En una institución que hace de la palabra su eje vertebrador, hay una idea que presenta emergentes cotidianos pero no se nombra: la pandemia. ¿Pasamos demasiado rápido de página? ¿Es muy pronto para trabajarla, habiendo sido un proceso colectivo traumático tan reciente?
Mucho se escribió, se pensó, se habló y se debatió sobre la pandemia. Si las escuelas tenían que abrir, si la virtualidad fue útil, si los chicos y chicas estaban sufriendo, si estaban aprovechando más tiempo con los adultos en sus casas, si las desigualdades empeoraron, si las crisis económicas previas o posteriores fueron una causa o una consecuencia y si la vida se transformaría para siempre después de esa experiencia. Tantas fueron las dudas, las preguntas, los cuestionamientos a las políticas públicas y a las formas en que se sostuvo la docencia en actividades no presenciales, que resulta llamativo cómo luego el tema pareció evaporarse de la agenda pública.
A partir de una investigación en curso sobre las infancias en la pospandemia, tuvimos una serie de conversaciones con especialistas que trabajan con niños y niñas en edad escolar para analizar la experiencia de lo vivido pero más que nada la actualidad de las infancias en las escuelas y en su sociabilidad más amplia. Docentes de escuelas primarias, pediatras, psicopedagogas, fonoaudiólogos, trabajadores sociales, abogadas de familia y educadores de espacios comunitarios de distintas regiones del país fueron algunos de los consultados. En estos diálogos aparecieron relatos muy variados sobre distintos emergentes que observan en las infancias y que, conjeturan, tienen algo que ver con la experiencia de la pandemia y del aislamiento prolongado. Dificultades en la sociabilidad con pares, que se expresan en problemas para participar de juegos con compañeros y de sostener actividades compartidas; resistencia a entrar a la clase o a permanecer sentados, falta de concentración e irritabilidad y ansiedad; apego excesivo a la figura de alguno de los padres; distancia corporal y dificultad para el contacto con otros, fueron algunas de las cuestiones que surgieron, en forma reiterada, en esas conversaciones.
Otros relatos dan cuenta de problemáticas más agudas que llevaron a derivaciones con especialistas: retrasos o problemas en el desarrollo del lenguaje, tanto de la producción oral como de la lecto-escritura; problemas conductuales y emocionales más severos, con cuadros de angustia, ansiedad o depresión (sobre todo en púberes y adolescentes). En estos casos, nos cuentan, se ven más derivaciones a tratamientos médicos o psicológicos, que sorprenden por la frecuencia más alta de lo común. Muchas veces, esos diagnósticos que llevan a consultas con especialistas, parecen al comienzo encuadrarse en algún tipo de trastorno del desarrollo, pero muchas veces se terminan resolviendo con algo de tiempo. Para algunos niños y niñas, hubo procesos de maduración y aprendizaje, que se hacen con pares y por fuera del espacio familiar, que no ocurrieron o se retrasaron a raíz del cierre de las escuelas y de otros espacios de sociabilidad infantil. Con un tiempo no muy prolongado (entre 3 y 6 meses, según los especialistas) de tratamiento y seguimiento junto con el retorno a la escuela y a la vida cotidiana, en algunos casos se pudo desestimar el diagnóstico inicial.
Ahora bien, pese a todas estas manifestaciones que los adultos reconocen y puntúan como consecuencias asociadas a la pandemia en las infancias, parece que “de eso no se habla”. En muchas de las entrevistas nos encontramos con esta constatación que tiene miradas diversas pero que convergen en un mismo diagnóstico: no hay un procesamiento explícito colectivo (en espacios con otros) de lo vivido en ese tiempo. Según la mirada de Gabriela, psicopedagoga, los adultos quisieron, o más bien necesitaron, dar vuelta la página muy rápido. “Hay una actitud evitativa, no hubo una elaboración, no nos dimos el tiempo para pensar en lo que nos pasó, y les exigimos a los chicos que siguieran nuestro ritmo”. Para otros, como Mariela, que se desempeña como trabajadora social en un juzgado, no se habla de la pandemia porque “hay una necesidad de reponerse, que ni siquiera es consciente, pero hoy tal vez no lo traemos a la mesa porque moviliza muchas cosas y recuerdos traumáticos”. La excepcionalidad de lo vivido en la pandemia se traslada a la necesidad de pasar la página, de retomar una vida “normal” de la forma más rápida posible y entonces, revivir lo ocurrido en forma de palabras, procesamiento grupal o individual y de intercambios en las escuelas o espacios no curriculares no aparece como una necesidad sino, más bien, como algo a evitar por su peso emocional y por su “negatividad” como tema y como etapa vivida.
Los docentes tanto de escuelas públicas como privadas, y de espacios extracurriculares, coinciden en que observan dificultades en los chicos y chicas con los que trabajan y asumen que éstas podrían ser consecuencia del período extenso de aislamiento, pero también plantean interrogantes acerca del uso excesivo de pantallas que ya venía ocurriendo y que la pandemia no hizo más que acelerar. Juan, docente de una escuela privada en CABA, dice que “la pandemia aceleró todo un proceso que se viene dando con los teléfonos, las redes sociales, el TikTok y toda esa cuestión de atención de corto plazo, la rápida satisfacción”. Otros docentes coinciden en que el rol de las pantallas ya era una preocupación dentro y fuera de la escuela pero que la pandemia aceleró el ingreso de niños y niñas cada vez más chicos pero, también, aumentó los tiempos de exposición a la vez que se redujo la supervisión y el seguimiento por parte de los adultos.
Lo cierto es que notan entre los chicos más pequeños, que hoy tienen cuatro o cinco años y que atravesaron la etapa formativa del lenguaje en el aislamiento, muchas dificultades en la producción oral, en la pronunciación o la entonación de las frases. En los grupos de tercer o cuarto grado (que estaban en sala de 5 o primer grado en el año 2020) observan dificultades en la lecto-escritura y notan que hay más derivaciones a terapias diversas, con algunos de los especialistas que ya mencionamos (psicopedagogía, psicoterapia y fonoaudiología son los más comunes). También señalan que, entre colegas, alguna vez mencionan la pandemia, cuando aparece alguna dificultad, de forma más bien esporádica, pero que los chicos y chicas no hablan del tema ni se cuela entre sus juegos o producciones artísticas, al menos no en forma evidente. Desde las propuestas de la escuela tampoco se menciona el tema. En las entrevistas encontramos dos posiciones respecto de la no-presencia de la pandemia como tema, como problema y como causal de muchos de los emergentes con los que trabajan docentes y profesionales cotidianamente: quienes se sorprenden de que no se hable y quienes entienden que no es momento aún de hacerlo. En esta tensión, no tenemos certezas acerca de si es el momento adecuado de darse espacios para la reflexión y la elaboración colectiva o quizás sea necesario un tiempo más largo para comenzar a poner en actos y en palabras lo vivido. Después de todo, se trata de procesos muy recientes.
Otra explicación para que la pandemia no emerja naturalmente como tema cotidiano es la saturación: pandemia, alcohol en gel, vacunas, casos, muertes, respiradores, escuelas, cierre, plazas, aislamiento, síntomas, contacto estrecho son algunas de las palabras que escuchamos, repetimos y encarnamos miles de veces entre 2020 y 2021. La necesidad de dejar atrás ese período negativo, hostil, cargado de emociones que aún no podemos nombrar se interseca, también, con la diversidad de las experiencias individuales. Las familias que perdieron miembros en la pandemia no tienen el mismo registro que quienes no tuvieron que lamentar fallecidos; quienes se enfermaron no recuerdan ni registran lo mismo que quienes no… y así podríamos seguir con una lista infinita que incluye limitaciones de alimentación, trabajo y tareas de cuidado.
Por eso, pensar en la pandemia en el plano individual, familiar, grupal, social, económico, cultural (entre tantos otros planos posibles) moviliza necesariamente dos planos: la necesidad de dejarla en el pasado pero la exigencia de vivir el presente con sus (nuevas) exigencias potenciadas por el paso a través de esa experiencia. No se habla de la pandemia pero se convive cotidianamente con sus emergentes, sus secuelas, sus consecuencias, sus huellas. Y son esas huellas que dejó la pandemia las que, aunque no las mencionemos, siguen estando presentes. En cada intervención frente a una pelea de dos niños por una pelota, en cada pedido de que se sienten en el banco a prestar atención, en cada reunión de familias y en cada sugerencia de derivación. ¿Debería hablarse más de la pandemia? No lo sabemos. ¿Sería bueno que ocurriera? Tampoco lo sabemos. Pero en la combinación entre no hablar de lo vivido y el aumento de problemas vinculares, de desarrollo, de comunicación y de aprendizaje emergen preguntas incómodas: ¿cómo salieron las infancias de la pandemia? ¿Qué intervenciones serían necesarias para contribuir a un procesamiento de lo vivido por parte de las infancias y sus familias? ¿Qué tipos de acompañamiento podrían ser productivos para el aprendizaje y la socialización de la pospandemia? Todas estas preguntas quedarán pendientes de respuesta pero son, a su vez, una puerta de entrada a la tematización y a la revitalización ya no de la pandemia sino de la contemporaneidad de las infancias, sus demandas, sus necesidades, sus transformaciones y sus deseos. De eso sí tenemos que hablar.