El UPD ("Último Primer Día") va ganando protagonismo año tras año como foco de tensión y conflicto entre familias cada vez menos "tipo" y una escuela ahogada en cada vez más demandas
Quiero hablar del UPD (“Último Primer Día”) y quiero partir de un postulado básico: los protagonistas de la educación -docentes, directivos, padres, madres, estudiantes- no pueden ser comprendidos a partir de la creencia de que se manejan desde la mala fe y/o el absurdo. Son actores distintos, con intereses distintos, hijos de su tiempo histórico y viven su vida en general y sus roles y tareas en particular de acuerdo con algunos sentidos. A veces, hacen lo que pueden, a veces lo que quieren y, muy seguido, lo que creen que deben hacer. Los y las adolescentes están al cuidado de los adultos y adultas, y están en un momento de aprendizaje y formación. A la vez son sujetos que, hacia los 17 años van adquiriendo una autonomía progresiva y, en la escuela, son responsables por sus acciones. En todo caso, se trata de pensar y desentrañar en base a qué sentidos, con qué creencias y convicciones sobre sus roles y tareas, estos actores hacen lo que hacen. ¿Me estoy atajando desde el relativismo? No: estoy tratando de poner algunos puntos de acuerdo para pensar cuestiones (¿y soluciones?) que sean algo más que una paráfrasis de la queja y el deber ser.
Hace justo diez años, cuando hacía el trabajo de campo de mi tesis de doctorado en la provincia de Buenos Aires, hubo algunas escenas escolares que me llamaron la atención. La primera fue una fiesta de egresados de secundaria, en un salón muy cool y con un catering digno de un casamiento. Había recepción, había plato principal, había lucecitas, baile y mesa de dulces… En un momento miro hacia un costado y observo un grupo de mujeres vestidas con shorts y zapatillas All Star, relativamente jóvenes -muchas de ellas tendrían mi edad actual- que lanzaban grititos entusiastas y se preparaban para hacer una “coreo”. Una interesante cantidad de madres de los egresados de 6to año bailaron una coreografía para homenajear a sus hijos e hijas. La imaginación sociológica me agarró desprevenida y no me proporcionó herramientas rápidas para comprender qué pasaría por la cabeza de los y las adolescentes que festejaban su egreso al ver la coreo de sus madres. Tampoco les pregunté. La performance no quedó ahí. También hicieron una especie de entrega de premios Oscars a los estudiantes de acuerdo con determinadas características. Por ejemplo, “Oscar al dormilón”, “Oscar al mas distraído”, “Oscar a la charlatana”. Por supuesto, yo pensé que si esa idea tenía algo de divertido era que, justamente, fuera organizada por los propios alumnos, quienes vivieron seis (o hasta doce) años de su escolaridad juntos y se conocían entre sí mejor que nadie. Los egresados no parecían molestos, pero transcurrían estos momentos de ¿su? fiesta como educados y divertidos espectadores de quienes (en definitiva) la habían pagado y organizado.
Los protagonistas de la educación -docentes, directivos, padres, madres, estudiantes- no pueden ser comprendidos a partir de la creencia de que se manejan desde la mala fe y/o el absurdo
En una escuela tradicional y religiosa de la zona norte del conurbano, chicos y chicas me contaban que habían logrado consensuar algunas demandas con su escuela. Por ejemplo, que la escuela les cediera un lugar para tomar mate (la llamaban “matera”) y que los viernes se flexibilizara el uniforme. Negociación y acuerdo o, mas bien, pedido y concesión. A ellos si les pregunté “¿qué es lo que mas les molesta de esta escuela?”. “Que los docentes nos espían en las redes sociales y nos dicen cosas”. Ante mi cara de asombro, siguió la explicación: a veces salimos y publicamos fotos y las profesoras nos dicen “ah, yo te vi, estuviste tomando” o incluso los directivos nos dijeron que teníamos prohibido tomar o subir fotos tomando alcohol. Como mi tesis era sobre movimiento estudiantil y centros de estudiantes y a la vez estos adolescentes se sentían vulnerados en su intimidad y en su vida privada (que era de ellos y de sus padres), me intrigaba cómo y por qué no se les había ocurrido que la organización estudiantil o conocer sus derechos o las normativas que los amparaban, podía servirles para protegerse de esta situación. Efectivamente, no los conocían y tampoco sabían que podían hacerlo siendo estudiantes de una escuela privada. Unos años después, bastante lejos de ahí, en una de las tomas ocurridas en una escuela dependiente de la Universidad de Buenos Aires, salió a la luz que había comisiones de padres nucleados en grupos de WhatsApp que se organizaban para “apoyar” las tomas, llevar comida a los jóvenes y hasta los aconsejaban en relación al desarrollo de la conflictividad.
Este anecdotario, que de casual no tiene nada (¡lo prometo!) transcurría a la vez en otro proceso: el fuerte impulso de la gestión gubernamental nacional y jurisdiccional a la participación estudiantil y a las políticas publicas de juventud participativas, basadas en la idea de autonomía progresiva y el postulado de la declaración de los derechos de niños, niñas y adolescentes que sostiene que los y las jóvenes tienen derecho a ser escuchados y a participar. Lo dejo como nota.
En las escuelas a las que voy actualmente no aparece el UPD como un problema. No sé si tiene que ver con que son escuelas técnicas o con que son públicas, o las dos cosas a la vez. Hace diez años yo no registré la presencia de esta práctica ni tampoco aparecía como un problema en los relatos de los directivos, estudiantes o incluso supervisores. Entrevisté a muchos supervisores bonaerenses, también trabajé en una provincia patagónica y si bien el consumo de alcohol y sustancias, las previas y juntadas preocupaban mucho a los directores, el UPD no aparecía -por entonces- como un tema en sus escuelas.
El UPD como festejo, estructuralmente, no se distingue demasiado de las “previas”, juntadas o fiestas y, al igual que en éstas, hay consumo de alcohol y/o de otras sustancias. El festejo culmina con la entrada a la escuela a veces de modo festivo, lo que, a priori, tampoco se distingue de otras celebraciones presentes en la historia de la escuela secundaria como las vueltas olímpicas. Lo que distingue al UPD, en lo “performativo”, digamos, es la aparición pública de los jóvenes. A diferencia de otros tipos de festejos, lo que fue apareciendo como un rasgo peculiar y como una preocupación inédita es la asistencia a la escuela bajo los efectos del alcohol u otras drogas. Exactamente al revés de lo que molestaba a los estudiantes que yo entrevisté diez años antes: aquello que ocurría en su vida privada (bueno o malo, lindo o feo, no importa, privado al fin) era espiado por los adultos. El UPD invierte esta ecuación y son los adolescentes los que “muestran” sus consumos “privados” a sus docentes y directivos. Algo cambió en pocos años y no me parece tan fácil arriesgar qué y por qué.
Otra de las cosas que distinguen al UPD es que, en muchos casos, esto sucede con conocimiento de causa de los padres e incluso con su apoyo. No tengo la menor idea acerca de qué motivaciones puede haber detrás de esta idea, posiblemente los padres crean que así controlan más una situación que por definición es de descontrol y a la que temen, o si creen que sus hijos se sentirán más cerca y acompañados afectivamente o si mostrar un “saber hacer” del manejo de la noche y el alcohol redundaría en un mayor reconocimiento.
El hecho es que esto preocupa y con razón a las escuelas, no sólo por el peligro que implica para los jóvenes, si no por la responsabilidad que representa para los docentes y personal auxiliar, porque hay otros estudiantes que son más chicos y porque recibir e intentar hacer algo con estudiantes alcoholizados es desconcertante y está fuera de lugar. El UPD es un modo de festejo que pone en reales aprietos a los trabajadores.
Distintos organismos del estado sentaron posición frente a esto. Así, lanzaron recomendaciones y recursos para que las escuelas trabajen el tema de los consumos problemáticos entre estudiantes, padres y docentes. La propuesta es lograr acuerdos y que el festejo no culmine en situaciones de peligro para la salud y desborde. También se interpela a los adultos a reconocer en el UPD un “hito en la escolaridad” y una “practica cultural de las personas jóvenes”.
En relación a esto, me interesa plantear algunos apuntes sobre los vínculos entre prácticas culturales y políticas juveniles, adultos, adultocentrismo y la fertilidad de plantear estrategias específicas para resolver estas situaciones. A partir de aquí voy a ensayar las respuestas que se me ocurren y -perdonen el lugar común, pero es así- muchas otras preguntas que me parecen aún más útiles.
La verdad es que estaría buenísimo pensar que sólo se trata de dialogar con estudiantes y con culturas juveniles, y buscar acuerdos o como comúnmente se dice, “puentes”. En este punto, podríamos discutir si esto sería un antídoto contra el adultocentrismo o, justamente, la consagración del adultocentrismo que no deja práctica juvenil sin colonizar, sin “comprender” y sin incluir en sus instituciones. Personalmente yo no estoy de acuerdo con que el UPD sea un hito para todos los estudiantes secundarios y tampoco creo que toda práctica “de las personas jóvenes” deba ser “reconocida” como sinónimo de incluida (y ¿normalizada?) en las escuelas. Creo, más bien, que esto último es una manera pragmática que las instituciones han encontrado para nombrar e intentar controlar lo impredecible y peligroso del festejo y poder cuidar a los estudiantes. Y aquí uno puede hacerse otras preguntas sobre el reconocimiento y el diálogo con todo aquello que son los jóvenes. ¿Por qué los adultos queremos dialogar con las prácticas culturales juveniles? ¿Qué buscamos? ¿Es necesario dialogar con todas las prácticas juveniles? ¿Dialogar es escolarizarlas? ¿Sólo se trata de conocerlas?
Y bueno, pero los chicos cada vez van más dados vueltas a la escuela, ¿qué hacemos? Podemos hacer muchas cosas, y debemos hacerlas, y nos guste o no vamos a tener que seguir haciéndolas. Pero lo que a mí más me importa es pensar si en verdad hay posibilidades de establecer un diálogo y un encuentro entre adultos y estudiantes que sea sostenido y que no haya que inventarlo e intentarlo cada vez. No estoy planteando un lugar común más. Me pregunto si es posible que, como resultado cotidiano de habitar la escuela, como resultado de las acciones de quienes allí pasan parte de su tiempo y hacen cosas, a los propios chicos y chicas les parezca que no da ir a la escuela dado vuelta. No porque es peligroso o porque se van a enojar o porque queda feo si no porque no es un buen plan. La pregunta que deberíamos hacernos es ésa. Por qué no están esas condiciones, por qué esos límites no son percibidos o respetados o, por el contrario… por qué los chicos creen que es un buen plan que la escuela los reciba y los vea así. Y esta última pregunta se me escapa muchísimo, pero vale la pena plantearse si no está pasando un poco eso.
Yo creo que los problemas que visibiliza el UPD no son “culpa” de los estudiantes, ni de los docentes, ni siquiera de los padres y madres. Es culpa de cómo funciona y está planteada la relación entre estos actores. Porque si hay algo que creo que perdimos es esta noción: padres, madres, estudiantes y docentes son actores distintos con intereses, expectativas y sensibilidades distintas. La famosa responsabilidad que reclamamos en los jóvenes no está flotando en el aire, no se adquiere por ósmosis, se aprende. Sería fácil decir que es responsabilidad de las familias enseñarla, o del profesor de Ciudadanía o que “faltan ejemplos” y por eso estamos como estamos. Pero no es tan fácil.
El respeto mutuo y la responsabilidad pública sólo se aprenden en espacios que posibilitan ejercerla y aprenderla por la experiencia. Algo que nos encanta a los profesores: aprender haciendo. Esto no es sólo una “estrategia pedagógica”: las personas devienen responsables como consecuencia de que todos los días deben responder frente a otros por sus propias acciones. Una escuela en la que se está poco, o se hace poco, o todos sus espacios están tutelados, en la que sólo unos hacen la mayoría de las cosas, no es una escuela propicia para aprender a hacerse responsables. Porque no hace falta.
Las escuelas secundarias, en general, funcionan como instituciones muy poco democráticas y con muy pocos espacios de hacer en común. Existen muchas herramientas para que esto no sea así. La Ley de Educación Nacional, la Ley de Centros de Estudiantes, las reglamentaciones provinciales, los reglamentos escolares, establecen derechos y obligaciones de toda la comunidad educativa, tanto en las escuelas públicas como en las escuelas privadas. Así, sabemos que los estudiantes tienen derecho a participar y a tener voz en las decisiones de la vida institucional, que los y las docentes también (y en general tienen casi una nula injerencia en la toma de decisiones importantes de la vida escolar), que madres y padres pueden conformar sus órganos participativos, que los estudiantes podrían discutir y negociar muchas cosas con las que no están satisfechos, que los adultos deben escucharlos, que esos mismos adultos también pueden decirles cuáles son sus temores, qué derechos tienen como trabajadores, en qué pueden ayudarlos y en qué no y hasta dónde les corresponde hacerlo. Que esos mismos adultos tienen que poner límites, pero que de la mayoría de esos límites deben rendir cuentas.
Podríamos discutir si esto sería un antídoto contra el adultocentrismo o, justamente, la consagración del adultocentrismo que no deja práctica juvenil sin colonizar, sin “comprender” y sin incluir en sus instituciones
Cuando una analiza cómo se vinculan con la escuela los estudiantes que participan en espacios que realmente funcionan, observa que hay una infinidad de relaciones de solidaridad y cooperación que no eliminan la conflictividad pero que sí posibilitan vínculos de reconocimiento y respeto genuino y mutuo. Déjenme elaborar la siguiente hipótesis: cuando en la escuela se trabaja, se participa y se decide y se hacen cosas valiosas junto con los adultos, es difícil imaginar que realmente sea un plan “ir a la escuela dado vuelta”. No porque existan prácticas capaces de generar seres impecables sino porque, por ahí, algunas cosas dejan de tener sentido. Es muy probable, también, que si los estudiantes ejercen sus derechos, otras cosas también dejen de tener sentido, como las arbitrariedades de las que a veces se quejan. Es posible que una mejor institucionalidad cotidiana, más democrática, más participativa, funde una autoridad adulta más reconocida por lo operativa y necesaria que resulta, antes que por la formalidad silenciosa. Y es probable también que quienes ya tienen la gimnasia de participar y organizar acciones de todo tipo en la escuela -que es, por ejemplo, lo que sí hacen los centros de estudiantes activos-, al llegar a su egreso sean capaces de organizar con autonomía su propia fiesta de egresados y otras prácticas de las personas jóvenes que los involucran.
Publicada el 5 de marzo de 2023