Alejandro Morduchowicz es obligado a elegir un solo tema para pensar la educación argentina en pos de su supervivencia.
Me abandonan en una isla. Para sobrevivir me dicen que elija solo un tema para pensar la educación argentina. No dos o tres, uno. Como diría Asimov, creo que es una suerte no tener que proponer varios. Porque hay muchas cuestiones compitiendo por un segundo o tercer lugar en el podio. Por mencionar algunas, están el financiamiento, el estatuto docente, el federalismo, la psicogénesis (hace un año no la hubiera incluido), la formación inicial, la historia, la organización escolar, las desigualdades… Pero como solo puedo uno, agradezco no tener que optar. Y no lo dudo: la educación privada.
También estoy contento porque no especifican que deba decidirme por un problema. Eso sí sería un desafío. ¿Cuál sugerir? Los clásicos están en un pie de igualdad: aprendizajes, cobertura, repetición y abandono. No, la instrucción es clara. Un tema, no un problema. Y reafirmo mi opción.
No piden que desarrolle los motivos, pero como tengo tiempo hasta que regresen por mí, aprovecho para ordenar las ideas en caso de que pregunten el porqué de la elección. No es muy difícil justificarla: la educación privada atraviesa varios de los nudos críticos señalados. En cambio, si eligiera alguno de ellos, cualquiera, no importa cuál, se agotaría en sí mismo o dejaría a un lado algunos puntos medulares. Veamos cómo y por qué creo que es posible pensar nuestra educación a partir de mi disparador.
Algunos datos
Poco más de una cuarta parte de los alumnos del país asiste a escuelas del sector privado. Cuatro provincias concentran el 73% de la matrícula privada: la de Buenos Aires (PBA), la ciudad homónima (CABA), Santa Fe y Córdoba. Por eso la relevancia del sector en estas jurisdicciones es mayor que en las demás. Por ejemplo, en CABA casi la mitad de sus alumnos va a escuelas de ese tipo de gestión. En la PBA el porcentaje es algo menor, pero de todos modos alto (un tercio del total). En las otras dos, en preescolar y primaria, es un 27%, pero en secundaria en Córdoba el 40% de sus alumnos asiste a establecimientos privados y en Santa Fe el 32%.
En el resto sucede algo llamativo. En el preprimario y primario, en la mitad de las provincias menos del 15% de las familias elige la alternativa privada. Pero en el secundario en la mayoría de las jurisdicciones es a la inversa: más del 15% se inclina por esta. Parecería, así, que el comportamiento de los hogares es diferente según nivel educativo: en los dos primeros optan por escuelas públicas, en el tercero, la elección privada es más alta.
Estas pocas cifras ya permiten disparar algunas inquietudes para indagar sobre nuestro sistema educativo (y sustentar mi preferencia por este tema): ¿La elección de las escuelas privadas es un fenómeno mayormente de CABA y de las otras tres provincias? ¿Se trata de un problema de (falta de) oferta? ¿O su expansión allí se debe a percepciones sobre su calidad? De ser así, ¿por qué la diferente actitud entre jurisdicciones?
Como si estas preguntas no bastasen por sí solas, la evolución reciente dispara algo más inquietante aún: en los ’90 -la década por antonomasia de la retracción del sector público argentino- la matrícula estatal volvió a crecer. Para acentuar la perplejidad, unos lustros después -en una década de gran crecimiento de ese mismo sector público- la participación de la matrícula privada volvió a aumentar.
Por último, vayamos un poco más atrás: habiendo tenido la importancia que tuvo el Estado nacional en el desarrollo de nuestra educación, ¿cómo llegamos a esta situación? ¿cuándo comenzó el ascenso del sector privado? Durante la década de 1940 la matrícula de estas escuelas no superaba el 7% en el nivel primario y el 30% en el secundario. Pero en 1947 comenzó un cambio de posicionamiento frente al sector. Sí, en ese momento político. En paralelo, mientras se accionaba a favor de las escuelas particulares, el Estado incrementaba las secundarias públicas a tal punto que en menos de una década la participación privada cayó 10 puntos porcentuales.
Plagada de evidencia tan peculiar, ¿cómo no elegir esta cuestión para pensar nuestro sistema educativo? Pero hay más.
Un poco de historia
Durante la segunda mitad del siglo XX, la educación privada alcanzó un gran desarrollo en el país. Algunos elementos claves en su impulso y consolidación fueron:
a) el completo reconocimiento de estas escuelas como “unidades administrativas técnico-docente” públicas, aunque de gestión privada,
b) la mejora en las condiciones de trabajo y la estabilidad del personal docente en dichas escuelas,
c) la aceptación de títulos habilitantes o supletorios para el ejercicio particular,
d) la validez de los títulos otorgados a sus alumnos (se eliminaron los exámenes que hasta ese momento eran necesarios para acreditar los estudios del nivel medio de las escuelas particulares),
e) la creación del Servicio Nacional de Enseñanza Privada (la SNEP) que conformó un régimen de supervisión separado de las escuelas estatales (prácticamente llegó a ser un ministerio de educación paralelo), y
f) el otorgamiento regular y sistemático de subsidios (hasta 1947 habían sido esporádicos; los obtenían gracias a la capacidad de gestión de los beneficiarios ante las autoridades políticas).
Este último asunto podría considerarse como el primer paso de un largo camino hacia la consolidación y expansión posterior del sector. Más aún si se atiende a los alcances de la desregulación que tendría lugar en los años siguientes y que esbocé en los otros puntos.
Hay más normas, muchas más. Esto es solo una pequeña muestra. Pero suficiente para entrever que el Estado tuvo una posición de liderazgo en la generación de condiciones para expandir el sector privado en educación. Incluso desde un punto de vista estrictamente económico, los subsidios y desregulaciones a las escuelas particulares permitieron que compitieran con sus pares estatales. En buena medida, más que sobre la educación privada, indagar en su historia es estudiar lo que el Estado, en cada momento, concibió respecto a cómo esta debía funcionar.
Los subsidios
Como si el punto anterior no fuera también un motivo suficiente para sustentar mi elección, el aspecto financiero dispara una tercera y determinante razón.
Quizás lo que torne tan apasionante el tema en nuestro medio son los subsidios que reciben muchas escuelas particulares. Si no los tuvieran, sería un asunto sobre el que conversar, seguramente, pero con menos fervor. Investigaríamos sobre las diferencias en el desempeño respecto de las públicas, sobre el origen socioeconómico de su alumnado y, en el mejor de los casos, propondríamos algunas hipótesis, pero muy probablemente seguiríamos de largo con otro asunto. Algo similar a lo que sucede con las escuelas de élite e independientes del financiamiento estatal; sabemos que existen, están ahí, pero no generan posiciones encontradas.
En Argentina, la polémica (cuando la hay) es sobre dos dimensiones: la eficiencia y la equidad. Rara vez emergen las implicancias en términos de cohesión social y libertad de elección. Respecto de la primera, al fomentar su expansión y variedad por la vía de subsidios, ¿no se estaría corriendo el riesgo de limitar o inhibir el conjunto de experiencias comunes que deben tener los alumnos? En cuanto a la libertad de elección, de no favorecer o promover esa mayor diversidad y, por lo tanto, la posibilidad de optar por el tipo de escuela que las familias quieren para sus hijos, ¿no se estaría atentando contra un principio básico de una sociedad democrática?
Dos puntos impresionantes. Me tranquiliza que no se discutan por nuestros lares; me evita tener que profundizar. Gracias a eso, y a que solo quedan unas horas hasta que regresen por mí, me centraré en los otros dos.
La eficiencia
Esta implica la posibilidad de hacer más con los mismos recursos o hacer lo mismo, pero con menos. Así de sencillo. En Educación son muchas las aristas desde las que se la puede abordar. Por ejemplo, aumentar la cantidad de alumnos por sección significa una mayor eficiencia… siempre y cuando no disminuyan los aprendizajes (si caen, se estarían empleando menos recursos, pero se estaría obteniendo menos; eso no es una mejora).
Con esto en mente, veamos algunas de las observaciones que se han hecho para el caso argentino. La primera es que el subsidio por alumno de escuelas privadas es menor que el gasto por alumno del sector estatal. ¿Qué significa esto? Que al Estado le cuesta más un estudiante público que uno privado. Así, según esta línea argumentativa, si en el extremo todas las escuelas fueran particulares, pero subsidiadas, la sociedad se ahorraría mucho dinero. O, en el otro extremo, si todas fueran públicas, el Estado debería asignar más recursos que los actuales.
Esto es cierto, sí. Pero parcialmente cierto. Porque mientras las escuelas estatales se sostienen solo con el financiamiento público, las privadas en su conjunto (no cada una por separado) lo hacen con los subsidios y los aranceles que pagan las familias. En rigor, para comparar ambos tipos de escuelas hay que contrastar los montos totales: el gasto por alumno de la pública vs. el subsidio más esos aranceles (también por alumno) de la privada. Es decir, hay que considerar todos los ingresos de las escuelas. En el país se estima que, en promedio, por estudiante, la suma de los subsidios más las cuotas de las familias de las escuelas privadas es más alta que el gasto estatal por alumno en las públicas. Nuevamente, ¿qué significa esto? Que si las escuelas privadas solo recibieran los recursos públicos, su capacidad de sobrevivencia se vería amenazada. O, posiblemente, no lograrían brindar el mismo servicio. Pero, como sí reciben otros ingresos, ese problema no existe.
Ahora bien, mirar solo el dinero es insuficiente. Dicho por un economista suena extraño, lo sé, pero es así. En rigor habría que indagar los resultados obtenidos con ese dinero. Es decir, si los alumnos aprenden más gracias a los recursos invertidos. Como en tantas otras cosas, en el país no hay información para saber cuestiones tan elementales como estas. Pero estando acá en la isla, solo como estoy, puedo especular un poco: supongamos que las escuelas privadas tuvieran mayores logros por cada peso que reciben por aranceles y subsidios. Bajo esta mirada, sería eficiente subsidiarlas (siempre y cuando lo que aporte una escuela privada a los aprendizajes -descontada la influencia de los factores socioeconómicos- siga siendo mayor a lo que aporta una pública).
Pero nos falta algo más para poder afirmar con seguridad eso: el efecto pares. Como sabemos, los estudiantes se influyen unos a otros. Debido a esto, los resultados individuales están correlacionados con los resultados promedio de su misma cohorte. Si los alumnos de niveles socioeconómicos y culturales bajos solo conviven en el aula con su mismo grupo de pertenencia, se podría profundizar la desigualdad en los aprendizajes debido a que solo se retroalimentan sus déficits o limitaciones. Por eso, estudiantes de bajo rendimiento se benefician al compartir su escolarización con los de alto rendimiento. La contribución es recíproca: un aula que integra alumnos de diferentes niveles de ingreso redunda en que los más favorecidos tengan actitudes más prosociales y generosas a la vez que son menos proclives a discriminar a los pobres. No estoy muy seguro de que este sea el caso de nuestro sistema educativo.
Si todo esto es así, y los subsidios a las escuelas privadas potencian o consolidan la segregación (que posiblemente era anterior a inscribirse en uno u otro tipo de escuela), el sistema educativo en su conjunto se ve impedido de alcanzar mejores resultados. De ahí no hay más que un paso hacia el perjuicio para la sociedad en su conjunto. Una situación de este tipo solo podría ser ineficiente. O mejor dicho, en sentido contrario, si se diera esa provechosa integración, el efecto económico sería positivo y, por lo tanto, mayor. Que no se logre no se debería (tanto) al subsidio en sí como a su diseño: a quién beneficia y qué efectos produce.
La equidad
A propósito de esto último, en Argentina hay una brecha entre el fin declarado del aporte estatal y cómo se instrumenta su distribución a las escuelas. Por ejemplo, según la provincia, las normas consignan que se deben tener en cuenta, entre otras, pautas de equidad tales como el contexto socioeconómico, la función social del establecimiento, el tipo de enseñanza, las necesidades de la escuela, o su finalidad en términos de lucro. Pero no dicen qué indicadores utilizar para asignar el subsidio. La interpretación e implementación de las regulaciones queda librada, en el mejor de los casos, al buen criterio e idoneidad de la autoridad de aplicación de turno.
Quizás no debería ser tan implacable ya que sí existe un parámetro. Es el arancel que cobran las escuelas: a mayor cuota, menor subsidio. Pero la relación entre lo que abonan las familias y lo que reciben del Estado no siempre es unívoca o proporcional. Además, la poca evidencia disponible muestra que hay escuelas con alumnos de estratos de mayores ingresos que reciben subsidios. Y como el presupuesto público a repartir es limitado, se inhibe su percepción por parte de otras escuelas del sector y con alumnos pobres.
En paralelo, esta situación tampoco sería consistente con el postulado de la libertad de elección ya que los subsidios no son universales; solo los perciben una parte de las escuelas. Se trata de una libertad disponible para unos pocos. Ahora bien, de brindar esa posibilidad a todo el sistema educativo, familias que antes enviaban a sus hijos a establecimientos arancelados y disponían del dinero para pagar las cuotas, se beneficiarían con los subsidios. Habría una redistribución de recursos a favor de alumnos de estratos socioeconómicos más altos o que estarían dispuestos a pagar un arancel.
Esta afirmación podría relativizarse: de todos modos, aun sin subsidios, los ricos podrían gastar más si lo deseasen; de hecho, ya lo hacen. Pero lo que antes era una decisión personal de los más acomodados y que se solventaba con sus propios ingresos, ahora se convertiría en un privilegio promovido por el propio Estado.
En fin, la argumentación y contraargumentación alrededor de los subsidios podría seguir eternamente. En Argentina existían desde hacía una década cuando Milton Friedman recién lanzaba su propuesta de vouchers (cupones). Aunque él la pensó como un subsidio por alumno y en nuestro país es por escuela, el trasfondo del debate es el mismo. Su idea disparó una fructífera y duradera discusión alrededor de la equidad del subsidio estatal a la educación.
Entonces, ¿a tu mamá o a tu papá?
Como con el interrogante infantil, me parece que no es la pregunta pertinente. Son nuestros códigos morales, nuestros valores, nuestros intereses quienes nos harán preferir para nuestros hijos y sociedad uno u otro tipo de escuela. Como señalara Henry Levin hace ya muchos años, ni la libertad de elección es un principio superior a la cohesión social ni la eficiencia es más importante que la equidad, o viceversa en ambos casos. Por eso la dificultad para arribar a posiciones unánimes o, de un modo menos ambicioso, a consensos.
En el parágrafo sobre el fetichismo de la mercancía Carlos Marx desliza uno de los pocos pasajes de su obra en el que se permite imaginar una futura “sociedad de hombres libres”. No, no habla ahí de la educación. Pero ¿podemos imaginarla nosotros? Posiblemente sería algo así como una educación comunal, sea lo que fuere esto. ¿Tendría sentido llamarla estatal o privada? ¿Existiría tal cosa? ¿Acaso el impulso y preponderancia estatal en Argentina no fue contingente a un período concreto de nuestra historia? ¿Será siempre así?
En rigor ¿por qué nos importa la propiedad de la escuela en una sociedad capitalista? ¿Debería importarnos? ¿No será, más bien, que nos debería preocupar en qué medida la escuela -más allá del tipo de gestión- logra cumplir sus objetivos? En Bélgica el 54% de los alumnos del nivel primario asiste a escuelas privadas; en la secundaria en Gran Bretaña es la impresionante cifra del 76%. En el otro extremo, en el país más pobre de Occidente, en Haití, 80% son alumnos de establecimientos particulares. En cambio, en Finlandia, 98% de los alumnos del nivel primario son de centros públicos. Evidentemente, la cuestión no es la propiedad ni el tipo de gestión. Por un lado, está el contexto y la historia de cada país; por el otro, quién o qué permitiría brindar las condiciones necesarias para una mejor escolarización y, por lo tanto, oportunidades. No, la discusión no es (solo) sobre la educación privada.
Oscurece. Veo que vienen por mí. Todavía no desarrollé otros puntos que hacen a mi opción y no son menos importantes. Por mencionar solo algunos, están los diferentes modelos de organización escolar, la libertad para conformar el equipo docente, la opacidad en los datos sobre los subsidios, la falta de información sobre los criterios para otorgarlos y el papel innovador que tuvieron (y tienen) algunas instituciones privadas en el país. Espero que su omisión no me juegue en contra. Ojalá acepten el tema que elegí para pensar nuestro sistema educativo. No sé cuál hubieran preferido ustedes. Ya sé, dirán que hay un asunto que compite con el mío y no lo mencioné siquiera: el rol del Estado en la educación. Pero, visto lo visto, ¿no es de este, precisamente, del que estuve hablando todo el tiempo?
Publicada el 18 de abril de 2022.
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