Sacar el debate educativo del grieterío

Ilustración: Tamara Aimé Contreras

¿Qué hacer con los métodos tradicionales de enseñanza en un mundo seriamente amenazado por la acción humana? ¿Es casual que el avance de la democratización de la escuela sea señalado como coincidente con su decadencia? Preguntas salir de la chicana, las letras catástrofe y la tiranía del Like.

La aparición de un medio especializado en educación como Gloria y Loor es digna de celebrarse. En un debate educativo más lleno de estridencias que de argumentos, parecen hacer falta intervenciones que maticen las explicaciones simplistas, que planteen buenas preguntas, que aporten perspectiva histórica y comparada, y sobre todo que conecten con los dilemas y tensiones con los que lidian los docentes y estudiantes argentinos en el día a día de las aulas. Ojalá que en este nuevo espacio se abran paso estas otras voces, tan necesarias para la vida democrática.

El calificativo de estridente, e incluso frívolo, para el debate actual no es exagerado. En estos días de septiembre de 2021, a días de otro aniversario de la muerte de Sarmiento y de un nuevo Día del Maestro, sonaron fuerte las críticas a la falta de vocación para enseñar de la escuela argentina y a su carácter de simulacro, incluso en los mismos sectores que se embanderaron con la defensa de la presencialidad escolar en medio de uno de los peores picos de la pandemia. Vale la pena detenerse en este discurso, no sólo porque encuentra resonancia en varios medios nacionales sino porque evidencia, en sus limitaciones, la importancia de construir otra perspectiva sobre la docencia y sobre la escuela. Esa perspectiva no tiene que renunciar a la crítica, pero debe construir mejores diagnósticos y analizar su propia implicación en este estado de cosas.

Si hubiera que caracterizarlo en pocas pinceladas, podría resumirse ese discurso crítico en los siguientes enunciados: la escuela argentina fue buena hasta la década de 1960, en que empezó el desbarranco por una combinación de distintos fenómenos, entre ellas el abandono de las escuelas públicas por parte de las clases medias, el predominio de pedagogías activas y constructivistas que no funcionan con los pobres, y el creciente poder de los sindicatos docentes que no tienen compromiso con la enseñanza. Como ejemplo de la catástrofe educativa, se dice que la situación actual es tal que las empresas no encuentran trabajadores bien formados, y que los chicos terminan la secundaria sin saber leer ni escribir. Otra frase repetida es que los docentes simulan que enseñan y los alumnos fingen que aprenden. 

Como suele suceder, hay en ese discurso algunas pizcas de verdad mezcladas con varias tergiversaciones y ausencias elocuentes. Empiezo por estas últimas: en el arco de decadencia desde 1960 que dibuja este discurso crítico rimbombante, no se habla de los efectos educativos de las dictaduras o de las hecatombes económicas de 1989 y 2001-2003, ni se mencionan las políticas públicas y las iniciativas institucionales para avanzar en la inclusión y la democratización del sistema educativo desde 1983 a esta parte, y mucho menos se hace justicia al enorme esfuerzo de las familias de los sectores más pobres para seguir mandando a sus hijos a las escuelas, en medio de una gran precarización de sus formas de vida. Datos provistos por el Observatorio de Argentinos por la Educación muestran que entre 1996 y 2017 el nivel inicial creció el 63% y el secundario el 35%; la primaria, con cobertura casi universal desde la década de 1980, creció un 2,8%, pero ese crecimiento es muy meritorio porque implica incorporar a sectores rurales y urbanos en extrema pobreza. Podrían sumarse otros datos, entre ellos el aumento de los años de escolaridad para toda la población, el crecimiento de la educación rural y la expansión de la educación superior. Todos esos logros no ocurren por inercia sino que son resultado del trabajo de mucha gente en distintos espacios, incluyendo la política pública.

Que la decadencia se asocie al período de mayor ampliación de la escolarización es uno de los anudamientos discursivos que hay que poner a discusión en el debate público. ¿Es mejor una escuela “buena y exigente” pero para pocos? ¿Qué quiere decir una “buena escuela”? ¿Puede una escuela ser “buena” si no le importa cuántos se quedan afuera o en el camino? En las últimas décadas, buena parte de los actores educativos argentinos parece haberse inclinado por una respuesta clara: no es admisible ni aceptable que a la escuela no le importe la exclusión. La educación tiene que ser para todas, todos, todes; las luchas recientes han sumado al acceso la discusión sobre las formas de estar en la escuela, el reconocimiento a las diferencias y diversidades y la importancia de una educación que no discrimine. Es claro que falta mucho por hacer, pero si comparo mi escolaridad de las décadas de 1970-1980, donde tuve profesores que adoctrinaban, maltrataban y humillaban y nadie podía responderles, la escuela de hoy se afirma como mucho más interesante y hospitalaria.

De la discusión recién planteada, habría que profundizar en varias direcciones: viejas y nuevas desigualdades, las clases medias, el adoctrinamiento y la política en las escuelas, entre otras. Elijo una de esas posibilidades para intentar darle más contenido y densidad pedagógica a qué se entiende por una escuela “buena” o “exigente”. La institución escolar tiene como objetivo central propiciar un encuentro intergeneracional para transmitir y recrear la cultura común. Lo dijo hace más de medio siglo Hannah Arendt: la educación es el punto donde se cruzan el amor por el mundo, porque hay que preparar a quienes vienen a conservarlo y renovarlo, y el amor por las nuevas generaciones, a las que hay que preparar para que puedan hacer esa tarea de renovar el mundo con todos los recursos disponibles. 

Que la decadencia se asocie al período de mayor ampliación de la escolarización es uno de los anudamientos discursivos que hay que poner a discusión en el debate público. ¿Es mejor una escuela “buena y exigente” pero para pocos?

Así entendida, la escuela es un espacio-tiempo donde importa el “para todos” (un mundo común, una llamada colectiva a asumir la recreación de la cultura) y el “para cada quien” (el carácter único y singular de quien aprende). La coordinación de lo colectivo y lo singular en el aula es uno de los ejes centrales del trabajo docente. Quienes denuncian la dictadura del constructivismo en las teorías pedagógicas deberían reconocer el aporte fundamental de esta corriente para dar voz y visibilidad a esa singularidad; hasta entonces, se pensaba que los chicos aprendían con una gimnasia mental que desarrollaba las facultades o con métodos tipo estímulo-respuesta. Empezar a estudiar la actividad de los sujetos que aprenden, incluyendo las hipótesis y saberes que movilizan al aprender y la lógica de sus errores, fue central para que la pedagogía pudiera reconocer que “hay alguien ahí”, que los estudiantes son seres de pleno derecho, con cognición, cuerpo y palabra, y que la docencia tiene que sostenerse en una ética de trabajo inclusiva y democrática.

Sin duda, la traducción de estas ideas a la enseñanza es compleja y requiere una formación docente sólida y condiciones de trabajo que permitan ocuparse de todos y de cada quien. Está presente el riesgo de perderse en la singularidad de los procesos de aprendizaje y descuidar cómo se forma el interés por el mundo y cómo se inscriben las nuevas generaciones en una conversación que los preexiste. Si se suma a este panorama la promoción de un “yo” desbordado desde las grandes plataformas digitales, la tendencia es a centrarse en lo que activa de manera inmediata el interés esquivo de las nuevas generaciones y a delegar en esas plataformas la definición del conocimiento que importa. 

En este contexto, más que frases efectistas, es fundamental profundizar la conversación sobre qué pedagogías y didácticas son necesarias ante mayores demandas de inclusión y transformaciones tecnológicas y políticas. Por tomar algunos ejemplos conocidos, ¿hay que corregir las faltas de ortografía de los chicos, y en qué etapa habría que empezar a hacerlo? ¿Hay que prohibir la lección y el dictado? ¿Es siempre malo aprender “de memoria”, o hay saberes que necesitan automatizarse para estar disponibles? ¿Qué hacer en el aula después de la invitación a tomar la palabra y opinar: hay que estar contentos con que todos participaron, o analizar las distintas perspectivas para llegar a algunos acuerdos comunes? No hay respuestas sencillas, y cada una de las preguntas tiene que desplegarse en estrategias de enseñanza situadas y que al mismo tiempo identifiquen problemas más amplios, entre otros las transformaciones de las formas de escribir y leer con los nuevos soportes tecnológicos y los desafíos de la escuela para trabajar lo “difícil pero importante”, como formula José van Dijck, cuando lo que prima es el botón de “Me gusta”, el escrolear o la recomendación automática de la plataforma.

¿hay que corregir las faltas de ortografía de los chicos, y en qué etapa habría que empezar a hacerlo? ¿Hay que prohibir la lección y el dictado? ¿Es siempre malo aprender “de memoria”, o hay saberes que necesitan automatizarse para estar disponibles?

El “solucionismo tecnológico”, como lo llama Evgeni Morozov, lejos de resolver las cosas, puede empeorar la situación. Un ejemplo: si la cultura común es definida por los algoritmos de búsqueda, y lo común se vuelve lo más popular y lo más visitado, el resultado es un empobrecimiento colectivo, una marginación de formas de saber no datificables, y una tiranía de las mayorías -orquestada, hay que decirlo, por plataformas con intereses comerciales que colocan en el primer lugar de los motores de búsqueda a sus anunciantes-. ¿Quiere decir esto que hay que excluir a los medios digitales de la enseñanza? De ninguna manera: si se quiere equipar a las nuevas generaciones para renovar un mundo común y ese mundo es de manera irreversible un mundo digitalizado, esa exclusión sería un error gravísimo. Pero igual de grave sería incluirlos sin una perspectiva crítica que enseñe a entender sus modos de operación, el poder de los algoritmos, sus lenguajes y su construcción de mundos.

Para todo eso hacen falta buenos docentes, que cuentan con un saber especializado que hay que actualizar para poder abordar los desafíos actuales. La tarea de enseñar en estas condiciones es tremendamente compleja; la autoridad no viene dada sino que hay que ganársela día a día, en una lucha desigual con plataformas que distraen la atención hacia otros espacios. Hay un cuestionamiento y un escrutinio público mayor sobre qué y cómo se enseña, con los celulares como nuevos dispositivos de control y vigilancia. Una docente decía en Twitter que en el retorno a la escuela presencial fue recibida por sus alumnos con un cartel en el pizarrón: “Sonríe, te estamos filmando”. ¿Cómo se protege cierta intimidad necesaria para los procesos de enseñanza-aprendizaje en estas tecnologías de la ubicuidad y la transmisión permanente? ¿Cómo se organizan formas de convivencia y trabajo con los saberes fundadas en el respeto y la confianza en el marco de polarizaciones y grietas? 

No sorprende entonces que en todo el mundo haya cada vez más escasez de docentes. En Argentina eso todavía no ocurre, quizás por la fuerza de un colectivo que persiste en defender mejores condiciones de trabajo y que ha sido, en las últimas décadas, impulsor de nuevos saberes docentes a través de escuelas, revistas y congresos. Es injusto acusarlo de falta de vocación de enseñar; los sindicatos son aliados en estas batallas, no enemigos. No es necesario acordar con todos sus reclamos para reconocer su contribución a que el trabajo docente sea valorado por nuevas generaciones de estudiantes y a que el promedio argentino de estudiantes por docente sea equiparable al de los países de la OCDE, algo que debería ser motivo de orgullo y no de escarnio.

Vuelvo a las medias verdades de las críticas efectistas. No hay duda de que las escuelas argentinas tienen muchas deudas pendientes, entre otras las de enseñar mejor para un mundo que está cambiando aceleradamente y para un planeta seriamente amenazado por los efectos de la acción humana. Se habla muy poco del Antropoceno en el debate pedagógico, que suele quedar entrampado en visiones muy coyunturales y localistas, como si la Argentina fuera el peor o el mejor lugar del mundo. No lo es, y lo que está pasando a escala planetaria definirá en buena medida la vida de los estudiantes, que en su vida adulta tendrán que buscar agua, cambiar su dieta y repensar la economía y la sociedad si quieren mantenerse con vida y ayudar a preservar formas complejas de vida en la Tierra. Habría que interrogarse sobre por qué lo digital entra con tanta fuerza como contenido de futuro mientras que la agenda ecológica viene tan rezagada en las discusiones curriculares y pedagógicas.

Hay mucho para seguir pensando y discutiendo, y ojalá que en Gloria y Loor surjan otras intervenciones que profundicen algunas de las líneas planteadas. Pero antes que nada habría que promover una nueva valoración de la escuela y del trabajo de enseñar que emerja de una conversación pública con mejores argumentos y con visiones de futuro más generosas. Es tiempo de salir de la frivolidad y la chicana en los debates pedagógicos y de pensar cómo construimos una escuela mejor, qué contenidos y métodos imaginamos, y cómo sostenemos colectivamente una institución tensionada por tantas precarizaciones pero al mismo tiempo crucial para que sea posible un futuro común. 

Ilustración: Tamara Aimé Contreras

Publicada el 16 de septiembre de 2021.


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Inés Dussel

Inés es Doctora por la Universidad de Wisconsin-Madison y es Profesora-Investigadora en el DIE-CINVESTAV, México. Escribe, investiga y da clases sobre educación desde hace varias décadas. Es porteña de corazón, aunque no de papeles. Le interesan la historia y el presente de la escuela, los cambios tecnoculturales y las pedagogías visuales, entre otros temas.

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