Estudiar no sirve para nada

Fotografía: Horacio Cárdenas

Un diálogo imaginario, aunque no tanto, sobre la utilidad o la función del estudio escolar

—Bah… ¿Y esto para qué me sirve, profe?

—¿Qué cosa?

—Esto… Lo que nos nos estás enseñando.

—Ah… Sí, claro. ¿Sabés para te qué sirve? Para nada.

—¿Cómo?

—Sí, para nada. No te sirve para nada.

—¿Qué? ¡Ah! Ya sé… Vos seguro vas a decir que sirve para después ¿no?

—No. No te va a servir después. Ni a vos, ni a mí, ni a ninguno. Pueden andar perfectamente por el mundo y sobrevivir “exitosamente” en la vereda sin saber nada de esto.

—¡Pará! ¿Y entonces? ¿Por qué lo das?

—Porque es mi trabajo.

—¡Eh! Ya sé, pero ¿para qué tenemos que estudiarlo nosotros?

—Qué pregunta rara. ¿Acaso todo lo que hacés vos en la vida lo hacés porque “te sirve” para algo?

—¡Qué se yo! “Qué pregunta rara”, profe…

—Je, je. Vos, por ejemplo ¿escuchás música?

—¡Más vale!

—¿Y para qué te sirve escuchar música?

—No sé… Qué se yo. Porque está bueno. Para divertirme. Para entretenerme.

—¡Ahí va! Estudiar también puede servir para eso.

—Andáaaaa, profe.

—Sí. ¿Cómo que no? Hay desafíos y preguntas que acá los tienen ocupados un buen tiempo y las horas se les pasan sin darse cuenta. Cuando buscaban pistas para encontrar números escondidos que no les sirven para nada, discutiendo sobre unas áreas que jamás iban a usar, tratando de explicar por qué una construcción es imposible de hacer o preguntando por el infinito, cosa que nunca usarán en la vida.

—Bueno, no sé. Igual… ¿Sabés qué, profe? Yo escucho música en mi casa por otra cosa.

—¿Por qué?

—Porque… para… porque no me banco los gritos de mi mamá y su chabón. Así hago como que se callan. Y no los oigo más. De una.

—¡Mirá vos! Te entiendo perfectamente. Pero ¿me creés si te digo que lo que les ofrecemos en la escuela también pueden ser un refugio para esos ruidos, para lo que nos aturde de afuera?

—¿Eh?

—Sí. Yo vi a algunos de ustedes tan metidos en cosas raras (como en las diagonales de un paralelogramo, o en la biografía de Belgrano, o en el sistema respiratorio del escorpión), tan metidos que ni escuchaban a los de al lado. ¡Ni el timbre escucharon!

Yo escucho música en mi casa porque no me banco los gritos de mi mamá y su chabón. Así hago como que se callan. Y no los oigo más.

—¡Dale! ¡¿Qué va a ser…?! ¿Cuándo fue eso? A mí nunca me pasó.

—¡Sí que te pasó! ¡Pero no te diste cuenta!

—¿Y yo, profesora? Yo no escucho música. No me cabe ni medio.

—Bueno ¿y qué hacés?

—Me gusta mirar videos en el celu.

—¿Y para qué te sirve eso?

—Nah… ¡para nada! Lo hago porque me divierte.

—¿Te hace sentir bien? ¿Te da placer?

—Sí, puede ser.

—Y bueno. Acá la invitación es esa: a sentir placer estudiando cosas del mundo.

—Hmmm… A mí, profe, perdón que te lo diga… A mí me dan placer otras cosas. ¡Ja!

—¿Qué cosas?

—Y… Ya sabés. Tomar “algo” en la esquina con los pibes.

—Ajá… Mirá. ¿Y ese “algo” cómo lo conseguís? ¿Te lo regalan?

—¡Nah! ¿Qué me lo van a regalar? Hay que ponerse.

—¿Y para qué gastás tanta plata, che?

—Qué se yo… Porque me cabe. Me pone… Para viajar un ratito.

—¿Para escaparte?

—Más vale. Pero un rato. Una vueltita nomá’.

—Para evadirse. Está bien. Hay veces que la realidad aprieta tanto que es mejor fugarse, imaginar que paseás. Pero un rato, como decís vos.

—Sí, o… ¡varios ratos! ¡Ja, ja!

—Bueno, acá nuestra propuesta es la misma, igual con la matemática o la literatura: viajar un rato, escaparse por unos instantes.

—Pero los otros viajes están más buenos, profe.

—No sé. Pero por lo menos este viaje no te quema las neuronas.

—Y es más barato, profe. ¡Ja!

—Es gratis. Y dura más que el consumo. Que siempre es efímero. 

—¿Qué? ¿Qué es qué?

—Que dura muy poco. El consumo de la esquina es como el consumo del shopping: apenas tenés, ya querés más, querés otra vuelta.

—¿Y con la matemática no te pasará lo mismo? ¿Eh? Ja, ja.

—Hay una diferencia. El placer y el refugio que te da esta tarea te duran más porque es resultado de tu propio esfuerzo, de lo que vos conquistaste.

—Como cuando ganás el clásico uno a cero aguantando hasta el último minuto con un tipo menos…

—Claro. O como cuando alguno de ustedes levanta en alto el puño porque resolvió un problema, o cuando festejan porque descubrieron algo que no veían, o porque se les ocurrió algo, porque crearon lo que antes no estaba.

—¿Nosotros? ¡Ja! Nosotros no inventamos nada, profe. Si apenas lo entendemos… Los que inventan son otros. A mí no me da la cabeza para inventar.

—La cabeza te da. Te da la cabeza para imaginar, te da para discutir, te da para enamorar ¿cómo no te va a dar la cabeza para aprender e inventar? Si en tu vida cotidiana te enfrentás con problemas mucho más difíciles, mirá si no vas a poder con estos. Y además con ayuda…

—¡Eeeh! Pero una cosa es andar viviendo por ahí y otra cosa es inventar algo nuevo. Eso es de genios.

—Cuando ustedes responden a lo que necesitan con su propio trabajo, con sus ganas y su inteligencia, ahí están creando algo que antes no existía, al menos que no existía así, de ese modo, en este tiempo y en este lugar. Como cuando tu papá levanta una pared para construir una casa, esa casa es única, singular; como cuando tu mamá hace una manta con las telas que sobran, la inventa; como cuando la abuela te cuenta una historia que no leyó en ningún lado, pero lo vivió o le contaron. Crear es siempre re-crear, volver a crear. Es recrear según la necesidad.

—Está bien, pero de eso que decías del consumo, profe… Me quedé pensando. A mí me gusta salir a comprar ¿viste?… Cuando salgo con mis amigas me gusta comprarme cosas, pilcha… ¡Todo legal, ojo!… Y al menos esas cosas que comprás sí te sirven para algo.

—A ver ¿cuáles? Que no sean la comida y el abrigo, dale.

—¿Qué decís, seño? El celular. Mirá. Y las llantas ¿no ves?

—Qué interesante. Acepto que el celular y las zapatillas sirven, claro. Pero cuando buscan todo el tiempo cambiarlos por otros ¿es porque el teléfono anterior ya no te sirve o porque necesitás correr una maratón con cámara de aire?

—Ja, ja, ja. ¡No! Es verdad. Pero queda lindo. ¡También es para hacer facha!

—¿Solo por “facha”?

—Bueno, sí, y también porque los demás lo tienen.

—¡Exacto! ¡Ahí está! ¡Justamente para eso hay que estudiar! Porque hay muchos que saben. ¡Y la matemática, la literatura o la filosofía no pueden ser un privilegio de algunos! Aprender es un derecho de todos. Y los derechos se ejercen; si no, se los regalás a los de arriba.

—Pará, profe. ¿Sabés qué? A mí esas “cositas” que tomamos en la esquina ¿viste?, que yo no pago, porque me las regalan, a mí esas sí me sirven para algo.

—¿Te sirven para algo? ¿Para algo bien concreto y práctico de la vida cotidiana?

—Sí.

—¿Para qué?

—Estem… Para hablar. Para chamuyar. Si yo no tomo, me cuesta hablar. No puedo picotear.

—Te entiendo. Pero ¿me creés si te digo que aprender más (más matemática, más historia, más ciencias) te da “terrible chamuyo”, un discurso mucho mejor que el que te dan esas sustancias?

—¿Una parla más pituca, decís vos?

—Claro. Cuanto más sepas, mejor vas a hablar. Más elegante, sí; pero también más profundo. Seguro es así.

—¿Posta? No sé. Capaz que sí… Pero con esa debe ser más difícil. Con esta es más fácil.

—Ah, eso puede ser. Pero con “esta”, con la que aprendés acá, es mucho mejor. Es más seductora. Y no tenés que volver a empezar cada vez. Lo pasado ya lo tenés ganado.

—Pero entonces, profe… Al final ¿qué onda? ¿Vos decís que la escuela no sirve para nada?

—Yo digo que las materias que aprenden acá no les sirven ni les servirán para nada útil en su vida cotidiana e inmediata. No les van a resolver ningún problema práctico. Eso ya lo aprendieron y lo seguirán aprendiendo en la calle.

—¿Y entonces para qué venimos?

—La escuela es tan importante porque te da algo que no se puede aprender afuera: es un tipo especial de trabajo con las ideas. Eso quizás no sirva para nada, pero sí tiene una función importantísima: ayuda a pensar distinto a cómo que te quieren imponer. Ayuda a entender mejor el mundo, a leer la realidad, a desentrañar lo que no se ve a simple vista, a juntar lo que nos esconden a propósito. Así podemos estar preparados frente al engaño, comprendemos las injusticias y, si queremos, también podemos juntarnos para cambiar las cosas.

—¿Y entonces?

Pero entonces, profe… Al final ¿qué onda? ¿Vos decís que la escuela no sirve para nada?

—Entonces mejor dejen de preguntarse tanto por la utilidad. Simplemente disfruten lo que puedan disfrutar y rechacen lo que merezca ser rechazado.

—¿Qué? ¿Vos, profe, diciendo que no hay que preguntar? Si nos pedís todo el tiempo que nos preguntemos…

—Es verdad. Tenés razón. Pero no sé hasta dónde esa pregunta es de ustedes o la están preguntando por otros. Suena a una pregunta de alguien que jamás disfrutó con lo que hace en la escuela. Y a ustedes no los veo pasarla tan mal acá que digamos… Además, yo tampoco tendría que estar tratando de convencerlos como si fueran a sacrificarse por mí. Mejor me preocupo por ofrecerles algo interesante y así el sentido, la función o el placer, lo encontrarán haciendo, no por mis supuestas promesas a futuro.

—Joya. ¡Dale! Pero ya tocó el timbre, profe.

—¡Uy! ¡Cierto! Ni lo escuché…

Publicada el 24 de octubre de 2021.


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Horacio Cárdenas

Horacio Cárdenas (Buenos Aires, 1976) es maestro de escuela. Vive en la República de Mataderos, Ciudad de Buenos Aires. Egresado de la Escuela Normal Nº 4 en el 2002, trabajó en varias aulas, de aquí para allá, hasta que en el 2007 llegó a la Nº 15 del distrito escolar 13, en el barrio de Lugano, escuela pública gigante donde junto con compañeras y compañeros construyeron proyecto colectivo. Desde 2004, junto a maestras y maestros, forma parte de un grupo de reflexión sobre la práctica bautizado Luis Iglesias, en homenaje al gran maestro argentino. Incursiona también en la formación docente, compartiendo lo aprendido, en torno a la enseñanza de la matemática en distintos profesorados.

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