Enviado el 8 de agosto de 2022.
Salute tutti!! ¿Cómo va? ¿Han descansado? ¿Han paseado? Trato de ponerle onda al regreso, sobreactuando alegría, pero… ¡qué fiacaaa! Sin Infierno no hay Cielo, y apreciamos los feriados porque existen los otros días, esos terribles, los laborales. De verdad, los viernes no tenían ninguna gracia durante la cuarentena. Sin embargo, no puedo dejar de quejarme, así soy yo…
dos semanas de vacaciones y arranco con mis lamentos borincanos y bolivianos
En esta entrega no hablaré de rituales vacíos, ni de historias del aula. Voy a continuar un relato intermitente que tiene a Priscila como protagonista. ¿Se acuerdan de la niña traviesa que se escapó en nuestras narices? En aquella entrega Priscila y yo nos habíamos quedado en este final congelado:
Eso había sido en febrero, y después había tenido muy pocas noticias suyas: un mensaje desde unas termas en Entre Ríos, algún que otro video en el que bailaba en forma extraña, secundada por unos amigos también muy curiosos.
El año arrancó, yo tenía un nuevo grupo de tutelados y Priscila se fue desdibujando de a poco, aunque cada tanto hablábamos de ella con la preceptora que le había tocado en 2do año. Especulábamos dónde podría estar, y si finalmente aterrizaría en la escuela.
Hilando conjeturas pasó el primer trimestre.
Cada tanto yo pensaba mandarle un mensaje a Priscila, pero una voz interior me decía “No abras nunca esa puerta” (la frase es cautivante, pero no es mía, es el título de una peli vieja que no he visto).
Empezaron los fríos y era una de esas mañanas en que no daba para atreverme con la bici, porque iba a llegar azul a mi destino. Mientras firmaba la entrada en el libro, la preceptora Vera y el preceptor Marcos, juntos en la puerta de la vicerrectoría, cantaron a dúo “¡Sorpresa sorpresa!”
Me los quedé mirando y sonreí, estaban tan lindos y felices, tan composé (él es morocho y ella rubia) y por un momento me sentí en una comedia musical. Supuse que una hermosa coreografía iba a desarrollarse en el patio, con todos los alumnos formados para el izamiento de la bandera. Creí que romperían filas y sonaría algún ritmo simpático.
¿Hace falta aclarar que adoro las comedias musicales? No sé si todas, pero no deben perderse ésta. Ya estaba dispuesta a cantar I wanna dance with somebody y bailotear alrededor de mi vice, mientras me imaginaba decenas de estudiantes y docentes haciendo la medialuna detrás mío, cuando Marcos y Vera se desplazaron cada uno para un costado y dejaron ver en el interior de la vicerrectoría a una perrita lanuda y sucia, con papelitos pegados a su pelambre.
En eso salió el vice con cara resignada, diciendo “Tráiganle agua a este perro”. Yo seguía sin entender por qué se habían dirigido a mí con “sorpresa sorpresa”. Si bien me gustan los perros y estoy un poco monotemática desde que adopté uno en la pandemia, no deducía por qué algo de ese animal se relacionaría conmigo. Me acerqué para verlo mejor y hete aquí que a unos pasos de la perrita había alguien. Llevaba un buzo no muy abrigado y un gorro, me miró y me dijo “Hola, profe”. Y entonces otra vez, Priscila, yo y el abrazo. “Hola hola, ¿cómo andás tanto tiempo?” “Bien, profe, vine porque quiero estar otra vez acá, y traje a mi perrita”, “Ah, qué bien, ¿y dónde estás parando?” “En un hogar de día, ahí en el barrio, y después voy a lo de mi abuela a dormir”.
Le dije cuánto me alegraba su regreso y me fui a dar clase a 5to año, olvidada ya de Priscila.
En el recreo miro el celular y veo un mensaje de la psicopedagoga. Ella tenía una reunión SAI (una de esas siglas raras) y no podía irse, pero el vicerrector me daba permiso y yo estaba nominada para acompañar a Priscila al Hogar en el barrio (es decir, la villa 31) y establecer contacto con las personas encargadas de ese lugar.
Hacia allí fuimos, les recuerdo que era el día más frío del año y ella estaba con un bucito de plush rosa que claramente no abrigaba nada. Me miraba mi camperón de reojo y me decía “qué cheta tu campera, profe”.
De ahí en adelante todo fue desgarro. Nos seguía la perra, a la que Priscila llamaba Chiquita. El cruce de la 9 de julio de Chiquita fue épico, porque ella se adelantaba y se metía en medio del malón de autos. Yo le decía “llamá a esa perra, por favor” mientras pensaba en mi propio perro, en casa,subido al sillón, con el sol de la mañana, lo más tranquilo, mientras nosotras estábamos embarulladas en el tránsito porteño. Priscila, indiferente, me decía “Ya la atropellaron un par de veces, profe, y se curó, no pasa nada”.
Me estoy adelantando, porque en la esquina del cole mi oveja descarriada me propuso “Profe, vamos a comprar porro” y después “chiste, chiste”. “Bueno, no hagas esos chistes, vamos que hace frío.” “ Chiste, profe, estoy tranqui ahora, le prometí a mi mamá.” “Qué bueno eso, Priscila, ¡qué frío hace!, ¿querés un chocolate?” En un kiosco Priscila eligió un chocolate de tamaño considerable. “Me lo guardo para después”.
Nos tomamos el 45 en Santa Fe, Chiquita quedó abajo. La miré consternada desde arriba del colectivo, pero a esa altura comprendí que las cosas eran así, no había lugar para sentimentalismos. Mi alumna me tranquilizaba “Ella sabe volver, profe, va a ir sola al Hogar”.
Mientras tanto Priscila me contaba sus andanzas: en Entre Ríos había conocido a un camionero joven que la escondió en su camión para que pudiera pasar, porque ella estaba fugada. Comenzó un romance con él, que esperemos sea una buena persona (a esa altura lo único que me salía era encomendarnos a alguien, porque si no, no podía sostener más la conversación). Le pregunté “¿te estás cuidando?” “Sí, profe, no quiero un bendi” “¿bendi?” “Sí, profe, un bebé” (será por bendito, bendición, no lo sé).
También me contó que había vuelto a ver a su madre y a su abuela después de mucho tiempo, y la madre, tras mirarla y estar callada un rato le dijo “Y, pendeja, ¿cuándo me abrazás?” Se la veía conmovida a Priscila contándome eso. Yo oscilaba entre la emotividad y pensar dónde nos íbamos a bajar y cómo iba a hacer para volverme sola. Siempre que había ido a la villa me había guiado alguien. En fin… Priscila me pidió el teléfono para hablar con su abuela. Eso era bueno, podía constatar que algo de lo que decía era verdad, porque efectivamente hablaba con la abuela, y yo también la saludé.
Nos bajamos cerca de un puente. Alguien me tocó la espalda, era Facu, un alumno de la tarde “Eh prece, ¿qué hacés por acá?” La verdad que mucho no sabía lo que hacía, le contesté vagamente y me fui con Priscila para el Hogar, mientras le preguntaba veinte veces dónde me tomaba el bondi de vuelta para la escuela. Por suerte era una mañana de sol, las cosas con sol no se ven tan malas.
Nos acercamos a una fachada vidriada, con la cara del Padre Mugica. Un hombre de cualquier edad (seguramente más joven que yo, pero la vida en la calle no perdona) estaba esperando también para que le abrieran.
Nos abrió un hombrón con sonrisa ancha, y Priscila rápidamente me presentó a los gritos “Es mi profe de Lengua, vino conmigo, es mi profe del cole”, mientras me agarraba de los hombros y me arrastraba como un trofeo por el Hogar.
Después todo pasó muy rápido, vi mucha más gente sin edad reunida alrededor de una mesa amplia, tomando mate y comiendo bizcochitos. Detrás de un vidrio había un patio donde se salía a fumar y hacia ahí fuimos. Se veían algunas caras sufridas y todo el tiempo resonaba en mi cabeza la canción “no me puedo ir, no puedo escapar, se me ven por los ojos las ganas de salir”. Nos sentamos en unos sillones raídos bajo el sol frío del patio y ahí Priscila me leyó una carta dedicada a su mamá. En ese escrito estaban las frases típicas para una madre, pero también ( y eso lo volvía casi sagrado) la devoción más plena. En ese frío, en ese patio, al lado de un plato atestado de colillas, con los muchachos del Hogar como escenografía, la voz de Priscila era lo único que existía en este mundo, mientras me leía el amor a su madre y se lamentaba por las faltas de ortografía que, obviamente, le aseguré no importaban.
Yo estaba todavía lenta y acongojada por la lectura, pero ella ya me llevaba al primer piso, donde estaban unas operadoras que empezaron a preguntarme quién era yo. Y para mi sorpresa, descubrí que me estaban escudriñando. “¿de verdad yo era profesora de Priscila? ¿dónde quedaba la escuela? ¿a qué año había pasado? ¿qué edad tenía ella exactamente?” Entendí las dudas de esa gente. Como ya mencioné antes, Priscila se caracteriza por tener una gran inventiva, y nunca terminás de saber cuánto hay de verdad en lo que te cuenta. Trini, la operadora, esbozó una especie de disculpa “Perdón, pero hay cosas que no me terminan de cerrar de todo lo que cuenta Priscila”. “Sí, te entiendo, en el cole nos pasa igual”. Intercambiamos números y después mi niña me acompañó hasta la salida. Le dije que la esperaba pronto en la escuela, me abrazó bien fuerte, mientras me decía “Andá, profe, andá antes de que te saque el celu”.
Mi Priscila, dulce y salá.
Me fui como atontada por un mazazo, miré un poco los escombros de la calle y el coche destartalado en la esquina. Por suerte el sol me entibiaba las cosas.
Muy cerca estaba la fila de gente esperando el colectivo, que vino rápido. Me subí, me senté, miré por la ventanilla y al ratito me di cuenta de que me caía una lágrima muy despacio, y mojaba el barbijo. Pensé que la próxima vez iba a pedir que no me mandaran a mí, o que al menos me dieran el hombro de alguien para llorar tranquila. Estaría bien eso de llevarme un hombro, por las dudas.
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