Uno de los casos penales más resonantes de los últimos años abre la reflexión sobre encarar algunos problemas sociales profundos en la escuela. ¿Qué puede hacer la ESI? ¿Qué camino de intervención concreta se puede pensar?
Escribo estas líneas cuando solo queda por escuchar la sentencia por el crimen de Fernando. Una muerte absurda que nos moviliza por su crueldad, por la cobertura mediática y porque, aunque queramos, no dejamos de pensar que tanto el muchacho asesinado como los acusados, tienen la edad de nuestrxs hijxs, de sus amigxs, o de nuestrxs estudiantes.
Ante los bombardeos mediáticos ensayando toneladas de hipótesis sobre la decisión final del tribunal, y desasosiegos generalizados que me incluyen como habitante de este país, pero sobre todo, como docente, propongo pensar este desastre trayendo como clave la idea de tiempo.
Creo que el caso Fernando pone sobre el tapete el encuentro enmarañado de diferentes tiempos y modos de vivirlos y transitarlos, añadiéndole con esto una complejidad que es necesario reconocer para evitar respuestas que, más allá de nuestros deseos, nos empantanan en una repetición infinita de la violencia, sin dar en la tecla para que, definitivamente, nunca más se repitan estas muertes absurdas.
Solo para ordenar las ideas, ya que no existe un criterio de jerarquía porque, como dije, se trata de un encuentro en tensión de diferentes modos de concebir los tiempos, empiezo por los de la administración de la justicia.
Medidos de manera explícita en códigos, los tiempos de la justicia pautan procedimientos legitimados legalmente.
Aunque, como a muchxs, no me satisfaga la manera actual de administrar la justicia (por su carácter capitalista-patriarcal), reconozco que dichos tiempos y los procedimientos que enmarcan, son, al menos hasta ahora, una forma de explicitar un tipo de pacto social en relación a qué hacer con quienes cometen delitos sin que esto, al menos en lo discursivo, devenga venganza o una violación de derechos humanos elementales.
De no ser así, entiendo que nuestra sociedad sería mucho más violenta aún. Quiero decir: mi punto de partida subraya que la administración de la justicia por un aparato distanciado de las personas involucradas directamente en los conflictos (en este caso, víctima de asesinato y su familia, por un lado, y victimarios, por otro), siguiendo un encuadre codificado es un signo de avance con respecto a otras sociedades y momentos históricos.
Se podrá objetar que en muchos casos los procesos judiciales, aún ajustándose en las formas a esos tiempos y procedimientos, están vertebrados por la violación sistemática de los derechos fundamentales, y condicionados por cuestiones tales como clase, edad y género. Acuerdo.
Si. En muchas ocasiones, es así.
Sin embargo, en el caso Fernando, si bien hay quejas por parte de los acusados en sentido contrario y la demora de tres años para iniciar el juicio se aparta de cualquier criterio fundando en los derechos humanos, desde el tribunal, la fiscalía y la querella, se insiste que el proceso se está desarrollando conforme a las leyes vigentes.
Por mi parte, visualizo un especial interés para que esto sea así, precisamente, para evitar tener que declararlo nulo y volver a foja cero. Eso sería catastrófico desde todo punto de vista.
Y es justamente por esta insistencia en respetar los procedimientos con los tiempos que suponen, que se produce una tensión y hasta, diríamos, choque, con los tiempos mediáticos.
Ávidos de la noticia, presionan incansablemente por hacerse de la novedad instantánea. Aunque no tenga sentido. Aunque se raye la falta de respeto. Y aunque sólo contribuya a la confusión.
No es una novedad este accionar de los medios de comunicación, sobre todo cuando se trata de episodios tan sensibles para la opinión pública. A la vez, es una verdad de perogrullo decir que de no existir esta espectacularidad, hay muchas posibilidades de que el caso se diluya. Contradicciones difíciles de sortear en un mundo donde la pantalla, y los tiempos que impone, devienen aspectos insoslayables de la vida social y cultural, e incluso, una garantía de justicia.
Los tiempos mediáticos de la inmediatez, además, tensionan con los tiempos de tipo personal, más subjetivos si se quiere, que en este caso, como en cada uno de los crímenes, implican un camino por demás sinuoso de tramitación del dolor.
Se trata de una tensión que cobra en la cobertura del caso Fernando carácter de choque abierto en varias oportunidades. Subrayo dos: la pregunta insistente dirigida al padre y la madre del joven acerca del perdón que les darían, o no, a los acusados de haber matado a su hijo, y el comentario con connotación moral cercana al absurdo en relación a la posibilidad de “verdadero” arrepentimiento de éstos con respecto al crimen cometido.
No es muy difícil darse cuenta. El dolor provocado, la angustia por la ausencia, la sensación de desasosiego, el espanto que implica la sola idea de un crimen de este tenor, de ningún modo se superan con el correr de algunos años. Creo que a lo máximo que se puede llegar a aspirar es a convivir con esas sensaciones, amortiguando sus efectos horadantes en el cuerpo y el alma. Y esto si median espacios y personas especialmente preparadas para amparar y acompañar a quienes sufren tamaña pérdida.
Y algo similar puedo decir para quienes perpetraron este crimen. Si hay alguna posibilidad de dimensionar y aceptar la responsabilidad que les cabe, ésta no llegará en lo inmediato, ante las cámaras y sin la puesta en marcha de un profundo proceso reflexivo. De ser así, sería muy dudosa su solidez. La pregunta es, entonces, si la cárcel, así como funciona, contribuye a que algo de eso suceda.
Tiempos institucionales, normativos, socio-culturales y personales que tensionan entre sí fundándose en el pasado, configurando presente y abriendo una pregunta hacia el futuro: ¿es posible que nunca más tengamos que lamentar como sociedad crímenes de esta envergadura?
Creo que sí. Creo que podemos intervenir colectivamente para que no se repitan estas experiencias mediante una herramienta que, aunque lleva muchos años de instituida (casi dos décadas), es sistemáticamente resistida. Me refiero a la Educación Sexual Integral, o, como suele denominarse, ESI.
Se trata de una práctica pedagógica fundada en los derechos humanos, en el respeto y la pregunta reflexiva, que permite pensar una dimensión clave presente en este suceso dramático: la construcción social de la masculinidad hegemónica.
Sus puntos de partida al respecto son: la masculinidad (como la feminidad, como la mater-paternidad, como la edad, como la raza, como las condiciones materiales de existencia y un largo etcétera) han expresado y expresan relaciones sociales inscriptas institucional e históricamente. Distinciones jerárquicas que pueden dar cuenta de dolores e injusticias, pero también de resistencias y deseos.
No son sustancias. No son esencias. Son poder, son prácticas, son deseos, son luchas.
Desde allí, se abre la posibilidad de discutir la idea Hombre (con mayúscula, blanco, hétero sexual, urbano y propietario) le añade la del “macho como debe ser” definido a partir de los “tres no”: no mujer, no puto, no niño, y/o de las “P”: un verdadero varoncito penetra, provee, protege a los suyos y a su propiedad de ataques externos, y, por supuesto, pelea ante una afrenta (aunque ésta sea el derrame de una bebida en una camisa).
La ESI ya cuenta con muchas herramientas para poder discutir pedagógicamente estas ideas y abordarlas de manera sistemática e institucional en el espacio escolar. Hay normativas, currícula, materiales y espacios de formación. Si bien todo esto resulta insuficiente, sobre todo a la luz de los acontecimientos (Fernando NO es una excepción), esos recorridos y cimientos son insoslayables. Nos identifican como una sociedad a nivel mundial, en materia de derechos sexuales y educativos.
¿Cómo intervenir, entonces, contemplando la ESI para tensionar la masculinidad hegemónica dando paso a la visibilización de otras masculinidades?
Desde lo pedagógico, normativo y curricular, considerando dos aspectos que hacen a la especificidad de la ESI como campo de conocimiento. Por un lado, las tres puertas de entrada. Es decir, los caminos y oportunidades para su abordaje institucional, a partir de la Reflexión sobre nosotrxs mismxs y la pregunta por lo que nos pasa a la hora de enseñar contenidos relacionados con la sexualidad, la Enseñanza de la ESI en sí en la escuela (desarrollando la currícula, aprovechando emergentes y tensionando la organización de la vida institucional cotidiana), y los vínculos Escuela, familias y comunidad.
Por otro lado, contemplando los cinco ejes conceptuales problematizados en toda la propuesta de la ESI desde su concepción, pero particularmente explícitos en la Resolución del Consejo Federal de Educación 340/2018: Cuidar el cuerpo y la salud, Valorar la afectividad, Garantizar la equidad de género, Respetar la diversidad, Ejercer nuestros derechos.
Aquí tenemos herramientas tan potentes como resistidas, tan urgentes como necesarias.
Y, para “la bajada” en el aula (disculpas por lo coloquial del término) se me ocurre planificar un espacio de cine debate, eligiendo una película que habilite el intercambio de ideas alrededor de las masculinidades, mediante preguntas pedagógica y didácticamente formuladas en ese sentido.
Al respecto, quisiera compartir una experiencia que desarrollamos durante el 2022, en uno de los espacios en los que me desempeño como docente de ESI.
Luego de pensar un largo tiempo de manera colectiva una estrategia pedagógico-didáctica con el equipo de colegas, para abordar la noción de masculinidad hegemónica decidimos ir por un film clásico, hartas veces considerado para este tipo de actividades en el espacio escolar: Billy Elliot. Pero en esta ocasión, a diferencia de la forma insistente de abordaje que enfatiza en el muchacho, nos detuvimos en el personaje del padre.
Se trata de un minero de una pequeña ciudad lejana a Londres, que en medio de la crisis social y económica provocada por el thatcherismo y un duelo no puesto en palabras por la muerte de su esposa, se entera por casualidad que su hijo, lejos de querer convertirse en boxeador como era su pretensión, desea profundamente bailar.
Sin querer spoilear la película (aunque creería que son pocxs quienes no la han visto), esta historia nos muestra a un varón “como debe ser”. Esto es: rudo ante la adversidad, capaz de soportar la represión policial y el dolor de la muerte de un ser querido sin el más mínimo atisbo emocional, con una impronta gestual y corporal rígida que acompaña esa postura, y con mano firme para domesticar al hijo díscolo.
Pero también, y acá radica lo potente del film para trabajar pedagógicamente el tema que nos ocupa, el papá de Billy es un varón con capacidad de abrir/se una pregunta a partir de la emergencia insoslayable del deseo de su hijo, profundo y autónomo, por la danza. Esto es: algo no esperado, que se escapa de lo preestablecido como normal.
El personaje del padre de Billi propone preguntas alrededor de qué se espera de un varón “como debe ser” social, institucional, vincular y subjetivamente. También propone interrogar sobre cómo plantear prácticas y sentires que se fuguen de lo preestablecido, aunque sea sinuosamente y con contradicciones, en pos de potenciar deseos y disfrutes.
Preguntas que me gustaría motorizar.
Creo que esta línea, tan poco explorada como resistida, puede resultar potente para, considerando el pasado y el presente, aportar a un futuro sin más casos Fernando. Quiero decir, una sociedad menos violenta y más respetuosa.