Enseñar la dictadura, enseñar la democracia

Fotografía: Laura Frydenberg. En Instagram: @ojo.de.tiza

¿Qué hacemos en las aulas con la historia reciente, ahora que se puso de moda la crueldad, la democracia pierde valor y florecen reivindicaciones al terrorismo de Estado? Sin debates académicos, material didáctico y su testeo en las aulas sólo podemos resolverlo a pura intuición y memoria corporal.

A 48 años del último golpe de Estado, y bajo un gobierno que reivindica sus crímenes, la persecución y deshumanización de los opositores y descree de la democracia como sistema de gobierno en las escuelas tuvimos que encarar el acto por la efeméride bajo un clima social bastante hostil. Hace algunos años los docentes que participamos más o menos activamente de alguna actividad vinculada a la Memoria, la Verdad y la Justicia tenemos la sensación de que sabemos cómo empieza la actividad, pero no tenemos idea cómo puede llegar a terminar. Filmaciones clandestinas, familias especialmente vigilantes de que la escuela no se aparte un milímetro de los valores enseñados en casa, adolescentes tomados por el terraplanismo libertario gritón, jóvenes que se sienten adoctrinados por un cartel de izquierda en la Facultad de Medicina, enmarcan los ritos escolares de un aire asfixiante.

La dictadura militar y la memoria sobre sus hechos -y sobre el Terrorismo de Estado, que efectivamente comenzó antes, y sobre el rol de las guerrillas, y sobre la violencia política que nos puede remontar al bombardeo de 1955, y sobre el silencio civil- como clivaje fue un tema que abordamos en esta entrevista a la historiadora Marina Franco. Me pregunto, en estos tiempos, si sigue teniendo vigencia o no la idea de que 1955, o 1916, o 1879 son puntos de quiebre más potentes para pensar algunas de nuestras dinámicas políticas actuales, que 1976. A veces creo que sí, a veces creo que no.

Algún tiempo atrás me preguntaron, de parte de una figura clave del Juicio a las Juntas, si ese proceso fundante de nuestra democracia se enseña en las aulas de los niveles obligatorios. Mi respuesta es que raramente suceda, al menos en la materia Historia, y arriesgaría que también debe ser raro verlo en Formación Ética y Ciudadana. Volveré sobre esto luego.

Hace algunos días me invitaron a una de las presentaciones del libro “Justicia por armar”, de Marisa Massone y Betina Akselrad, dos compañeras geniales dedicadas a la didáctica de las Ciencias Sociales, que hace mucho tiempo vienen trabajando en la formación permanente de los docentes porteños. Quienes andamos por esta zona seguramente hemos escuchado hablar de ellas, y hemos leído o utilizado los materiales que elaboraron con sus equipos. El problema es el mismo que el de aquella conversación sobre la enseñanza del Juicio a las Juntas: ¿cómo enseñar la última dictadura, y nuestra democracia, de otras maneras?

Me niego a pensar que en el escenario político actual la escuela tiene alguna responsabilidad por “haber enseñado mal” estos procesos. Tiendo a pensar, y lo repito cada vez que participo de alguna discusión sobre el tema, que la potencia ideológico-cultural de la escuela es muy débil frente a las plataformas sociodigitales y el mercado como ordenador simbólico, ya que estas dos esferas penetran muchísimo más eficazmente la subjetividad de las familias y los alumnos; para empezar, en la escuela los chicos están un tiempo limitado, pero en las plataformas están todo el tiempo. Sin mencionar las lógicas de los procesos de enseñanza y aprendizaje escolares -comunes, estandarizados, lentos, complejos- en comparación con los formatos audiovisuales y mercantiles, algoritmizados (customizados), de las grandes plataformas. Pero es otro tema.

El libro de Akselrad y Massone parte de un posicionamiento original: enseñar la dictadura mientras enseñamos la democracia. No la democracia como forma de vida o forma de gobierno, sino el devenir histórico concreto de nuestra democracia desde 1983. Y para eso toma el eje “Justicia”: cómo fueron abordados los crímenes de lesa humanidad a lo largo de los últimos 40 años: el Juicio a las Juntas, el informe Nunca Más, las “leyes del perdón”, el indulto, los vericuetos legales de los organismos de Derechos Humanos para continuar con los juicios a pesar de estas decisiones, la anulación de aquellas leyes, la complicidad civil, las “historias desobedientes”, el “No al 2×1” de 2017, por hacer un recorrido veloz. Para esto se valen de materiales gráficos, ilustraciones originales, fuentes de prensa, líneas de tiempo, mapas y, claro, textos explicativos.

Durante la presentación del libro llegamos a la siguiente conclusión: este material no podría haber sido elaborado en 1988 o en 1995, o en 2005. La lectura de la historia reciente es sumamente compleja porque requiere una distancia que, como protagonistas de ella, no tenemos. Se trata de temas y procesos que nos tocan de primera mano, que nos interpelan en nuestros valores más primordiales, en nuestros afectos, deseos, utopías y luchas. El genial Marc Bloch lo advirtió como un problema epistemológico de los historiadores en su Apología para la Historia: “Las pasiones del pasado, mezclando sus reflejos a las banderías del presente, convierten la realidad humana en un cuadro cuyos colores son únicamente el blanco y el negro.” Para la historia reciente, que nosotros mismos recorrimos como sujetos, este problema es monumental. Hace unos 10 o 15 años comenzaron a profundizarse en la academia debates acerca de la violencia política, la sociedad civil, los organismos de Derechos Humanos y sus reclamos, que permitieron echar luz sobre temáticas que en los 80, 90 o tempranos 2000 eran más difíciles de abordar como la génesis de la cifra de 30.000 desaparecidos, el devenir de las organizaciones guerrilleras y sus círculos de sociabilidades, las formas de nominar la violencia estatal de la segunda mitad del siglo XX, entre otros.

En síntesis: los insumos curriculares de que nos nutrimos los docentes para elaborar nuestras planificaciones y abordajes de lo que enseñamos necesitan un paso previo, y es el de los consensos académicos previos sobre determinados temas. Por ejemplo: la enseñanza acerca de la influencia de las invasiones inglesas en la eclosión de la Revolución de Mayo es un consenso ampliamente establecido hace varias décadas, de manera que nadie pone demasiado en cuestión -epistemológicamente hablando- su abordaje. Para la historia reciente -la última dictadura, la democracia- esos consensos recién están comenzando a establecerse hace unos años. De ahí saldrá la materia prima para la elaboración de materiales curriculares que los docentes, a nuestra vez, recontextualizaremos en las aulas. Se trata de una cadena de discusiones sin las cuales los docentes estamos frente a los alumnos con nuestras propias vivencias e intuiciones, y algunas herramientas de abordaje epistemológico más o menos actualizadas, pero nada más. Por eso no se hablaba de la génesis del número de desaparecidos en los 90 y hoy es una tarea urgente, al menos en la enseñanza de la Historia. Porque en los 90 sólo aquellos docentes que participaran activamente de los movimientos por los Derechos Humanos podían tener algún indicio; es más, una de las fuentes más importantes sobre este tema en particular, que arrojaba un número de 22000 muertos y desaparecidos para julio de 1978, se desclasificó en Washington a principios de siglo XXI ya que era un informe secreto de la embajada chilena en Argentina (que tomaba como fuente al Batallón de Inteligencia 601 del Ejército Argentino). Esa desclasificación, per se, no impone una nueva forma de abordar la cifra de los desaparecidos ipso facto, sino que se toma como insumo de debate académico, para luego convertirse en material curricular, y recién allí puede ser una buena base para enseñar en los niveles obligatorios. Y eso demora años. Entonces tenemos: la evidencia empírica (y su trabajosa construcción), los debates académicos, los consensos a los que se llegan, la reconversión de estos en insumo para materiales curriculares, la efectiva elaboración de esos materiales, la puesta a disposición de esos materiales para los docentes, y las políticas públicas concretas -formación docente permanente, campañas, distribución, elaboración de planificaciones- a partir de esos materiales. Así funciona el conocimiento de lo que enseñamos en la escuela: vale para temas sensibles como la historia reciente o para la reproducción de las plantas.

A esto se le suma que, en el caso específico de la enseñanza de la Historia en secundaria, por una razón lógica los temas más recientes quedan sobre el final del año, ya que la organización del currículum respeta el criterio cronológico, básico del campo disciplinar. Son momentos en los que sobreviene el caos administrativo del cierre de notas, recuperatorios finales, y donde los tiempos de enseñanza se vuelven más urgentes, acotados, interrumpidos. Por otro lado, inevitablemente los Diseños Curriculares tienen que terminar en un período determinado (en el caso de la secundaria de CABA, el DC finaliza en la crisis de 2001; en la provincia de Buenos Aires también). De manera que a medida que pasan los años los contenidos oficiales de Historia inevitablemente se desactualizan, no sólo a nivel epistemológico -esto le pasa a todas las materias- sino porque se suman vegetativamente objetos de estudio que no están contemplados en los Diseños Curriculares, y estos deben de alguna manera acomodarse a convivir con el resto de los contenidos -o no- de alguna manera, con la consecuente distorsión de los tiempos disponibles y lo que decidamos dedicarle a cada tema (sumémosle instancias teóricas, prácticas, teórico-prácticas, en fin). Todo esto para decir que, en definitiva, es difícil que enseñemos el Juicio a las Juntas por razones lógicas, como por las mismas razones lógicas el abordaje de la historia reciente pivoteó más alrededor de las reivindicaciones de los organismos de Derechos Humanos que a partir del análisis histórico más riguroso. Y no por “termismo progre”, como algunos cientistas sociales -sin el rigor que usan para otros objetos de estudio, evidentemente- acusan sino porque, a falta de herramientas específicas, enseñamos más con nuestra memoria e intuición. No es “termismo”, sino la combinación lógica de la (falta de) construcción curricular -nuestras herramientas-, la formación permanente (las “capacitaciones”) y temas sensibles de la historia reciente.

Volviendo al libro de Akselrad y Massone (se puede conseguir aquí y en diversas librerías): es una oportunidad de pensar cómo encaramos estos últimos 40 años, a partir de un eje concreto, y empezar a pensar cómo organizamos los tiempos del año para dedicarles el necesario lugar que merece nuestra democracia en la escuela desde una mirada histórica. Si bien, luego de escribir este texto, signo negándome a pensar que “cometimos un error”, la vacancia sobre la historia reciente sí es un silencio que sólo deja terreno vacante para que streamers y bocones terraplanistas lo llenen de mitos y leyendas.

En una época donde los brujos piensan en volver -y ya volvieron-, la escuela seguirá siendo un lugar de encuentro y reflexión sobre la Belleza y la Verdad, a contramano de la cultura dominante, un encuentro entre generaciones y -con suerte- entre chicos y chicas de diferentes extracciones sociales, económicas y culturales, en definitiva un oasis de democracia y ciencia. Nos merecemos -esta Patria se merece- charlar de lo que no se charla.

Publicada el 30 de marzo de 2024


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Manuel J. Becerra@CheMendele

Nació con Videla y sin poder, como dice Charly, en 1979. Hizo toda su educación obligatoria en Escuelas Normales, lo que le dejó una marca indeleble de sarmientismo culposo con el que no sabe bien qué hacer. Tal vez por eso es Profesor y Magíster en Historia, enseña hace más de 10 años en secundaria, formación docente y universidad pública. Publica cada tanto obsesiones y caprichos sobre política educativa, pedagogía y didáctica en el blog fuelapluma.com, y a veces en distintos medios de comunicación y portales electrónicos. No demuele hoteles.

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