¿En qué medida la Inteligencia Artificial marca el fin de la educación tal como la conocemos? La IA no tiene cuerpo, sostiene Paul Dani, y por lo tanto no tiene "mundaneidad", ni una carnadura que le pongan a los procesos intelectuales una marca afectiva.
“El cuerpo expresa la existencia total…porque esta se realiza en él (…). Si el cuerpo puede simbolizar la existencia es porque la realiza y porque es la actualidad de la misma”
(Merleau-Ponty, 1957:181.)
Ya sabemos que a la educación, como institución, le cuesta dar lugar y reconocer los aportes que las nuevas tendencias culturales emergentes le pueden aportar a su campo. Se toma su tiempo y prácticamente “no las han visto venir”, lo que redunda, las más de las veces, en conductas reactivas sustentadas desde lógicas, patrones o categorías de análisis extemporáneas. Como por ejemplo, considerar que todo lo “nuevo” es “sólo una herramienta” que puede o no ponerse en práctica so pretexto de que es una moda; que atenta contra lo importante; que viene a suplir al docente y otros argumentos imposibles de sostener cuando se decide abordar una discusión que, dicho sea de paso, nos retrotrae a la agenda del debate sobre las matrices que han configurado el dispositivo escolar moderno, el rol docente, la escuela, los espacios de formación y las políticas públicas afines. Tarea que las instituciones, por defecto, tratan de evitar. Claro, a nuestra escuela, cuya matriz posee esa génesis formateada por la modernidad, no le gusta lidiar con lo instituyente, lo novedoso, que la transita; esas fuerzas dinamizadoras que promueven nuevas configuraciones y procuran interpelar las cristalizaciones de lo instituido (Castoriadis, 2007). Su gran tarea pareciera ser sólo sacralizar lo instituido y garantizar su preservación. Por esa razón las discusiones en torno al advenimiento de internet costaron tanto como cuesta profundizar la discusión de las tecnologías de la información, la IA y sus alcances posibles en la escuela hoy. Como dice Maggio “las prácticas de la enseñanza deben reconocer los movimientos de la historia, las tecnologías de la información emergentes que cambian más rápido que la propia escuela…” (2023)
Las respuestas al “hacer didáctico” de estos tiempos no están en manuales, tal como reconocimos durante la pandemia, donde los formatos de intervención, por fin, nos remitieron a una praxis educativa. Hoy entendemos que ese accionar no debe ser abandonado, como tampoco debemos abandonar las discusiones en torno a las prácticas de la enseñanza que ya, antes de la pandemia, interpelaban la tarea docente.
Es importante que la escuela y los docentes comprendan lo que la IA puede hacer y lo que no puede hacer. La IA es una herramienta poderosa para procesar grandes cantidades de datos y realizar tareas repetitivas y monótonas, pero todavía no puede reemplazar por completo el papel de los docentes salvo que sus prácticas de enseñanza no lograran dar cuenta de la real complejidad que ellas conllevan en estos tiempos. Si dar clase se reduce sólo a una magistral exposición, a brindar información de conocimiento dignos de ser replicados y finalmente preguntar a nuestros estudiantes, al mejor estilo del test de Turing[1] para indagar que saben de lo recientemente dicho y, finalmente, evaluarlos, la IA lo hace y, como aprende rápido, lo hará mejor. No en vano, Maggio afirma, “la escuela se encuentra atrapada en la trasmisión de saberes ya construidos […] eso poco tiene que ver con la dinámica de construcción del conocimiento contemporáneo”. De esta manera trae la vieja discusión que no hemos saldado, aún, a pesar de la interrupción de la escuela ordinaria planteada por la pandemia: el sentido mismo de los aprendizajes hoy y los modos de enseñanza que los posibilitan.
Ya es una realidad que la inteligencia artificial generativa se está utilizando en diversos ámbitos educativos como herramienta avanzada de lenguaje, filtrado e integración de información útil para planificar clases, encontrar actividades creativas y elaborar un conocimiento de base con el que empezar las lecciones. Al mismo tiempo conlleva, en determinados usos, altos niveles de riesgo y por ello resulta imperioso anticipar qué “accidentes” puede provocar la IA en los diferentes ámbitos donde se aplica. Es la época del desencadenamiento de grandes potencias y grandes riesgos: nuevos “poderes inhumanos”.
La IA no puede ni debe escapar a la dimensión política que explica su funcionamiento, dado que su génesis no está exenta de neutralidad. Uno de los principales riesgos es la constante presencia de sesgos ideológicos que carga. Posee sesgo de datos, sesgos en el diseño del algoritmo, sesgos en los datos de entrenamiento, falta de diversidad en el desarrollo, entre otros. En este contexto, la tarea de gobernanza de la IA debe democratizarse; lo que debe motivar a la propia escuela a ser parte de esa construcción constante y crítica sobre los sentidos que podemos otorgar a su utilización. Más que dar lugar a la espera de que algo o alguien elimine esa incertidumbre que provoca tamaña irrupción respecto del rol de la IA en la escuela, al considerar que no tenemos control en su desarrollo y alineación, debemos negociar con ella, y ahí es donde se pone en juego nuestra convicción pedagógica. Un ejercicio de revisión y/o reconstrucción de nuestros modos de enseñar y aprender, que ya no admite medias tintas en torno al lugar del cuerpo en la escuela. Un cuerpo inteligente, claramente, no artificial.
“Los cambios pedagógicos son lentos pero las formas culturales no esperan y mucho menos en estos tiempos en los que las tecnologías de la información marca nuestros ritmos cotidianos”, sostiene Mariana Maggio (2023) refiriéndose a un mundo que cambia continuamente con las nuevas tecnologías de información y comunicación, mientras el formato en el que transcurren las clases se mantiene inmutable, no sólo en la escuela secundaria sino también en la universidad. En el nivel superior es donde es más común ver clases magistrales, con docentes sentados o parados explicando contenidos frente a un público de estudiantes sentados unos detrás de otros, atentos a lo que ocurre en su celular, con la certeza de que, en diferido, podrán reponer la información recién vertida. En contrapartida, Maggio propone una perspectiva didáctica creativa y de reinvención constante de las clases, a la luz de las nuevas formas tecnológicas, desde la convicción de que para ello es necesario arriesgarse a experimentar y a construir colectivamente nuevas formas y sentidos del “hacer didáctico”.
En todo ámbito educativo, los docentes y nuestros estudiantes pueden desplegar habilidades únicas que, por ahora, no pueden ser imitadas por la IA, como la capacidad de establecer relaciones concientes, significativas y personalizar la enseñanza generando experiencias para atender las singularidades de cada estudiante. Pero la escuela -el aula, específicamente- posee algo que la IA seguramente detenta, pero no logrará aún o quizás nunca: la humanidad de nuestros cuerpos presentes y habitando el espacio.
En su Fenomenología de la percepción Merleau-Ponty lo planteaba así: “La unidad de los sentidos, la unidad de los sentidos y la inteligencia, la unidad de la sensibilidad y la motricidad”. Contrariando a René Descartes, Merleau-Ponty enfatiza que somos un cuerpo, somos un cuerpo que piensa, y el acto de pensar no está disociado de lo corporal, ambos se implican de una forma fundante. La escuela, la universidad sostienen aún, en sus prácticas, en su currículum oculto, esa concepción cartesiana que desvaloriza la experiencia sensible y confía sólo en la inteligencia como atributo superior y opuesto a la sensibilidad. Esa lógica de construir el conocimiento y el saber desde la más absoluta quietud, eximiendo a los sentidos, y por carácter transitivo al cuerpo, de todo protagonismo en tremenda tarea; la de enseñar y aprender. Pero el cuerpo se resiste a ser dejado de lado, por eso responde o interpela con gestualidades, pulsiones de rechazo, ausencias o peor aún, adaptándose a ese no protagonismo, relegando intereses, deseos y, como visibiliza en el nivel secundario, todo tipo de despliegues diversos posibles quedan encorsetados en las etiquetas clásicas del comportamiento escolar (“estudiante problema”, “violento”, “inquieto”, “desinteresado”, “no le da”, “inadaptado”, otras).
Y se impone la pregunta: ¿cómo desde las aulas -de la escuela, de la universidad-, nos vinculamos con la IA de un modo que nos habilite a negociar las incertidumbres que instala? Las IA nacen como una mente pura, un intelecto descarnado. Y como ser intangible tiene sustraída la mirada y la corporeidad, afirma Di Loreto (2023). La IA no posee mirada, esa mirada esencialmente humana que portamos y ejercemos mediante nuestro cuerpo, como signo de estar en el mundo y que vamos construyendo en cada interacción. La IA puede ver, pero ver no es lo mismo que mirar. Mirar es sentir, percibir, tamizar lo que vemos con nuestros filtros experienciales, los ojos interesados en eso que decidimos poner el foco, nuestra mirada se carga de sentido y sensaciones, podemos evocar, estremecernos. “La IA tiene el acceso a los datos que transforma en imágenes, pero eso no es ver en el sentido estrictamente humano. Sólo juega con palabras e imágenes introyectadas. Relaciona, asocia, conjuga, remite, construye lenguaje verosímil y responde. Es su, por ahora, única gran alquimia: siempre responder y deslumbrar por ello. Pero sobre todo no posee la mirada humana, aquello que construimos al ver como humanos, cargando de sentido lo que vemos. Esa mirada que, en hecho o en potencia, humaniza, construye lazos, integra y que nutrida de sentido pone a la subjetividad, de aquellos con los que compartimos nuestra escena, en el centro.
“Es decir que la IA no tiene una imagen del mundo”, sostiene Juan Di Loreto. Cuando le decimos: “Voy a practicar deporte a mi club” no es capaz recordar ese club ni estremecerse por lo que significa para ti ese lugar donde transcurrió tu infancia y adolescencia. No pone en juego reminiscencias posibles. La IA no cuenta con esa caja de resonancia donde sentir y alojar ese estremecimiento, donde percibir las incomodidades, alegrías, tensiones que nos produce el enseñar y el aprender; no posee “mundaneidad”, ese saber que todo ser humano posee por el solo hecho de estar en el mundo. Sin cuerpo, nunca desarrollará una comprensión profunda y flexible del mundo, dado que esto es solo posible a partir de la experiencia encarnada.
Como dijo Hubert Dreyfus, filósofo crítico de la IA clásica: “un sistema simbólico puede representar el mundo, pero sólo un agente encarnado puede habitarlo.” Y habitar el mundo significa, territorializar la experiencia a partir de los sentidos explorando, manipulando las diversas realidades antes de producir otra nueva, a partir de ese encuentro de los cuerpos con el mundo alimentando la propia “mundaneidad”.
El cuerpo debe, imperiosamente, ser la llave para hackear la IA; que seamos nosotros los que intentemos ingresar a su configuración para poder alinearla política, cultural y situadamente desde una perspectiva más democrática respeto de la que le dio forma, ejercer el cuerpo en movimiento como llave para poder otorgarle mayor humanidad a nuestros espacios educativos y al uso de la IA.
Considero así que no sólo se trata de que los docentes aprendan a utilizar los recursos que la IA pone a su disposición. Mucho menos que sólo ejerzan una conducta adaptativa para superar la plasticidad que sus estudiantes presentan respecto de su vinculación con las tecnologías de la información emergentes. La actualización sobre las últimas tendencias y desarrollos, la disposición a experimentar, no darán respuesta si no ponemos en discusión los formatos o gramáticas donde se pretende “montar” lo emergente o lo nuevo, que ya mañana no lo será. Si persistimos en despojarnos de lo esencialmente humano al momento de educar, corremos el riesgo de producir esa ruptura que trae como consecuencia la transformación del hombre en una máquina según afirma Merleau-Ponty (1957). Debemos mudar a una escuela que reponga el movimiento, un cuerpo “aprendiendo en movimiento”, que permita reconfigurar los modos de ser, estar y trascender en la escuela, que resignifique el lugar del cuerpo en los espacios educativos, donde sentir, pensar, y hacer para renovar el sentir, sea lo cotidiano. Esa cotidianidad que remite a instalar la “emoción” en los tiempos y espacios escolares, que será solo visible y tangible si habilitamos el despliegue de la corporeidad en un escenario pedagógico que, como ya dijimos, permite dar cuenta de esa “mundaneidad” portadora de saberes y que otorga una singularidad poco asequible a la IA pero, también, muchas veces invisible al propio docente. De eso se trata, de dar lugar a ciertos postulados, anteriores al advenimiento de la IA, que reclaman a toda voz la exploración de pedagogías innovadoras, desde una perspectiva que comprenda la construcción de nuevos conocimiento, como define Maggio, al desplegar el concepto “Enseñanza Poderosa”, que dé lugar a la originalidad de construir o reconstruir saberes desde la “mundaneidad” que cada actor involucrado en el hecho educativo porta (docente, estudiante, otros). O al decir de Freire: crear las posibilidades para su propia producción o construcción; que trastoque, incluso, los modos de tratamiento del propio “hacer didáctico” docente, los formatos mismos de las lógicas secuencias didácticas establecidas. Que permita develar que “Las cosas no son así. Están así y podemos (debemos) cambiarlas” (Freire, 1992), construirlas, reconstruirlas juntos y juntas en un escenario de co-diseño que involucre al docente, los estudiantes, la comunidad en una interacción, actuando con la mayor cantidad posible de herramientas disponibles. Ahí en ese escenario, la IA no puede ocupar otro rol que el de amplificadora de una IH: una inteligencia humana que debe decidir no resignar lo esencial, el reconocerse como cuerpo en interacción con otros cuerpos funcionando como hebras de tejido vivo, “siendo” y construyendo otros conocimientos, saberes y realidades en el territorio escuela, donde sea que finalmente ella suceda.
[1] En 1950 el matemático Alan Turing desarrolló el test de Turing, que debe poder demostrar la inteligencia de las máquinas en el marco de un proceso experimental. La supuesta prueba se realiza mediante un juego de preguntas y respuestas que debía confirmar la diferencia indistinguible entre la inteligencia humana y la artificial, ya que los interrogadores humanos no deberían poder distinguir entre un interlocutor humano o artificial.
Referencias:
- Freire, P (1992). Pedagogía de la esperanza. Siglo XXI Editores.
- Maggio, M. (2012). Enriquecer la enseñanza. Los ambientes con alta disposición tecnológica. Buenos Aires: Paidós.
- Vallejos, A. L. (2023). Una lectura del dolor en clave fenomenológica: intersecciones entre Descartes y Merleau-Ponty. Mutatis Mutandis: Revista Internacional de Filosofía, núm. 21 (2023), pp. 4-15.
- Debate sobre IA: Mariana Maggio por Teresa Lugo.
Publicada el 23 de junio de 2024
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