Un alumno con un recorrido accidentado. Una escuela que no termina de saber si puede incluir efectivamente a todxs. Un docente que mira lo que mira su alumno por la ventana: una gata en el patio.
Si no apoyaba alguna otra facción de su cara contra la ventana era porque las cavidades del rostro no se adecúan a la planicie del vidrio. Había en Huguito una intención de salir eyectado hacia afuera mientras que su cuerpo permanecía firme, arraigado al suelo. Una paradoja entre la quietud y el escape. El frente y el dorso le rendían culto al famoso “dos caras de la misma moneda”. Su parte delantera, conectada con el mundo exterior a través de la mirada, parecía querer señalar las ganas de irse, de estar afuera. Su espalda, paralela al aula, dejaba en claro que era el mensaje y mensajera a la vez.
Hace varios días que tenía planificado poder sacar a Huguito del aula para poder conversar con él a solas. Era importante que le quede claro que no era un reto, ni una indagatoria, era difícil transmitir que mi intención era poder generar condiciones, nada más ni nada menos, que para escucharlo.
Huguito es mi alumno desde que comenzó el año. Esto quiere decir que es estudiante de un 4to/5to de un grado de Aceleración. O sea, luego de haber transcurrido una trayectoria escolar algo sinuosa; entre familia y la escuela se acordó que Huguito se matricule en un 4to/5to grado. Brevemente explicaré que Aceleración es un programa socioeducativo que se dedica a reorganizar las trayectorias escolares de niñes con sobreedad. En el caso de esta escuela, se abre este grado que rompe con la gradualidad asociada con un rango etario. Lxs niñxs tienen entre nueve y doce años, avanzan a su ritmo en los aprendizajes que se prevén para la escolaridad primaria y hacen los dos grados a la vez.
En un comienzo, a Huguito se lo veía muy contento y comprometido con su nuevo grado y el aprendizaje. Producía escritos en los que se destacaba su vocabulario, se involucraba con los proyectos de aula. Sin embargo, en este último tiempo viene muy enojado con la escuela. Pues así lo manifiesta. Pareciera rechazar su lugar de estudiante en forma permanente y viene muy violento: “yo respeto a quien se me canta el orto”, “llamá a la vicedirectora que la puteo”, “hoy voy a hacer mucho quilombo para que me vengan a buscar”. Insulta a sus compañerxs, los discrimina, hace ruido con el banco durante largos periodos de tiempo sin que se pueda establecer ningún tipo de comunicación en paralelo.
¿Qué le pasa a Huguito? ¿Cómo volver a convocarlo a la tarea? ¿Cómo producir ese pasaje que ubica una colega del campo educativo, del qué hacer educativo hacia el quehacer educativo?
Volvamos a la ventana.
Hace varios días que tenía planificado poder sacar a Huguito del aula para poder conversar con él a solas. Era importante que le quede claro que no era un reto, ni una indagatoria, era difícil transmitir que mi intención era poder generar condiciones, nada más ni nada menos, que para escucharlo.
La tarde estaba en marcha, había decidido llamarle la atención lo menos posible para que no haya interferencias en mi objetivo. Antes del recreo, me acerco y le digo, “Hugui, después en la clase de Inglés tengo ganas de que charlemos un ratito fuera del aula. ¿Puede ser?” sacudió la cabeza y se fue corriendo. Sabía que no iba a ser fácil. Volvimos del recreo y una colega me cuenta que lo había retado por estar solo en el aula jugando con un objeto peligroso. El encuentro íntimo se me escurría. Acto seguido, la escena del comienzo del relato. Me acerqué, le puse una mano en el hombro. “Hugui, ¿vamos afuera? Ya le avisé a la seño de Inglés que salíamos un ratito y me dijo que todo ok” (sabía que la hora de Inglés podía ser un buen momento porque había habido algunos episodios tensos en el marco de su clase, podría ser distendido salir del aula). Parafraseé la pregunta con un montón de inflexiones pero ninguna surtía efecto. Pausé. No era insistiendo ni poniendo otras palabras de envoltorio a la misma oferta. Debía girar el discurso: ¿Qué miraba? Me detuve a observar con él por la ventana tratando de rastrear si había algo que estuviera magnetizando su atención. ¡Eureka! Había un gato en una suerte de patiecito interno de la escuela al que lxs niñxs no suelen acceder. “Ah, Hugui, estás viendo al gato” No me respondió. “¿Querés que vayamos a verlo?”. Finalmente se volteó hacia mí y asintió con la cabeza. No era la primera vez que estos animales tejían un encuentro entre nosotros. A principios de año precisamente habíamos hecho una secuencia de cuentos con gatos de la que él participó con gran entusiasmo.
Nunca había ido a esa parte del edificio, no sabía ni cómo llegar hasta allí. Huguito, que siempre habla mucho, no decía verbalmente nada. Me iba señalando los accesos cual viejo poblador guiando a un turista recién llegado. Llegamos hasta donde estaba el gato. Apenas nos acercamos al felino reaccionó bruscamente, levantó su cola y se puso frenético. Pensé que iba a atacarnos y que el hechizo de esta intervención se desmoronaba repentinamente por la varita de la mala suerte. El gato salió corriendo y halló su escondite. Yo estaba nervioso porque era evidente que el gato se estaba sintiendo invadido y no quería que el vehículo de mi encuentro con Hugui actuara de una forma indeseada.
Mi alumno seguía con ese semblante silencioso, de sabiduría oriental. Entre que yo soy medio cobarde con los gatos y él se mostraba experto en la materia de fraternizar con los felinos había una suerte de intercambio de roles. Algo de eso me agradaba, o mejor dicho, me gustaba que quedara en claro que él sabía algo que yo no sabía. Era otro de los posibles puentes para establecer una comunicación con mi alumno, que me enseñe algo.
Hugui se empezó a acercar pausadamente al gato. Pues parecía tener muy en claro que la lentitud era una señal de respeto hacia el animal, se acercaba cada vez más a su guarida, hasta que en un momento se sienta casi a su lado. El gato iba asomando la cabeza aún muy alerta.
“Bueno, Hugui, la idea era saber y preguntarte qué te andaba pasando. Últimamente te veo muy enojado. Enojado con la escuela. Decís que no querés venir… ” Otra vez la falta de respuesta, la posterior paráfrasis estéril y la inmutable contestación muda. Por eso, si quería seguir desanudando el ovillo que me había propuesto debía seguir pidiéndole ayuda al experto de estos objetos.
Le pregunté a Hugui, si sabía si se trataba de un gato o una gata. Ahí fue la primera vez que me respondió con sonido a una de mis preguntas: “gata”. “Ah.. cuánto sabés de gatos. ¿Vos tenés mascota?” me responde que no. Pero agrega, “sabés que yo para llamar al gato de mi hermano hago el sonido de ellos y él se me acerca. Pero con esta gata no creo que funcione”. “Ah pero me dijiste que no tenías mascota.” Ahí le pregunto si el hermano vive con él y cómo era esta concepción de no tener mascota en su propia casa. Se pudo establecer un diálogo más fluido, las preguntas solían tener respuesta únicamente si tenían bigotes y uñas.
A todo esto, la gata en su guarida, cada vez más alerta; mientras que mí alumno y yo manteníamos cierta simultaneidad en el gesto, en la intención. Pues ahí reparé en el espejismo de la escena. Yo estaba intentando hacer lo mismo que Hugui con la gata. Intenté usarlo: “Sabés Hugui, me quedé pensando. Vos me dijiste que quizás no iba a funcionar lo de llamarlo con voz de gato. ¿por qué creés eso?” -y, ante la falta de respuesta- “Creo que sabés que es porque todavía esta gata no confía en nosotros, todavía no sabe que todo lo que estás haciendo es para poder acariciarla o jugarle. El gato de tu hermano tiene la certeza de lo que va a ocurrir cuando lo llamás. Un poco eso te quería decir afuera del aula. Yo también sigo probando formas de acercarme para que sepas que podés confiar en mí y que mi objetivo es poder escucharte, acompañarte y enseñarte cosas del mundo. Ahora, me quedo pensando en una cosa.” “¿Qué”, preguntó. “Que la gata reaccionó así porque nunca nos vio en su vida. ¿Sería igual si después de mucho tiempo compartido, de repente la gata empieza a correr para refugiarse?” “No, sería raro. “Un poco estoy preocupado por eso. Porque yo te conozco desde principio de año, Hugui, y te he visto escribir y producir unos textos preciosos, te vi comprometido con los libros que leímos y hasta con los problemas de Matemática que más te cuestan y ahora te veo muy enojado por todo. Por eso estoy preocupado”.
Al final del diálogo, la gata estaba por demás guarnecida al fondo del pozo que había encontrado como su lecho, apenas se distinguía alguna su pelaje. Hugui guardaba silencio y no quería irse. La hora de inglés se terminaba y debíamos volver al aula. Volvimos.
En el aula yo estaba muy ansioso por verificar algún efecto de todo lo transcurrido. Reconozco algunos: en primer lugar, me resultó sorprendente que al decirle que debíamos volver al aula haya accedido, ya que en este último tiempo no viene siendo así de sencillo. Por otro lado, guardaba cierta esperanza de que pueda hacer algo de la tarea, pero eso no fue posible. Sin embargo, en un momento intempestivamente saltó y dijo “Profe, ¿vamos a seguir haciendo ese proyecto de los gatos?”. Esa secuencia de itinerario de lectura de cuentos con gatos había sido de gran interés para él pero fue a principios del año: hace como dos meses que lo terminamos. Me pregunto si su inquietud tenía que ver con poder seguir escribiendo algo de ese precedente escolar, o si simplemente ahora sabía algo más de gatos y quería agregarlo a su escrito. Me pregunto sobre esos cruces entre los gatos reales y los literarios con la escuela como anfitriona y qué nuevas ficciones pudo inaugurar cada una hasta el momento.
Como toda ficción tiene un comienzo y un fin; esa es, entre otras, la magia intrínseca que guarda, el paréntesis del tiempo. Espero que en estos días de dimisiones, tensiones, dificultades y distancias del salón de clase, mañana a primera hora de la tarde, la gata nos tenga preparado un paréntesis del tiempo, una cita en la ventana. Y no en cualquier ventana: en la del aula.
Para preservar la identidad y la intimidad del alumnx se utilizó un nombre de fantasía
Publicada el 6 de julio de 2022
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