Reversión sampleada de una sección de "El colapso de la educación" de 2018. Sobre el original se ha mezclado una base de realismo especulativo que se repite en loop (y que algunos confunden con “pesimismo” aunque no tenga nada que ver); mezclé con hits ministeriales de ayer, de hoy y de siempre y en otra pista he incorporado la voz del señor Domingo Faustino Sarmiento.
The master’s tools will never dismantle the master’s house
Audrey Lorde
Espectros de Sarmiento
¿Es hora de olvidar a Sarmiento? Sí. Sin dudas olvidarlo. Insisto: olvidarlo. Cada vez que debatimos en torno a la cuestión educativa y, especialmente, cada vez que nos regodeamos en clave melancólica recordando esa suerte de memorabilia en el desvencijado panteón de nuestros pasados escolares, se evoca, como en el viejo exordio de Fernández Retamar, “la sombra terrible de Sarmiento”.
Evocar a Sarmiento es evocar un fantasma que -como describe Derrida en su Espectros de Marx– es un fantasma de herencia y de generaciones, de generaciones de fantasmas, de otros que no están presentes, ni presentemente vivos, ni entre nosotros ni en nosotros ni fuera de nosotros. Y también, es evocar a varios mortales diz-que-sarmientos, hablado sobre él, de él y convocándolo a una sesión espiritista para sonsacarle verdades pret a porter.
Algunos le preguntan a Sarmiento qué haría enfrentado a los problemas educativos actuales. Otros, por el contrario, convocan al ánima sanjuanina para discutirlo o negarlo como clave de interpretación del presente, sin saber si lo que está ahí es su presencia efectiva, la de alguno otro espíritu que rondaba o la mera palabrería de algún manochanta que quiere satisfacer a un incauto.
Pero hay un templo en el que Sarmiento es in-vocado: el ministerio de Educación. Su voz emerge entre los que deben justificarse en la arena de la política educativa.
La Revista Caras y Caretas, por ejemplo, ilustró la tapa de un número dedicado a la educación con Sarmiento y con Daniel Filmus, el ministro de Educación durante el primer kirchnerismo. Allí, Sarmiento exhorta a Filmus a sacar a las ratas de las escuelas y Filmus le responde con un apichonado: “Si, maestro…”. Y está bien, andá a discutirle a Sarmiento.
El sucesor del sucesor de Filmus, Alberto Sileoni, no se quedaba atrás y se animaba a pontificar, sin resabio de duda, que “Sarmiento estaría satisfecho de la educación argentina”. La versión sarmientista del “Si Evita viviera”.
Yo mismo, durante mi efímero e intrascendente paso a cargo del ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, propuse que se volviera a cantar el Himno a Sarmiento en cada acto escolar en una medida disparatada, sobre todo por lo nostálgica. La única crítica con intento supuestamente serio me la hizo un escritor a quien yo tenía en alta valoración hasta esa nota. En ella dice que el himno a Sarmiento es una “marcha militar” (se la confundió con Febo Asoma porque es del mismo autor), y donde compara mi (mala) resolución con la celebración religiosa de un pastor evangélico que acaecía en esos días. El punto central de su argumento es que Sarmiento era racista y la inferencia ridícula no se hizo esperar: Narodowski obliga a cantar el himno a Sarmiento porque forma parte de un gobierno racista… En fin.
Sin embargo, el premio a la invocación ministerial sarmientina se lo lleva Esteban Bullrich con una frase que a los demás nos humilla, nos echa la falta envido con 33 de mano y nos hace quedar como lo giles que somos: “Ya dije que quiero ser una gota del sudor de Sarmiento, dejar mi aporte para la educación de este país”. Una inspiración soberbia, especialmente si se la compara con el meme más bien obvio y estereotipado de su sucesor: “La escuela pública, como la pensó Sarmiento, es la gran igualadora de oportunidades”. Estereotipado y equivocado, porque la escuela pública como la pensó Sarmiento ya no iguala oportunidades. Ese es el problema.
Pero no seamos tan estrictos, ni precisos ni racionales: en la mesa espiritista de la educación argentina, una advocación sarmientina no se le niega a nadie.
Él
No hubo otro igual y es imposible que lo haya.
No me refiero solamente a sus características personales. A su empuje, a su terquedad, a su “locura”, a su amor apasionado por la Argentina o a su grandiosa y generosa vanidad, la que le aseguraba infinitos adversarios, evitables, a la vez que le confería esa visión tan suya de futuro por prepotencia de trabajo.
Tampoco me refiero a sus evidentes cualidades intelectuales ni a su genialidad literaria ni a sus controvertidas capacidades políticas, ni a sus dotes de provocador pre-punk, capaz de insultar en una sola parrafada a la clase política y la alta sociedad porteña casi al mismo tiempo que a los gauchos o a los indios. Alguien capaz de soportar, sin bajar la cabeza, los insultos y los golpes de puño de sus enemigos, algunos, incluso, ex discípulos que se burlaban de su vejez o de su sordera. Y devolverles con un buen bastonazo si se presentaba la oportunidad.
El de él era un resentimiento plebeyo, maradoniano del mundial de Italia, como cuando enrostraba a sus colegas senadores “como pueden tenerla otros señores la de abogado o la de médico; yo soy educacionista por profesión” (sesión del 27 de julio de 1878). Pero mejor se los dijo él, tal como él me lo dijo a mi. Escúchenlo:
“Ustedes tienen una profesión común mientras yo soy educacionista, me hice educacionista, bellacos. Y me hice, me tuve que hacer, porque los padres de ustedes no me dieron la beca para ir al Colegio y me quedé sin los estudios universitarios que ustedes obtuvieron sin esforzarse ni merecerlo, gatos.”
Mucho menos me refiero a sus redescubiertas presuntas dotes de macho cabrío, mujeriego empedernido, amante clandestino de su joven vecina (Aurelia, 25 años menor. Aurelia como la portuguesa de Love Actually, amada Aurelia) y por lo tanto pionero de la culpabilidad masculina en un divorcio (en un Código Civil que para colmo de la endogamia había sido redactado por el padre de su chica) y culposo deudor emocional de su hijo, cuya muerte debió llorar a la distancia y sin haber hecho las paces porque, dicen, su ex lo predispuso en su contra en tiempos en que las masculinidades legalmente identificadas eran la de los machos proveedores. Como ahora.
El punto es que él cumplió una función estructural en la conformación de la escuela pública argentina. Representó la posibilidad de articular al tradicional maestro de escuela, al docente de las corporaciones, con el nuevo y moderno maestro asalariado del Estado, y regulado por una nueva pedagogía de Estado. Su figura fue la garantía de ese cambio fenomenal: él mismo encarnaba su propia hiperstición para proyectarla al resto de los docentes a punto tal de afirmar que siempre iba a ser un maestro de escuela más allá de los altísimos cargos políticos que ocupase. Por eso es que la palabra “Sarmiento” equivale a respeto absoluto hacia los maestros, sacrificados apóstoles de la civilización, cuya denominación como trabajadores de la educación -y su ingreso a la CGT- no por nada demoró un siglo.
La función Sarmiento en el discurso educativo argentino también confirmó la necesidad de la preparación técnica para gobernar la educación y subió la vara hasta lo más alto. Sin formación universitaria, él se autoeducó en los debates pedagógicos de punta de aquel entonces de la única manera en que eso es posible hacerlo ayer y hoy: ejerciendo la docencia, experimentando, leyendo la literatura pedagógica especializada, visitando escuelas de cada lugar del mundo en el que le tocó estar y publicando sus ideas para confrontarlas con las de los demás.
El resultado es notable y difícilmente igualable: un gobernante de la educación está para proponer política educativa, filosofía de la educación, organización escolar y hasta métodos de lectoescritura con una ambiciosa reforma ortográfica, tal como me enseñó mi vecina de oficina ditelliana, Karina Galperín.
La función Sarmiento era la articulación de un Proyecto: formaba parte de una dirigencia consciente de que gobernar implica no sólo ejercer el gobierno -o “gestionar”, como se dice ahora- sino también, y al mismo tiempo, perfilar un modelo de país adonde dirigir los esfuerzos.
En el caso de las generaciones políticas e intelectuales de las que Sarmiento fue parte, este consenso terminó siendo el efecto de un conjunto de conflictos no exentos de violencia. Es decir, no era un proyecto educativo pacífico surgido de la serenidad de una tertulia literaria sino la resultante de tensiones entre clases, grupos y facciones con suficiente lucidez y reflexividad sobre su actuar como para proyectar y concretar un país nuevo. Conflicto en el que muchas veces toca perder, como fue, y sigue siendo, el fracaso de la aplicación de los sarmientinos Consejos Escolares en la Provincia de Buenos Aires por medio de los cuales él buscó, en vano, concretar el proyecto de participación vecinal en la gestión educativa, una suerte de @padresorganizados (e institucionalizados) del siglo XIX que hoy es ocupado por quienes no cuelan en la lista de concejales.
Y mientras muchos de sus congéneres están cuestionados o en vías de cancelación, con él lo intentan poco: nadie se la banca.
Por eso, él es Sarmiento: el nombre de un proyecto educativo asumido para una época que ya no existe “de cuyas rentas hemos vivido largo tiempo y cuyo agotamiento limita ahora seriamente nuestras perspectivas de crecimiento y de equidad social” como muy bien dijo Juan Llach (antes de ser ministro de educación, digamos todo).
Replicar su lógica o añorar la escuela pública que él pensó es volver a los sistemas educativos en fase de “acumulación originaria”, a los finales del siglo XIX, cuando los docentes pasaron a ser empleados públicos en la lógica disciplinatoria propia de la gubernamentalidad liberal y cuando la burocracia estatal tenía una enorme eficacia para gobernar un pequeño sistema educativo (casi todo de nivel primario) por medio de inspectores de escuelas.
Y a todo esto, ¿qué dice Sarmiento?
¿Qué dice él frente a estas nuevas formas de gubernamentalidad en las que el Estado es incapaz de concretar su promesa igualitaria en países como la Argentina y sólo alcanza lo deseado en unas pocas sociedades altamente desarrolladas, con altos niveles de protección social y en algunos casos con gobiernos autocráticos?
¿Y?, ¿Qué decís Sarmiento? Yo también invoco tu fantasma…
(hagan silencio así lo escuchamos de nuevo)
Digo que ustedes son unos canallas, bárbaros e incapaces de continuar mi obra por otros medios, tan congelados en mí como están. Dejen de ponerme como excusa ¡necios de toda necedad!
Pero también digo que yo no sé qué hacer ahora: me cambiaron todas las reglas de juego… Veo que miles de argentinos tienen título secundario y ¡y hasta universitario! –los que a mí me negaron, so brutos- y sin embargo eso no promovió el progreso, como yo hubiera esperado. Me alegra mucho que las mujeres hayan avanzado tanto en la educación y que sean más talentosas y menos perezosas que los hombres, dado que concluyen los estudios en una proporción mucho mayor. Veo que aunque el Soberano en gran medida ya está educado, no tendría problemas en votar a Rosas si eso les trajera pan, tierra y trabajo digno ¡Y no los condeno a ellos sino a la caterva de inútiles que los empujaron a esa miseria letrada!
También advierto que los educacionistas de hoy son muchos (en mis tiempos estábamos Estrada, yo y un par más) pero opinan como si fueran políticos de poca monta, ignorantes del cómo se hacen las cosas: no se toman el trabajo de relojería que me tomé en Educación Popular. Y no me vengas, Mariano, con eso de que no hay más pedagogos de la totalidad: si es así que dejen de hablar como si los hubiera. Además, veo que los gobiernos no brindan a las escuelas los fondos que estas necesitan y el Pueblo ya no organiza suscripciones para sostenerlas, mientras todo cae en el deterioro… no lo entiendo.
Veo, con dolor, que Atlanta no consigue el merecido y sarmientino ascenso a primera.
Te agradezco, Mariano, por querer que se cante mi Himno, pero yo ya no tengo nada que hacer en esta nueva Argentina. Olvídense de mí. Y déjame que te recite ese tema del Cuarteto de Nos que te gusta tanto: “El olvido es una forma de venganza y de perdón. El olvido es libertad”.
Tenés razón, capo de todos los capos y si no la tuvieras igual te la daría porque sos Sarmiento.
Olvidarte implica recuperarte para superarte. No está mal que no haya ninguno igual a vos. Lo que hace falta es capacidad para reconstruir un proyecto superador al de ustedes Eso es lo que no hay y dudo que se construya.
Si por algún milagro te reencarnaras, tu nombre propio será un detalle menor.
Por mi parte, no voy a invocarte más así que nos reencontraremos arriba, cuanto más tarde mejor. Saludámelo a Comenius cuando lo veas por ahí.
Publicada el 25 de septiembre de 2021.
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