No es una reforma educativa, es un cambio civilizatorio

A pesar de mencionar a la Convención de los Derechos del Niño, el proyecto de Libertad Educativa es un retroceso brutal sobre los derechos de niños, niñas y adolescentes. La discusión sobre este paradigma arcaico no excede, sino que contiene y enmarca a los aspectos más prácticos del proyecto.

La pretensión de presentar la llamada Ley de Libertad Educativa como una reforma orientada a resolver problemas urgentes del sistema educativo choca, desde el inicio, con la temprana reaparición de postulados por lo menos sospechosos. Tal el es caso de las definiciones clásicas del catolicismo conservador que aparecen ya en el primer capítulo. No estamos ante una discusión técnica ni meramente práctica. Estamos ante una disputa de sentido.

Hasta aquí, no habría nada objetable: toda sociedad puede —y debe— discutir el sentido de sus instituciones. El problema aparece cuando esa discusión se disfraza de neutralidad técnica. Esto se vuelve evidente cuando, frente a las objeciones de fondo, la respuesta es del tipo: “esa no es la discusión, vayamos a lo práctico”. Lo práctico, en este caso, ya está cargado de una concepción previa del mundo.

La afirmación de que “la familia es el agente natural y primario de la educación” exige una reflexión profunda. No porque la familia no sea central en la vida de los niños —que lo es—, sino porque ese enunciado tiene implicancias jurídicas, sociales y pedagógicas decisivas. Y, sobre todo, porque no es una formulación neutral ni contemporánea: proviene directamente de una encíclica de Pío XI de 1929.

Este es un primer punto fundamental: estamos ante una concepción pre-democrática de la familia y del niño. La definición clásica católica de la familia como “sociedad natural” y del niño como objeto de formación es anterior al giro normativo que introduce la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989. No es un detalle histórico: es un cambio de paradigma.

Es cierto que el proyecto menciona la Convención y la Ley 26.061. Pero en derecho no importa solo qué derechos se enuncian, sino quién decide, en qué orden, con qué prioridad y con qué dispositivos institucionales. El problema, conviene aclararlo, no es la ausencia de derechos en el texto, sino la jerarquía real que el proyecto establece entre familia, Estado y niño. En derecho, el orden de los principios no es neutro: define el marco dentro del cual se interpretan los demás derechos.

De otro modo no podría entenderse, ya que la Convención viene justamente a subvertir el orden que propone la encíclica de 1929: se pasa del niño subordinado a la familia al niño como sujeto de derechos; del Estado subsidiario al Estado garante; y de una familia soberana a una familia corresponsable. En ese contexto, enunciar tempranamente la definición del magisterio de la Iglesia y luego citar la Convención genera un efecto de sentido que no pasa inadvertido. La cláusula tranquilizadora cumple su función, pero no neutraliza el cambio que se propone.

El resultado es una inversión del paradigma de protección integral: los derechos del niño quedan subordinados a la decisión familiar y el Estado pierde capacidad real de intervención. Insisto: la cita tranquiliza, pero no neutraliza el cambio civilizatorio.

Podría objetarse que no se trata de cuestiones de la teología cristiana, sino de filosofía política y derecho natural. La objeción es atendible, pero no sostenible. Existen múltiples tradiciones de derecho natural, muy disímiles entre sí: desde el iusnaturalismo clásico cristiano (Tomás de Aquino, Pío XI) hasta el derecho natural liberal moderno (Grocio, Pufendorf, Locke). No hay una línea argumental continua que funde la idea de la familia como “agente natural y primario” de la educación. Esa tesis aparece únicamente en la tradición cristiana clásica.

Tampoco Tocqueville sostiene algo semejante. Por el contrario, desconfía del individualismo doméstico y advierte que el repliegue familiar puede erosionar la vida cívica y debilitar lo común. La familia, para Tocqueville, es un espacio moral, pero insuficiente para sostener la formación ciudadana.

Será recién con José Manuel Estrada, en Argentina, donde la idea de la familia como agente primario y natural de la educación se formule con claridad, en continuidad directa con la tradición teológica cristiana. Su insistencia en la primacía temporal de la familia respecto del Estado revela el núcleo de esta concepción.

Aquí aparece otro supuesto ideológico central: la idea de que la anterioridad histórica de una institución (la familia antes que el Estado) implica su preeminencia normativa. El problema es conceptual: se confunde el ser con el deber ser. Que una institución sea históricamente anterior no implica que deba tener prioridad normativa sobre derechos sociales. Este es un error clásico en ciertas lecturas del derecho natural. La antigüedad no es un criterio de justicia. En ese caso, tal vez deberíamos comenzar a pensar algún tipo de reparación histórica para con los reptiles, que habitan el planeta desde mucho antes que los humanos y, sin embargo, no han sido consultados en la organización del orden social.

Afortunadamente, la modernidad decidió otra cosa: que los derechos no dependen de quién llegó primero, sino de quién debe ser protegido.

A esto se suma la tesis de un supuesto derecho natural a educar basado en la paternidad o maternidad. Pero ni el iusnaturalismo clásico ni la tradición liberal sostienen esa idea en los términos en que aquí se presenta. Basta un repaso mínimo:

  • Locke no afirma un derecho exclusivo y permanente de los padres a educar; su autoridad parental es temporal y subordinada a la comunidad civil.
  • Mill sostiene que la libertad de los padres termina cuando perjudica al niño.
  • Kant concibe la educación como preparación para la autonomía, no como dominio familiar.

El derecho natural, en estas tradiciones, reconoce deberes parentales, no una soberanía educativa familiar.

El segundo gran postulado del proyecto —también de raíz confesional— es el principio de subsidiariedad del Estado. El supuesto práctico es que el Estado solo puede apoyar, pero no regular ni dirigir la educación. No hace falta ahondar demasiado: se trata de un principio formulado explícitamente en la doctrina social de la Iglesia, particularmente en Quadragesimo Anno (1931), también de Pío XI. Presentarlo como una especie de “principio olvidado” es introducir subrepticiamente una cosmovisión, no recuperar una norma jurídica vigente. Incorporarlo sin explicitar su origen implica un cambio profundo en el modelo de relación entre Estado, familia y niñez.

No existe, entonces, un consenso iusnaturalista sobre un derecho natural preferente de los padres a educar. Esa tesis surge recién en el iusnaturalismo cristiano-social del siglo XX, como respuesta a la escuela pública laica. No es una verdad general del derecho natural, sino una posición doctrinal específica. El derecho natural habla de deberes parentales, no de derechos soberanos.

El desplazamiento es tan profundo que resulta llamativo —o quizás no— que tanto en estos puntos del proyecto como en algunos artículos que lo defienden se evite sistemáticamente nombrar al niño. Se habla de “hijos” o directamente de “prole”. Aquí ya no estamos ante una discusión doctrinal, sino ante una crítica del lenguaje como síntoma político. Cuando el sujeto no puede ser nombrado, queda invisibilizado: no puede reclamar, no puede ser escuchado, no puede entrar en conflicto. Esto no es accidental, es estructural. El lenguaje es tan fuerte que se filtra la imposibilidad de nombrar al niño.

Cuando el niño no puede ser nombrado, tampoco puede aparecer plenamente en el espacio público. En ese contexto, el repliegue del Estado como garante y la expansión de modalidades educativas domésticas plantean una pregunta inevitable: ¿qué ocurre con la socialización cuando la infancia queda mayormente confinada al ámbito familiar?

No es una acusación, sino una hipótesis política. La socialización no es un hecho natural; es un proceso institucional. Al reducir la presencia de instancias públicas como la escuela, se corre el riesgo de una infancia menos expuesta a la pluralidad, menos atravesada por lo común y más dependiente de un único horizonte de sentido. Paradójicamente, incluso desde una perspectiva liberal, esto debilita la formación de individuos autónomos, que requieren confrontarse con lo distinto para construir juicio propio.

Este punto ameritaría una reflexión más detenida. Señalo brevemente que la ampliación de modalidades educativas no escolares no puede analizarse únicamente en términos de libertad de elección, sino también en relación con los dispositivos de protección de la infancia. La escuela es hoy uno de los principales espacios institucionales donde se detectan situaciones de violencia y vulneración de derechos. El hecho de que una proporción significativa de las denuncias provenga del ámbito escolar no es un dato menor, sino una señal del rol que cumple como instancia de visibilización y resguardo.

Insisto para cerrar: el problema no es la pretensión de fundar un nuevo orden. El problema es querer hacer pasar ese proyecto como una respuesta a dificultades técnicas cuando, en realidad, propone un cambio civilizatorio profundo. Y ese cambio merece ser discutido como tal, sin disfraces.

Es cierto que el orden anterior no resolvió muchos de los problemas que arrastramos. La ley vigente ha mostrado límites evidentes y merece ser revisada. Pero reconocer un fracaso no implica retroceder en el tiempo. Sería como concluir que, porque el sistema de transporte público funciona mal, la solución es volver a las carretas. El problema no es el principio de lo público, sino su funcionamiento.

Publicada el 27 de diciembre de 2025


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Daniel Etchepare@lic_etchepare

Es electricista, Licenciado en Filosofía (USAL) y Especialista en Educación (UDESA). Profesor de Nivel Superior en ISFD, docente universitario en la Universidad del Salvador y director de escuela. Se desempeña en el campo de la educación con foco en estadísticas educativas, políticas públicas y formación docente. Guitarrero y futbolero.

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