Sobre el agrietamiento (y otros vicios)

Fotografía: Mónica Hasenberg

Cuando se habla de la escuela, en los medios de comunicación aparece una grieta que no existe en sala de maestras. Y que además no contribuye en nada a pensar soluciones que forzosamente tienen que ser colectivas.

Con el comienzo de un nuevo ciclo lectivo, queremos plantear y describir un vicio que tiene el debate educativo en Argentina -al menos, y no sólo-: el agrietamiento. Al contrario que en el fenómeno físico, donde la luz se filtra donde puede haber alguna grieta, el agrietamiento del que hablamos no es permeable a la “luminosidad” sino que obtura la posibilidad de que algo nuevo entre y se relacione con lo ya existente. Si se propone que les niñes, adolescentes y jóvenes no tienen suficientes herramientas para comprender, analizar y participar de la dinámica económica actual, la discusión se agrieta. Si se propone que la escuela no está logrando que sus egresades construyan un buen manejo de la lectura y la escritura, la discusión se agrieta. 

Si bien no es un fenómeno estrictamente de nuestro campo, ya que es parte de las tensiones discursivas de este momento de la historia -fake news y redes sociales mediante-, está en nuestro interés editorial el propiciar la discusión sin hombres de paja ni denominaciones altisonantes y cerradas, como imputar “tragedia”, “colapso”, “catástrofe”, “fraude” al estado actual de la educación. Creemos que este tipo de declaraciones no resultan en un aporte a reflexionar y debatir sobre los problemas existentes sino que, al contrario, apuran salidas individualistas del tipo “sálvese quien pueda” desgarrando uno de los pilares de nuestra educación: la escuela como un lugar de encuentro y construcción de una comunidad de personas diferentes. Cuando se produce una catástrofe, o una tragedia, surge la supervivencia como una prioridad, y siempre pensada en términos individuales o del entorno directo. Excepto quienes están a cargo de gestionar esas situaciones, nadie se detiene a pensar en la construcción colectiva como salida del colapso.

Hace algunos meses se plantea, por ejemplo, que hay un sector de ¿la opinión? ¿la dirigencia? ¿les docentes? “negacionista” de los problemas que se detectan que tiene el sistema educativo argentino (identificaciones que compartimos). También, por otros lados, cada 15 días aparecen columnas cargando contra el “progresismo” a quien culpa de todos los problemas de las últimas décadas. Nos abstenemos de relacionar estos epítetos con su utilización en otros contextos, y más aún, vemos este tipo de planteos como un reflejo de 30 y pico de años de denuncia a un “neoliberalismo” algo difuso. Como en un efecto de espejo, ese latiguillo de tildar de neoliberal a todo se responde ahora con tildar de progre a todo. Es un ejercicio de suma cero no sólo discursivo -si todo es neoliberal, nada es neoliberal; si todo es progre, nada es progre-, sino que es una simplificación de las discusiones reales que necesita el sistema educativo. Vale aclarar nuevamente: compartimos muchísimos de los problemas que señalan algunos enunciadores de ese tipo, no así la identificación de los “culpables” subidos al ring.

Esta gimnasia mediática que se basa en la caracterización de un otro malvado, hegemónico, que maneja cruelmente en las sombras los resortes para embrutecer al pueblo ya no da respuestas a los desafíos que tiene la escuela. Tampoco el denuncismo sistemático y sobreideologizado de algunos sectores. La novedad es que ahora se puso de moda usar “progre” como insulto, como hace Vox en España, o que censura “Maus” en las escuelas de Estados Unidos.

Desde Gloria y Loor proponemos enriquecer la discusión con los ecos del salón. La mayoría de quienes escribimos acá habitamos las aulas de inicial, primaria, secundaria o superior, y creemos que eso puede aportar la frescura necesaria que tienen los matices, porque así es la realidad: ni blanca ni negra, sino llena de grises y colores. Las columnas que publicamos no entrañan ninguna verdad absoluta, claramente, sino que conforman un discurso construido sobre experiencias directas que tenemos cotidianamente, en diálogo con nuestros marcos teóricos y políticos, desde ya. Pero sí creemos que no hay manera de llevar adelante una discusión seria, con tensiones pero sin grieta, sobre educación sin la voz de los y las docentes participando activamente (algunes compañeres lo hacen a través de sus sindicatos, otres a través de sus cuentas en redes sociales, otres sólo en sala de profesores, pero en todos los casos prácticamente no somos tenides en cuenta). 

La educación argentina, en general, parece no cumplir con las expectativas de la sociedad. Y nosotres, desde las aulas, percibimos un montón de desafíos que van más allá de lo edilicio y salarial:

  • Necesitamos mejorar mucho la didáctica en todas las áreas, siempre de manera situada y lejos de recetas envasadas en una ensambladora, para que los chicos, chicas y jóvenes de este país aprendan más y mejor a leer, a escribir, a expresarse y participar de la cultura. Ni qué hablar de la evaluación de los aprendizajes: si hay algo que la pandemia puso (o debería haber puesto) en jaque fue el modo de evaluar a nuestres estudiantes (al respecto, un matiz: reflexionar en torno a qué registros narrativos les resultan más intrincados a nuestres estudiantes, porque no es lo mismo construir un texto biográfico que uno argumentativo).
  • También se torna necesario pensar qué significa evaluar el sistema: ¿las evaluaciones estandarizadas son el mejor instrumento? Si es así, ¿cómo aprovecharlo mejor?, ¿o es necesario repensar su diseño?
  • La carrera docente no es atractiva ni material ni simbólicamente: cualquier mejora tiene que arrancar en ese orden, pues sin mejora material no hay mejora simbólica para un trabajo que siempre fue visto como “menor”, como una salida de segunda. Es urgente repensarla sin caer en la pérdida de derechos laborales, que siguen siendo necesarios.
  • Es necesario debatir cuidadosamente el papel de las familias en los procesos escolares, pues vivimos una cultura muy fuerte del “on demand” que puede tornar una participación virtuosa en violencia lisa y llana ante lo desconocido.
  • ¿Cómo articular mejor la relación entre la escuela, el mundo del trabajo, el desarrollo productivo, la inversión privada y estatal, sin caer en la creación de una colimba explotadora sin propuesta pedagógica ni ciudadana? ¿Qué está fallando en este ámbito? ¿Por qué les adolescentes sienten tanta desconexión entre la escuela y esos primeros pasos en el “mundo adulto”?

Les docentes no podemos exigir ser parte de la solución sin asumir que somos parte del problema. Sería una novedad: los grandes académicos y académicas y las figuras mediáticas jamás pagan ningún costo. Asumir en la arena pública que a nosotres nos cabe mejorar mucho de nuestro trabajo diario, sin que eso signifique renunciar a las demandas por las infinitas deudas que tienen las gestiones políticas con la escuela, sería tal vez la primera vez en mucho tiempo en que alguien propone ensayar algunas respuestas a los interrogantes que planteamos más arriba en lugar de sólo realizar denuncias altisonantes. 

Cuando se produce una catástrofe, o una tragedia, surge la supervivencia como una prioridad, y siempre pensada en términos individuales o del entorno directo. Salvo quienes están a cargo de gestionar esas situaciones, nadie se detiene a pensar en la construcción colectiva para salir de ese colapso.

El agrietamiento en las escuelas no es un reflejo de lo que acontece en el discurso mediático. De hecho, la mayoría de les docentes no está en el día a día de la agenda mediático-educativa sino que trabajamos silenciosamente desde las aulas atendiendo las necesidades de nuestras comunidades. Ahora bien, cuando se presentan situaciones que requieren nuestra intervención, nadie pregunta si une es progre, negacionista o freireano. Les docentes, les directores, los equipos de orientación intervienen (intervenimos) porque entienden (entendemos) que lo que nos convoca es garantizar el derecho a la educación de todes nuestres pibes. Como dijimos más arriba, somos conscientes de todo lo que nos falta por resolver; somos conscientes de que es necesario salir de nuestra posición muchas veces conservadora para dar los debates públicos con responsabilidad y profesionalismo. En este sentido, la docencia es política: es hora también de que nos asumamos agentes del estado y nos hagamos cargo de ello. 

Como sostuvimos a lo largo de toda esta editorial, el agrietamiento de las discusiones sólo coadyuva a su empobrecimiento y nos lleva a una encerrona: la imposibilidad de que las palabras se transformen en acciones concretas. Los problemas del aula son didáctico-pedagógicos y, por ende, políticos. Como tales, esperan una respuesta que se pueda construir colectivamente desde el pie, enriqueciendo esa respuesta con los aportes de quienes se dedican a la investigación, la expertise docente y la decisión política de quienes momentáneamente ocupan cargos en el sistema educativo. Sólo así será posible que algo del orden de lo distinto pueda crecer en el intersticio. 

(Nota de GyL: esta columna fue editada horas después de su publicación, restando los nombres de las personas a quienes se señalaban como enunciadores de posturas que nos parecen problemáticas. Como bien nos han señalado compañeres, esa identificación conspira contra el espíritu de pensar el debate educativo buscando el consenso y no la confrontación. Disculpas, entonces, a las personas que habían sido inicialmente nombradas.)

Publicada el 20 de marzo de 2022.


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