La muerte (y dificultosa resurrección) de la autoridad docente

Fotografía: Laura Frydenberg. En Instagram: @ojo.de.tiza

La autoridad docente se encuentra en jaque desde distintos espacios y a través de distintos discursos. ¿Se puede ejercer la autoridad en la escuela sin autoritarismo? ¿Por qué es tan difícil?

Una primera versión de esta nota fue publicada en 2018 en el blog fuelapluma.com.

Hoy intenté separar a dos alumnos que se estaban agarrando a trompadas en la esquina del colegio donde trabajo. Podría decir que mi intervención no solucionó demasiado, y que en todo caso dilató la resolución de la trifulca. No puedo asegurar que el enfrentamiento entre ambos pibes no continúe en otro momento o en otro lugar.

Algo está claro: a ninguno de los dos le importó demasiado que yo fuera un docente de la escuela.

Otra cosa está clara: la autoridad del docente, como la conocíamos, murió. Hace rato. Hoy volví a comprobarlo.

La autoridad docente moderna

En cada alusión nostalgiosa acerca de estrategias fallidas en el aula (“los chicos no me dan bola, están todo el tiempo con el celular, hablan por WhatsApp, me insultan, no es como antes”) se esconde el recuerdo del modelo de autoridad sobre el cual se constituyó la imagen del docente en los sistemas educativos nacionales, durante los siglos XIX y XX.

Hijo dilecto de la modernidad, el concepto de sistema educativo público es fruto de la construcción de esquemas jerárquicos de reproducción social: la familia tipo, el trabajo con jefes, horarios y deberes claramente delimitados, el monopolio de la violencia legítima por parte del Estado, la idea del Estado asociado a la Nación, enmarcado en un territorio, con una presunta identificación cultural, símbolos patrios, leyes soberanas. Allí entran entonces el hospital, la escuela, la cárcel: las tres grandes instituciones que analizó Michel Foucault en “Vigilar y castigar”.

La imagen del pasado donde los chicos respetaban la figura del docente pivotea sobre algunos rituales: se paraban y saludaban cuando entraba el maestro, acataban rígidamente las reglas, formaban tomando distancia, en las efemérides se reproducían esquemas militares.

Y lo más importante: ni en la familia, ni en el trabajo, ni en la escuela, las autoridades no tenían que dar explicaciones acerca de las decisiones que se tomaban. Ni un cachetazo, ni un despido, ni un traslado, ni una calificación, ni una sanción tenían que tener fundamentos. Incluso, al no ser la educación pensada como un derecho social, cuando se producía una expulsión del colegio, el sistema educativo ni siquiera tenía que contemplar la necesidad de que el alumno continuara sus estudios en otra escuela. El aura de la adultez con legitimidad a priori, los ritos marcializados, el disciplinamiento de los cuerpos, todo eso hacía descansar nuestro trabajo en un sustrato de arbitrariedad: las cosas son así porque sí.

Y punto.

Pero el “lado B” de esa autoridad rutinizada, incuestionada y naturalizada era el –permanente– abuso del poder. Agresiones y humillaciones directas a los alumnos –el profesor de “The Wall”, arbitrariedades absolutas en la calificación –desaprobar a todo un curso por una “falta de respeto”, o más aun, por una crítica a una conducta éticamente cuestionable del docente–, abusos sexuales basados en la impunidad machista y adultocéntrica, entre muchos etcéteras más. Pero también existía un escenario que no cuestionaba demasiado el rol de la escuela y de los docentes en ella: no había comentarios permanentes en las redes sociales ni de parte de funcionarios, académicos, periodistas y público en general acerca de la irrelevancia de la escuela, o sobre docentes adoctrinadores, o sobre el sinsentido del nivel secundario, o acusando el currículum escolar de obsoleto. Todo esto ocurre permanentemente, y hasta es probable que vos, lector, lectora, alguna vez hayas dicho algo parecido en un ámbito público.

¿El fin? de la autoridad moderna

En la década de 1960 el estallido de la juventud llevaba a las estrellas de rock de veintipico a denunciar las atrocidades del mundo adulto: guerras mundiales, bombas atómicas, represión estatal desatada. La crítica a la autoridad adulta –y su contracara de abusos silenciados, las dos caras completamente indiscernibles de la misma moneda– disparó hacia el otro extremo: suspender la autoridad, extender la niñez y la adolescencia. A la irracionalidad de Joseph McCarthy cazando comunistas en Hollywood le respondieron los hippies de Woodstock años después, bailando en el barro, viajando en alfombras de LSD.

Una mala lectura de la modernidad llevó al cuestionamiento de todo tipo de autoridad y orden social, como si la sola voluntad individual alcanzara para llegar al horizonte de la felicidad colectiva, como si desatar salvajemente los deseos fuera suficiente para escapar de nuestras jaulas de cuerpos y mentes normalizadas. Entonces, como canta Arcade Fire: es necesario todo ya. No hay paciencia ni tiempo para demorarnos, no hay apuestas a mediano y largo plazo, el “aburrimiento” ha perdido legitimidad, no hay construcciones orgánicas. Así como también las disciplinas humanísticas y sociales, a quienes no se les reconoce una utilidad inmediata para la sociedad. Crítica que alcanza incluso a investigación básica en las llamadas “ciencias duras”. La necesidad de satisfacer urgentemente -los deseos, el lucro- se lleva tan bien con el neoliberalismo salvaje.

En nuestro país fue la salida a la dictadura: si uno le echa un vistazo a la literatura educativa de los 80 ve la palabra “autoritarismo” por todos lados, como una característica de la escuela que había que modificar urgente con los nuevos tiempos. El camino de salida, sin embargo, se llenó de malas interpretaciones de la crítica al adultocentrismo que ponen al alumno como un soberano incuestionable que nunca debe ser limitado cuando se está expresando, aunque esto signifique una falta de respeto o interrumpir la clase permanentemente. Pareciera que, en el ejercicio de la autoridad, los docentes sólo identificamos dos modos: el autoritario y el laissez faire. Como aquella leyenda que dice que los policías sólo reconocen dos órdenes: “Dispará”/”No dispares”, las burocracias áulicas parece que fuéramos incapaces de discernir grises, modos, intensidades que requieren respuestas rigurosamente situadas, nunca recetas generales. El autoritarismo y el laissez faire, es cierto, son dos respuestas generales posibles. Y tal vez los docentes, en este sentido, reclamamos respuestas generales imposibles, pues las respuestas a las faltas de disciplina no pueden ser pensadas sin su contexto.

Lo que sí está claro es que tal vez la escuela sea la institución que más ha trabajado una crítica a la autoridad moderna que la constituyó. No sucede así en las cárceles, y en los hospitales muy lentamente se abren cuestionamientos a las conductas más autoritarias de los médicos. Pero en la escuela argentina, por lo menos, hace 35 años que se rompieron las cadenas del autoritarismo como único marco pedagógico legítimo. Pero ahí está el problema otra vez: el autoritarismo fue la única forma de autoridad que conoció la escuela.

Es cierto que ese autoritarismo habilitaba un orden en el que el docente descansaba de tener que refrendar esa autoridad –aunque deberíamos ver hasta qué punto esto es cierto y hasta qué punto no era una puesta en escena–. Pero la autoridad naturalizada, digámoslo de nuevo, era la contracara del autoritarismo arbitrario.

La cesión de espacios de participación de los alumnos, el avance en los derechos de las niñas, niños y adolescentes, la agenda de género y la centralidad del alumno que plantean las pedagogías de los últimos 40 años son percibidas, por los docentes que están habituados a los viejos esquemas de la autoridad moderna –porque fueron a la escuela allí, porque se formaron como docentes allí, porque sus primeros años de carrera transcurrieron así– como abusos, como extralimitaciones, como excesos de paciencia, confianza y credibilidad hacia los pibes. ¿Cómo se construye de nuevo la autoridad en el aula en tiempos culturales que endiosan a la juventud, que identifican vejez con descarte y obsolescencia? ¿Cómo se construye legitimidad docente en tiempos de redes sociales, de la potencialidad de filmaciones clandestinas de escenas de aula, de memes que circulan? ¿Cómo se afirma la centralidad de la tarea de enseñar cuando los pibes hablan guaraní, justamente, para que la docente no pueda entender lo que dicen? ¿Estar todo el tiempo a los gritos como un sargento pasado de cafeína suma o resta para construir una buena convivencia escolar? ¿Todo es «para los chicos»? ¿Estamos los docentes permanentemente bajo sospecha?

¿Cuáles son los atributos de la autoridad adulta, en la escuela de un siglo XXI diverso, veloz, adolescentecéntrico, pero con amenazantes reacciones desde lo más oscuro del integrismo religioso y fascista que creíamos sepultado?

Autoridad sin autoritarismo en la escuela

La democracia de masas le representa, a una institución “naturalmente” autoritaria como la escuela, el cuestionamiento a uno de sus fundamentos básicos. De nuevo: ni el hospital ni la cárcel tienen que transitar este proceso de autocrítica y reformulación de una de sus columnas basales.

Para empezar, ante la pregunta de por qué debemos dar explicaciones de nuestros retos y sanciones, podemos pensar lo siguiente: la enorme mayoría de las reglas del sistema democrático –las leyes vigentes– son fruto del debate parlamentario, que consiste precisamente en dar argumentos de por qué una norma es la más adecuada para un contexto y un lugar. Salvo las heredadas de gobiernos dictatoriales, esas normas no fueron impuestas arbitrariamente por un poder fuera de la sociedad civil, sino que la misma sociedad civil elige periódicamente representantes para elaborar las normas jurídicas que permiten la continuidad del orden social en sentido bien amplio (o sea, no matarnos a tiros).

Y si en la escuela debemos enseñar la convivencia democrática, la resolución no violenta de los conflictos, y fomentar la autonomía ética de nuestros alumnos, también tenemos que poder justificar las decisiones que tomamos desde nuestro lugar de autoridad. Desde ya, sin renunciar a la asimetría ni a nuestro rol de autoridad. Las leyes establecen espacios democratizados en la escuela, que están dados a la participación y debate por parte de los alumnos. Ellos, sin embargo, no pueden elegir a sus docentes, ni sus horarios, y las estrategias pedagógicas son planteadas por el docente –que, de todos modos, puede habilitar la discusión de algunos aspectos del contrato didáctico–, entre tantas otras variables que los alumnos deben aceptar como partes del sistema. Fundadas en leyes debatidas oportunamente fuera de la escuela. Sin embargo, como plantea Marina Larrondo, que existan espacios donde los adolescentes pueden poner palabras a sus reclamos y donde los docentes pueden explicar por qué existen determinados límites puede volver mucho más sensata la cotidianeidad escolar, al revés de lo que podría suponer un adulto poco habituado a escuchar a los estudiantes.

Adicionalmente, o como expresión más acabada de la nunca resuelta salida al esquema autoritario de la vieja escuela, podemos indagar acerca del tabú de hablar de “sanciones” en la escuela -cuando incluso así lo proponen algunos documentos y normas recientes cuando se trata de reparar una falta-, como también -en el otro extremo del arco pedagógico- la imposibilidad de muchos docentes de corrernos del lugar de investigador, fiscal y juez de una falta que cometió un alumno. En ninguno de los dos escenarios parece armarse bien el marco para lo más necesario y fundamental que debe promover la escuela ante una falta de disciplina: un cambio en el posicionamiento subjetivo del alumno que la cometió, como bien señalan Mara Brawer y Marina Lerner en ocasión de los reclamos de alumnas atravesados por la agenda de género. La escuela no es ni la policía ni el poder judicial para condenar delitos -no sólo no es su función: tampoco tiene estructura para ello-, pero tampoco se pueden dejar pasar las faltas graves como si no hubieran sucedido. ¿Cómo promover una reflexión profunda, en esos casos, que impida su repetición y que subsane lo actuado? ¿Cómo entender que los adolescentes cometieron faltas en la escuela desde que ésta existe, lo hacen y lo seguirán haciendo más allá de los cambios de contextos?

Lo cierto es que, como parte obvia de la relación institucionalizada entre menores y adultos, es perfectamente normal que haya fricciones, desacuerdos y conflictos. Situaciones que se vuelven más crudas y habituales en escenarios de deterioro social, como el que estamos atravesando. En esos escenarios, algunas recomendaciones posibles pueden ser:

  • No ponerse, jamás, al mismo nivel que los alumnos. Si cometieron una falta se actúa llamando la atención o solicitando que otro adulto lo retire del aula si no puede permanecer en ella, pero nunca hay que encarar una discusión eterna como si fueran pares. La autoridad exige altura para lidiar y clausurar el conflicto, y permanecer como parte del juego del conflicto resta legitimidad.
  • No avanzar con la clase si no están dadas las condiciones mínimas. El clima de trabajo es la condición de posibilidad de llevar adelante lo planificado, y no al revés. Ahí, detenerse en solucionar el conflicto.
  • Dejar registro escrito de toda situación de conflicto que haya excedido los límites de lo manejable y habitual. Entregar copia a la conducción de la institución y, si no hay confianza con ella, solicitar una copia firmada de la entrega.
  • Fuera del conflicto, analizar cómo se gestó: ¿Es una crisis de autoridad de entrada con un docente puntual? ¿Pasó algo específico que derivó en el conflicto? ¿Cómo podría haberse evitado? ¿Tiene que ver con factores vinculados a la escuela o hay variables sociales y familiares que exceden la tarea docente? En este último caso, con más razón, se debe dar intervención a la conducción del colegio y a los equipos de psicólogos, psicopedagogos, asistentes pedagógicos, etc. que estén disponibles. Los docentes no somos los padres de nuestros alumnos –estoy hay que subrayarlo, especialmente en nivel medio donde hay muchos docentes sin formación docente inicial, que resuelven la relación con los adolescentes con su experiencia como padres–, tampoco trabajadores sociales, ni médicos ni psicólogos. Debemos tomar los factores que detectemos, contener inicialmente la manifestación de ese conflicto externo y elevarlo.
  • Buscar docentes aliados que conozcan al grupo y con quienes se pueda pensar una intervención. Llegado el caso, solicitar la presencia de un segundo docente, o preceptor, o alguna persona del equipo de conducción, en caso de prever tensiones en las clases subsiguientes.
  • Pedir ayuda en el momento si la situación es inmanejable. Concretamente: abrir la puerta, pegar un grito, solicitar la presencia urgente de otro adulto de la escuela en el aula.

La crisis de la autoridad docente como zeitgeist

No es sólo un síntoma epocal, no es sólo tributario de la posmodernidad y de la caída de las grandes certezas que creíamos naturales y eternas, y escondían abusos brutales y arbitrariedades detrás. Hay, además, políticas concretas de parte de los propios gobiernos que suman a esa caída de la legitimidad de nuestro trabajo.

Un gobierno que entabla una relación con el gremio –entendiendo como “gremio” al conjunto de trabajadores y trabajadoras vinculados a una actividad, los sindicalizados y los no sindicalizados– a través de la descalificación de nuestro trabajo, que propone reemplazar con voluntarios sin formación alguna a los docentes en huelga, está diciendo que hacemos mal nuestro trabajo y que somos reemplazables por cualquier peatón que pase por la puerta de la escuela. Hacia afuera, este tipo de discursos suman a la idea general de que los docentes trabajamos mal –básicamente por no responder a las expectativas, irreconciliablemente variadas, de las familias–, y crean un sentido de opinión que nos deja prácticamente sin investidura de autoridad frente a los alumnos.

Pero además, como dije más arriba, los comentarios permanentes acerca de la obsolescencia, de la inacción de la vagancia de la escuela suman a ese deterioro de la relación con los alumnos. En nuestro país, la pandemia dejó en muchos sectores la sensación -o la convicción, más bien- de que los docentes estábamos felices con el escenario de no ir a la escuela y que militamos “dos años de escuelas cerradas porque no quieren trabajar”. Mucha gente se expresó violentamente en las redes en este sentido, acusando incluso a los maestros de “militar el abuso sexual”. Muchas de esas personas se preguntan hoy por qué faltan docentes, por qué es tan complicado cubrir horas y cargos, por qué cada vez menos gente quiere dedicarse a este trabajo. Y no ve, aparentemente, en su accionar de permanente descalificación, el granito de arena que suma al desierto en que parecen estar convirtiéndose los sistemas educativos de occidente. (Si hay algo que tienen las redes sociales es eso: al tiempo que son nuestro canal de furia cotidiana también minimizamos el impacto que eso tiene en el mar de opiniones, imágenes y memes: somos los soberanos para expresar nuestra indignación y simultáneamente somos irrelevantes cuando sopesamos el impacto de esa acción que no dejamos de ejecutar, como adictos).

Por otro lado, la escuela, y los docentes en particular, aún ostentamos una cuota del poder moderno clásico: tenemos la potestad de acreditar los conocimientos necesarios para que los alumnos pasen de grado o de año. La birome de color levantada sobre el examen, sobre la planilla de calificaciones y sobre el boletín nos asegura que el sistema educativo sigue confiando en nuestro trabajo y en nuestro criterio. Pero si ampliamos la mirada del implacable 2 (dos) y vemos más allá de ese examen, de nuestra escuela, incluso de nuestra provincia, veremos que no es así, y que incluso ese último refugio también está en crisis, y por acción directa de los gobiernos.

La educación entra a la agenda mediática en dos ocasiones: cuando se discuten los salarios docentes y cuando se informan los resultados a alguna –no importa cuál– evaluación estandarizada, que seguramente revelará que la educación argentina está quién sabe cuántos escalones abajo que la educación surcoreana (?????) en un ránking que compara soja con acupuntura. Esto significa que las estadísticas que se toman para evaluar si los docentes hacemos bien nuestro trabajo ya no son cuántos alumnos aprueban, pasan de año, vuelven a la escuela, sino que se establecen criterios elaborados en alguna oficina de algún organismo multilateral de crédito. O incluso del propio Estado, en el caso del Operativo Aprender y su antecedente, el ONE. Más allá de relevar información acerca de lo que se aprende -o lo que no-, ¿qué mensaje envían estos operativos sobre nuestro trabajo cotidiano?

Que nuestra evaluación no sirve, no cuenta, es intrascendente para pensar políticas públicas o para los organismos multilaterales de crédito. Cada vez más, las calificaciones que nosotros ponemos parecen ser una ficción obsoleta para pensar el sistema educativo. Desde las cúpulas, con el objetivo de hacer campaña electoral con buenos resultados en los operativos de evaluación, lentamente apuntan a entrenar a los alumnos para que estos den “bien”, independientemente de si eso es lo que efectivamente deberían aprender en la escuela, para sus vidas, en la Argentina y el mundo del siglo XXI. Dicho de otro modo: nuestro último refugio de autoridad moderna es un ejercicio intrascendente. Ni calificar las evaluaciones es nuestra potestad.

Detrás de las alarmas hiperbólicas y campañas con hashtags y celebrities que se encienden ante cada puesta en escena para comunicar los malos resultados de alguna evaluación estandarizada hay un modelo concreto de docencia: ser exclusivamente un implementador, un facilitador, un mediador entre los alumnos y un paquete de contenidos enlatados –o sea, prefabricados en alguna empresa editorial multinacional, como Santillana– en plataformas virtuales. Para eso no hace falta formación ni titulación docente, mucho menos Estatuto del Docente.

Puede sonar a esquema conspirativo. Sin embargo, los cabos pueden atarse: la pérdida de la autoridad docente –enmarcada en la pérdida de la autoridad adulta– le viene como anillo al dedo a los organismos multilaterales, como el Banco Mundial, que le recomiendan a gobiernos que desregulen el trabajo y el sistema educativo, generando una miríada de nichos de mercado. Esto, y no otra cosa, es la mercantilzación de la educaciónla docencia como trabajo vaciado de sentido, los docentes reemplazados por facilitadores sin título ni contrato, los contenidos definidos con criterios empresariales en las sedes centrales de esas empresas y no por los consensos alcanzados por una sociedad soberana, a través de sus representantes.

Escenario con preguntas

Los docentes estamos tratando de reconstruir nuestra autoridad con esquemas democráticos, al mismo tiempo que desde los propios medios de comunicación, los académicos que sostienen que hay que destruir la escuela y hasta los gobiernos nos deslegitiman de forma sistemática, generando consenso social (¿hay una mejor definición de “hegemonía”?).

Estamos en un momento de los sistemas educativos modernos en los que tenemos que pensar seriamente los sentidos de su continuidad, al mismo tiempo que debemos contener las distopías desreguladoras del capital concentrado que cala cada vez más hondo en las estructuras de gobierno y de la cultura, con cada vez menos mediaciones.

Es central, y urgente, elaborar corrientes de discursos que interpelen a amplios sectores de la sociedad, a través de las nuevas formas de circulación de la información –esto es, dicho brutalmente: con mensajes bien aceitados a través de las redes sociales, con coacheo cuando haga falta–, que permitan establecer acuerdos sobre lo necesario de mantener los sistemas educativos, no sólo como “guarderías” para que los adultos de las familias salgan a trabajar, sino como espacios de transmisión y construcción de conocimientos y ciudadanías adecuadas a los tiempos que vienen.

Publicada el 11 de junio de 2023

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Manuel J. Becerra@CheMendele

Nació con Videla y sin poder, como dice Charly, en 1979. Hizo toda su educación obligatoria en Escuelas Normales, lo que le dejó una marca indeleble de sarmientismo culposo con el que no sabe bien qué hacer. Tal vez por eso es Profesor y Magíster en Historia, enseña hace más de 10 años en secundaria, formación docente y universidad pública. Publica cada tanto obsesiones y caprichos sobre política educativa, pedagogía y didáctica en el blog fuelapluma.com, y a veces en distintos medios de comunicación y portales electrónicos. No demuele hoteles.

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