y eso encima si no se “salvan” solitos y después se olvidan de dónde salieron.

—Siglo XXI ♫ problemático y febril…♫ Todo es igual, ♪ nada es mejoooor…♪ ♫. Pero cortelá de una vez con la letanía. Y dése cuenta que sin lo que usted hace todo sería peor. Puede parecer ingenuo, pero para muchos es el impulso para escapar al miedo, para saltar de la cama, para encontrar un sentido. ¿Usted no ve lo contentos que vienen a clase sus estudiantes? Si hasta en días de terrible lluvia los tiene acá, con las medias empapadas, pero con la carpeta abierta.

—Lo veo. Pero no dejo de pensar que cuando vuelven a sus casas no los espera la sopa caliente.

—Lo más grave no se repara haciendo dibujitos ni resolviendo cuestionarios, claro. El buey de la voluntad individual nunca alcanza. La escuela no mata culebras y un pizarrón siempre queda ridículo para combatir las injusticias. Pero siempre es más que nada. No se olvide: acá los pibes renacen de la sordidez y del espanto… Mírelos, que ahí vienen. Vaya nomás.

—¡Hola, seño! ¡Te extrañé! Ya hice toda la tarea… ¿Y no que hoy nos ibas a leer un cuento?

Publicada el 28 de noviembre de 2021.


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Horacio Cárdenas

Horacio Cárdenas (Buenos Aires, 1976) es maestro de escuela. Vive en la República de Mataderos, Ciudad de Buenos Aires. Egresado de la Escuela Normal Nº 4 en el 2002, trabajó en varias aulas, de aquí para allá, hasta que en el 2007 llegó a la Nº 15 del distrito escolar 13, en el barrio de Lugano, escuela pública gigante donde junto con compañeras y compañeros construyeron proyecto colectivo. Desde 2004, junto a maestras y maestros, forma parte de un grupo de reflexión sobre la práctica bautizado Luis Iglesias, en homenaje al gran maestro argentino. Incursiona también en la formación docente, compartiendo lo aprendido, en torno a la enseñanza de la matemática en distintos profesorados.

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