¿A qué escuela volvemos, después de la pandemia? ¿Qué desafíos enfrentamos, desde la escuela, en un mundo que se sobrecalienta?
En marzo de 2020, en el marco de la pandemia de COVID-19 y las medidas de aislamiento social preventivo obligatorio, se cerraron los edificios de las instituciones de todos los niveles educativos. La decisión fue seguir educando, apelando a todas las alternativas a disposición. El esfuerzo desde las políticas, las instituciones, las comunidades y, especialmente, las y los docentes fue de un alcance que tardaremos en dimensionar. Tanto las desigualdades como las deudas se hicieron más evidentes. En los casos que más nos duelen, marcaron la diferencia entre los estudiantes que pudieron seguir o no vinculados al sistema educativo.
Hacia finales de 2020 se realizaron paulatinas aperturas de edificios en la educación básica. A la conmoción del cierre se le sumó la del regreso. Una directora nos dijo: “Yo entré a la escuela esta semana por primera vez después de siete meses. Estaba limpia y estaba linda, pero estaba en silencio. Vi los carteles del 8 de marzo, unas producciones que habían hecho los pibes de séptimo. Vi todas las fechas en las que no fueron al club… Entré en mi oficina, me encontré con cosas que dejé el 16 de marzo impresas que hoy tienen una no-vigencia. Me había bajado unas cosas del coronavirus, unos cuentos para distraer… Encontré todo con polvo. Me pegó muy mal, a un nivel en el que me hacía mal no llorar”. Con esos dolores y muchas pérdidas a cuestas se llevó adelante el ciclo lectivo 2021, caracterizado por los dispositivos alterados, por el protocolo y por las circunstancias, entre burbujas e intermitencias. La docencia que emergió con una fuerza enorme y colectiva, con disposición para aprender y cambiar, quedó exhausta.
Para intentar no quedar atrapados -otra vez- en discusiones binarias, proponemos cambiar la pregunta y planteamos esta: ¿en qué mundo volvemos a la presencialidad plena en este marzo de 2022?
Este ciclo 2022 se inicia con la esperanza de que nos estemos acercando al final de la pandemia e importantes definiciones políticas sobre la presencialidad plena. La pregunta del momento parece ser: ¿a qué escuela volvemos? Frente a esta pregunta aparecen dos posiciones bastante claras, entre otras con un sinfín de matices. Una en la que pareciera que no se puede volver atrás y que este proceso debería ser el puntapié para abordar algunas transformaciones educativas importantes. La otra fue capturada de modo sintético y perspicaz por una directora al afirmar: “Esos cambios no van a ocurrir, la presencialidad nos va a succionar”.
Para intentar no quedar atrapados -otra vez- en discusiones binarias, proponemos cambiar la pregunta y planteamos esta: ¿en qué mundo volvemos a la presencialidad plena en este marzo de 2022?
Empecemos por lo más evidente: un mundo con una pandemia que nadie se anima a afirmar que terminó; con casi seis millones de muertos por COVID-19 y más de cuatrocientos millones de contagios; con el inicio de una guerra que puede tener un alcance global con amenaza nuclear incluida; y con los tremendos significados de la crisis ambiental explotando en nuestras caras a diario. Un mundo en el que la pobreza, y todas las formas de expulsión que conlleva, persiste.
Ahora vayamos a lo más sutil: volvemos a la presencialidad plena en un mundo en el que desde hace décadas se cocinaba lo que Alessandro Barricco definió magistralmente como el “juego”, el de una realidad que, según Baricco, tiene dos motores, uno físico y otro virtual, y que -digámoslo- a quienes educamos nos costó bastante admitir y comprender. Pero vino la pandemia y nos empujó a él, sin preguntar si nos gustaba mucho o poco. Incluso en las condiciones más complejas, nos desvivimos para llegar a las y los estudiantes como fuera. A través de aulas virtuales, redes sociales, WhatsApp en todas sus formas y distribuyendo materiales en un pendrive o llevando materiales impresos a las casas estábamos jugando ese modo de estar sin estar físicamente. “El juego” se desplegó hasta en la precariedad de muchas de nuestras condiciones materiales porque en aprender a jugarlo se jugaba el derecho fundamental a la educación.
Tanto en lo evidente como en lo sutil, el mundo no es el que era y nosotros, con todo lo que vivimos y aprendimos, tampoco. Resultaría por lo menos raro que las prácticas de la enseñanza volvieran a ser las que eran antes de la pandemia. ¿Entonces?
Desde hace años planteamos que la reinvención de las prácticas de la enseñanza en favor de su relevancia en las escenas contemporáneas requiere la alteración de las condiciones que las sostienen. El espacio, estático y limitado a las paredes del aula; el tiempo calendarizado y fragmentado; el currículum, lineal, extenso y sobrecargado y las evaluaciones centradas en el control son algunas de las dimensiones que acompañan la hegemonía de la didáctica clásica. Un modelo agotado en una cultura que pone el saber construido a disposición a través de diversos dispositivos tecnológicos, como planteó hace años Michel Serres en Pulgarcita, y en el que la producción de los campos disciplinares en tiempo real y en modo colaborativo se acelera.
Estas dimensiones se alteraron de hecho en la pandemia. Defender y militar esa alteración de las condiciones en la vuelta a la presencialidad plena puede ser uno de los caminos más interesantes para encarar el rediseño de las propuestas. El currículum priorizado puede ser el camino para enforcarnos en lo central, lo relevante y lo actualizado en cada área o disciplina. El espacio resignificado puede llevarnos a crear propuestas en las que el cuerpo esté adentro, performando y sintiendo, adentro y afuera del aula. Propuestas en las que respiremos a otro ritmo, como señaló magistralmente Franco Berardi. El tiempo resignificado es el tiempo de la inclusión, el que reconoce la diversidad y el que nos permitirá abrazar y contener a esos estudiantes que vuelven después de haber estado desvinculados. Y la evaluación… Creemos experiencias de las que todas y todos deseemos ser parte, en las que el conocimiento sea una fiesta y cuando todo eso haya sucedido reconozcamos y celebremos lo aprendido. Para lo que advirtamos que no sucedió, que necesita consolidación o revisión, ajustemos las propuestas y sigamos enseñando.
Hay otras cuatro claves que pueden completar un interesante panorama para las prácticas de la enseñanza en el retorno a la presencialidad plena.
En este complejo mundo los problemas nos estallan en la cara. A nosotros y a nuestros estudiantes. No estamos en condiciones de esconder dos años de temor ni tampoco este presente convulsionado. Es justamente en hacer esos reconocimientos donde pueden encarnar prácticas relevantes y cargadas de sentido, de las que todas y todos quieran ser parte, orientadas por horizontes de transformación que pueden estar inscriptos en lo local pero también en lo global. Es en esas tramas, en una profunda articulación con los contenidos curriculares, en las que mejor pueden darse esos aprendizajes profundos y perdurables que a veces sentimos tan lejanos. Podemos empezar preguntándoles a las y los estudiantes qué los conmueve y qué los preocupa.
En la era del juego el mundo ya no es exclusivamente físico y eso no va a cambiar con el retorno a la presencialidad plena. Vivimos entre el motor físico y virtual. Si no lo hacemos es porque hay una deuda de acceso que esperamos se salde desde las políticas lo más pronto posible. La buena noticia es que ya aprendimos a jugar y que no tenemos por qué renunciar a esa complejidad en el aula. Hacerlo puede convertirse, desde el punto de vista de las propuestas educativas que ofrecemos, en condición de exclusión. Ninguno de nosotros quiere eso, por lo cual vamos a tener que defender las propuestas híbridas. Podemos empezar preguntándoles a las y los estudiantes qué están haciendo la mayor parte del día y empezar a reconocer cuánto de sus subjetividades ya se despliega en la virtualidad.
Ese emerger de la docencia como acción colectiva tiene que ser llevado al diseño de prácticas de la enseñanza que terminen de romper con un modelo de transmisión solitario, agotado y agotador
En tiempos de sufrimiento social, como lo define Carina Kaplan, la vuelta solo puede ser amorosa. Crear la bienvenida, dar tiempo a la expresión a través del cuerpo y la voz del dolor atravesado, generar condiciones para que el arte sea canal de la memoria de este tiempo y que las interpretaciones de todo tipo, personales y colectivas, den cuenta de las marcas que deja la pandemia en nuestra subjetividad. Como le escuché decir en estos días a Julio Alonso, podemos empezar preguntándoles a nuestros estudiantes cómo están.
En los últimos dos años las y los docentes nos encontramos más que nunca a conversar sobre cómo salir adelante en condiciones inéditas, elaboramos propuestas colaborando y nos apoyamos solidariamente. Ese emerger de la docencia como acción colectiva tiene que ser llevado al diseño de prácticas de la enseñanza que terminen de romper con un modelo de transmisión solitario, agotado y agotador, y se constituyan en el plafón de colaboración que sostenga formas de cocreación poderosas por parte de las y los estudiantes. Podemos empezar preguntándonos por qué no. Lo que venga puede llegar a ser maravilloso.
No volvemos con la frente marchita. Volvemos como los sobrevivientes de un tiempo raro que llegan para construir sobre el polvo de los papeles unas prácticas de la enseñanza amorosas y vibrantes que nos permitan comprender y hacer un mundo mejor, abrazando emocionalmente a cada estudiante que pasa la puerta de la escuela, y no dejando que se vaya hasta haberla terminado.
Publicada el 28 de febrero de 2022.
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