¿Qué debería hacer la escuela frente a todos los males del mundo?

Fotografía: Laura Frydenberg. En Instagram: @ojo.de.tiza

La escuela, fuente de los deseos, es permanentemente tironeada por las más diversas demandas, además de ser la primera institución en detectar problemas estructurales. Pero no puede resolverlo todo.

Hace algunos años, la mamá de un estudiante de sexto grado me envió una nota para conversar sobre un problema de su hijo: no era un tema que tuviera que ver con algo sucedido en el ámbito de la la escuela, sino que se trataba de un conflicto en un grupo de Whatsapp que ese chico compartía con algunos de sus compañeros. La madre me pedía interceder porque sentía que el tema “se les había ido de las manos”. Prometí abordar el tema en el consejo de aula y en la jornada de ESI. Así fue: trabajamos en términos generales el tema de los vínculos, los chats, el uso de internet y las redes sociales. 

En otra oportunidad, una familia se acercó a manifestar su preocupación porque unos chicos jugaban al “Charlie Charlie” y según sus palabras “les daba escalofríos saber que jugaban a algo peligroso”: supongo que atribuían la peligrosidad a las características espiritistas y el coqueteo con lo paranormal que propone esa especie de juego de la copa simplificado. Decidí abordar el tema de manera directa con el grupo y hablarlo de manera frontal, pero me cuestioné el haber aceptado el pedido de intervenir. Días más tarde, una compañera me contó que en la  reunión de familias un papá preguntó “si la escuela tenía algún proyecto para trabajar el problema de los chicos que se quedan horas con los juegos en red”.  El más asombroso de los pedidos de este orden me lo contó otra compañera, que por entonces tenía a cargo primer grado: una madre le sugirió “usar una horita para hacer un taller para que los chicos aprendan a atarse los cordones, para que no se lastimen”, pero más impactante  resultó ver ese taller efectivamente llevado a la práctica con zapatillas sobre las mesas. “¿Qué querés?” -me dijo mi compañera- “prefiero esto a enseñarles a atarse los cordones mientras cuido el recreo”. Sin ir más lejos, si bien no fue a pedido de nadie, el profe de educación física de primer grado de la escuela de mis hijas le enseñó a todo el grupo a andar en bici sin rueditas y, la verdad, no saben lo bien que nos vino a las familias.  En el otro extremo de la primaria, un tema de conflicto frecuente que suele colarse en los séptimos es la cuestión de las camperas y buzos de egresados/as: si bien es algo de lo que se encargan las familias, los maestros tenemos que ceder horas de clase para que los/as chicos/as decidan forma, color, diseño, tipografía, leyendas, medir talles… cuando no termina surgiendo algún conflicto sobre este tema. Omito y olvido muchas anécdotas. Si hay colegas leyendo esta nota, en este mismo momento se deben estar acordando de algo.

Pareciera que uno de los desafíos más difíciles que enfrenta la escuela, hoy, es delimitar sus alcances. Pareciera que a los ojos ajenos la escuela es de plastilina, que tiene la capacidad de estirarse y cambiar de forma indefinidamente para cubrir las más delirantes demandas. 

Hace tiempo la escuela comenzó a tomar en cuenta aspectos extraacadémicos para pensar las trayectorias de cada estudiante. Cuando surge un indicio de algún posible problema grave que pueda estar atravesando un alumno y que impacta en su “estar en la escuela”, primero necesitamos recabar delicadamente algo de información sensible. Lo segundo es que la escuela puede ser el lugar adecuado para abordar  determinados emergentes. ¿La escuela puede o debe funcionar como espacio de contención? Puede y, muchas veces, debe. ¿Debe abordar las problemáticas que traen los y las estudiantes? Sí. 

La pregunta que se impone es qué resultados espera la comunidad educativa de esas intervenciones, cuáles son los límites y potencias de esas instancias, con qué recursos materiales y humanos cuenta efectivamente la escuela y cuáles son los tiempos institucionales disponibles para abordar problemas complejos en profundidad. 

Ahora bien: este tipo de demandas no son exclusivas de las familias que tienen hijos/as en edad escolar; las familias no son las únicas interesadas en “hacerse un lugarcito” en la atención de la escuela. Una diversidad inabarcable de actores sociales organizados también buscan imponer sus agendas en el terreno escolar. A veces éstas se exponen desde los medios, otras desde instituciones o colectivos de todo tipo y color. Por mencionar algunos ejemplos: al día de hoy, hay escuelas que cuentan con proyectos como alimentación saludable, reciclado, defensa del consumidor, convivencia, etc. Nadie puede negar la relevancia de estos temas, pero recordemos: la escuela tiene que enseñar nociones básicas acerca del lenguaje, la matemática, las artes y las ciencias, y cada uno de estos proyectos se lleva adelante “apretujando” lo que los diseños curriculares establecen para los conocimientos de toda la vida. La ESI (una de las cosas más valiosas que supimos incorporar) ya forma parte de los documentos curriculares. Aún así, nos seguimos  encontrando con declaraciones que afirman que en la escuela debería enseñarse esto o aquello o que debería trabajarse tal o cual cosa (coloque aquí su propia demanda) y, paradójicamente, todo esto se lo pedimos a una institución caracterizada como anacrónica, vetusta e ineficiente. Una contradicción que debería traer aparejado algún tipo de pudor, pero característica de estos tiempos esquizofrénicos que vivimos, especialmente en Argentina.

Para variar, esta manifestación caótica de demandas que se agolpa en la puerta de la escuela ocurre al mismo tiempo que se afirma -de manera tan categórica como poco rigurosa- que “los chicos cada vez aprenden menos” ¿En qué tiempos o momentos creen que se trabajan todas estas cuestiones? Como se dijo antes: serán menos horas de matemática, prácticas del lenguaje, ciencias sociales o naturales o cualquiera de los espacios que desde hace mucho tiempo forman parte de la currícula y que en teoría son lo más importante que se debe aprender. 

No sería mala idea que cuando entramos en la carrera por sumar horas/días de clase, de acuerdo a las tan mentadas políticas basadas en evidencia que plantean que más tiempo escolar lleva a más aprendizaje, tengamos en cuenta cómo estamos empleando el tiempo los días que estamos en las aulas.

En los últimos tiempos hemos escuchado hablar -con bastante intensidad- de adoctrinamiento o, por el contrario, que tal o cual espacio político ganó las elecciones por no abordar los contenidos de determinada manera, porque “no trabajamos tal tema lo  suficientemente bien”. También iniciativas legislativas para que en las escuelas se les dé espacio a la educación finaciera, o  emocional -que podría trabajarse desde ESI, pero los “emocionólogos” insisten en que sea aparte-. A la escuela se le vive pidiendo que sea inclusiva y de calidad, o que si es inclusiva se devalúa la calidad, y al mismo tiempo atravesamos una cultura donde el afán por pertenecer a círculos exclusivos nos lleva a desear una escuela perfectita para nuestros hijos, que podamos presumir. Con bastante desconocimiento, sin embargo, hay mucha gente que afirma que no tiene ninguna de esas características o que nada de eso se hace. En algunos casos quizá sea cierto, quizá lo sea parcialmente o quizá algunas de esos supuestos “agujeros” de lo que no se hace o no se enseña en realidad no son tales, porque se trata de prácticas escolares cotidianas.

Escribí alguna vez en esta misma revista: “Pretendemos que la escuela dé a los estudiantes herramientas para enfrentar todo lo que sucede o pudiera suceder y, a su vez, pretendemos  que nada de lo que sucede o sucedió la afecte”.

Como ejemplo más reciente cito algo referido al problema que están generando en los y las adolescentes las apuestas on line. Somos bombardeados por publicidades en eventos o programas deportivos, en los carteles del perímetro de las canchas, en las mismas camisetas y hasta en el mismísimo nombre de la Liga Profesional de fútbol, marketing a su vez bombeado por influencers o periodistas que promocionan estos sitios. Este despliegue omnipresente de casinos, evidentemente, no parece ser un tema que preocupe a la sociedad en general, salvo cuando el tema pega de cerca: Hace unos días salió una nota en Revista Anfibia titulada “Una más y no jugamos más”, de Solana Camaño, -que tuvo el mérito de darle voz tanto a gente que conoce la realidad de las aulas (algo poco frecuente en las notas que tratan sobre temas educativos), pero también a especialistas en ludopatía- y días más tarde otra en el diario Infobae titulada “Crece la preocupación por las apuestas online en adolescentes: ¿qué puede hacer la escuela?”. Nos interesa destacar lo que señala Alejandro Morduchowicz sobre la segunda: “Cambiaría parte del título de la nota. En lugar de ‘la escuela’ pondría: ‘¿qué pueden hacer las autoridades?’”. 

En algún momento deberíamos pensar seriamente acerca de un problema que en las últimas décadas se ha vuelto tenso al máximo: la viabilidad del circuito que empieza con un problema social grave que afecta a una institución permeable a la realidad como es la escuela, que necesariamente requiere la intervención de otras agencias -y de hasta transformaciones culturales-, para finalmente crear un clima de opinión que termina pidiéndole de nuevo a la misma escuela la que resuelva la cuestión -a mediano o largo plazo- mientras el resto mira para otro lado. Demandas boomerang: se detectan en la escuela, evidencian un problema estructural, no se atiende el problema estructural, encontramos la forma de pedirle a la escuela que lo resuelva sin recursos.
Quizá, alguno de los déficits que se dice que la educación argentina tiene, pueden llegar a tener alguna relación con la pretensión de que la escuela todo lo abarque. En las aulas impera la sensación de que cuando sentimos que tenemos encaminado algún contenido, irrumpe algo que nos obliga a torcer momentáneamente el rumbo. Quizá estemos todos con poca capacidad de respuesta si a una institución a la que cuidamos poco y cuestionamos bastante, le pedimos que nos devuelva resueltos nuestros mayores problemas. O por el contrario, le confiamos más de lo que podemos llegar a admitir.

Ignacio Budano

Ignacio Budano tiene 46 y es Profesor de Enseñanza Primaria y Licenciado en Educación de la UMET. Trabajó en los programas CAI, Maestro + Maestro y Red de Apoyo a la escolaridad. Como maestro de grado trabajó en los distritos 21, 7, 13 y 12 en el que trabaja actualmente, en la Ciudad de Buenos Aires. Nacido y criado en el barrio de Lugano, actualmente vive en Floresta. Jugó en la quinta de Sacachispas. 

Manuel J. Becerra@CheMendele

Nació con Videla y sin poder, como dice Charly, en 1979. Hizo toda su educación obligatoria en Escuelas Normales, lo que le dejó una marca indeleble de sarmientismo culposo con el que no sabe bien qué hacer. Tal vez por eso es Profesor y Magíster en Historia, enseña hace más de 10 años en secundaria, formación docente y universidad pública. Publica cada tanto obsesiones y caprichos sobre política educativa, pedagogía y didáctica en el blog fuelapluma.com, y a veces en distintos medios de comunicación y portales electrónicos. No demuele hoteles.

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