Facunda, una maestra bárbara.
Ella es espléndida. También ella usa un guardapolvo blanco, pero nadie la confundiría con una maestra, porque, como ya dijimos, es espléndida. Ninguna maestra tiene pinta de espléndida mientras trabaja. Ninguna tiene ese pelo tan suelto y tan brilloso, ese delineado que parece trazado por un caligrafista chino, ese cárdigan color nude (no un vulgar pulóver rosita, como cualquier Facunda). Ella es tan divina que mantiene imperturbable esa leve sonrisa calma mientras corre las pesitas de la balanza. La Facunda hiperventila cuando ve que otra pesita cae y el sistema no se endereza, y se prueba con otra pesita y otra más y por qué carajos no usarán una de esas balanzas que te subís y te escupen en la cara que estás gorda y ya está, sin tanto preámbulo.
-Entonces, el almuerzo lo vamos a empezar con una taza de sopa de verduras casera, siempre casera. Esperamos un ratito. Recién a los veinte minutos incorporamos una buena ensalada, colorida, con un puñado de legumbres- ella, radiante, recita las órdenes escritas en un papel demasiadas veces fotocopiado. -Esperamos otro ratito y de postre, alguna fruta, podés aprovechar que hace frío y comerlas cocidas, por ejemplo, quedan riquísimas y dan mucha saciedad- en la fotocopia casi no se lee ninguna palabra, sólo su peso, buchón, arriba de todo.
La Facunda piensa cómo decirle que en la escuela no hay microondas para calentar la sopita casera, ni la manzana al horno, y que la heladera que compraron entre las maestras cada dos por tres pierde agua, así que suele estar desenchufada.
-Creo que esto no va a funcionar, porque en general yo como en un recreo.
Divina, espléndida, no se desanima.
-Bueno, en el recreo podés tomarte la sopa y desp…
-No puedo estar con líquidos calientes en el patio del recreo, es un peligro.
-Ah, pensé que vos tenías recreo- divina espléndida no llegó a ser lo que es dejándose vencer fácilmente. -Bueno, podés tomarte dos vasos bien llenos de agua y cuando sea la hora del almuerzo…
-No tengo hora de almuerzo.
La línea perfecta del delineado traza un arco también perfecto.
-¿Cómo que no?
-No, es un ratito entre turnos, serán unos veinte minutos si no vienen a buscar tarde a un chico.
-Qué barbaridad- masculla divina espléndida. Igual la manda a hacerse el pan y la mermelada caseras, porque lo que mata son los ultraprocesados.
Hace diez minutos que La Facunda está vocalizando. Odia vocalizar, la hace sentirse ridícula, incómoda, como si su cuerpo fuera un poco más tarado que ella. Ahora tiene que hacer toda la escalerita de notas mientras bufa con los labios, como quien se detiene en un ppprrrrr imbécil que no sirve para decir ninguna palabra del castellano. La Facunda se queja, le pica toda la cara y quiere dejar de hacer estupideces, pero la entusiasta maníaca no la deja.
-No es que no sirve para nada- le retruca, siempre de buen humor, quizá de demasiado buen humor. -No sirve para hablar, ¡pero hablar no es lo único que podés hacer con tu aparato fonador!- La Facunda ya sabe, no sospecha, sabe que ahora se viene un pequeño sermón filosófico-motivacional. -Pensar sólo en hablar te desconecta de tu cuerpo, te pone presión en la garganta y así aparecen los nódulos- explica, científicamente. -Fijate que te incomoda hacer sonidos aislados pero no te detenés ante ningún obstáculo, ni siquiera la fatiga o el dolor, con tal de seguir hablando- es un abuso de la metáfora y pésima literatura, pero no por eso menos cierto. Al fin y al cabo, las docentes somos mundialmente reconocidas por no (poder) dejar nunca de hablar.
-Ahora vamos a hacer las vocales abiertas bien abiertas- entusiasta y maníaca enfatiza con su propia boca al exagerar una A de mandíbula bien flojita y una O de bordes definidos. -Ahora la E, bien grande esa sonrisa, una buena E…
-¡No, la E no! ¡Las maestras no podemos hablar con la E!
Entusiasta maníaca queda con la sonrisa congelada, sin embargo no ríe.
-Lo de la E, ¿te acordás? Que Cristina Morena no quería que hablemos con la E en la escuela- se explica La Facunda, como disculpándose.
-¿Quién es Cristina Morena?
Claro: el humor docente no es malo, sólo es de nicho.
-Vas a hacer el ejercicio de soplar una bombilla en un vaso con agua al menos una vez al día. Nada de hablar mientras borrás el pizarrón. Y cada veinte minutos o media hora, un buen sorbo de agua, para mantener bien hidratadas las cuerdas vocales.
-Uf, esa te la debo. Me voy a pillar encima.
-¡Y pero vas al baño!- La Facunda siente que está poniendo a prueba la sonrisaza de la entusiasta.
-No puedo ir al baño en clase. Y en los recreos- se adelanta al principio de replique entusiasta -tengo que estar cuidando a les pibes. Tampoco puedo.
El entusiasmo de la entusiasta mengua un poco.
-Qué barbaridad- vocaliza ya sin manía. Igual la manda a no gritar en ningún momento, porque lo que mata es el tirón repentino en las cuerdas vocales.
Con E y sin E, las palabras se escurren a una velocidad vertiginosa y el relato salta de un punto a otro con total fluidez, como un monólogo de Pinti editado a 1.5. La verborrea se debe a que el tiempo sencillamente no alcanza, ¡media hora cada quince días! La Facunda desearía poder tener un encuentro semanal, pero la obra social sólo le cubre treinta sesiones al año y la cosa no está como para andar pagando tres lucas por un rato de diván. Se podría decir que la paciente es la que la escucha, con una tranquilidad pasmosa que apenas altera para interrumpir brevemente la catarata catártica que parece no tener fin.
-Tratemos de poner un poco de orden, a ver- propone, antes de volver a su usual mutismo.
La Facunda esperaba que fuera ella quien la ayudara a ordenar un poco todo el quilombo que tiene en la cabeza, pero no. El silencio la tienta a volver a llenarlo con otra vomitadera verbal. Ahora siente pudor, le parece que se excedió en cotorra y que no está siendo suficientemente reflexiva.
-¿Poner orden cómo?- pregunta, modosita, intentando recomponerse y controlarse.
-¿Cómo te parece?- repregunta paciente y tranquila.
-No sé, decime vos- replica no muy tranquila y definitivamente mala paciente. Pensó en agregar “para eso te pago” pero recordó súbitamente que no, no le paga, que si le pagara quizá no la habría elegido, quizá hubiera optado por una que no la intimidara tanto con su silencio ni la hiciera sentir culpable por ese atracón de escucha que siente que necesita desesperadamente.
-Me parece- avanza lentamente la paciente- que estás como enchufada. Quizá sea un síntoma de ansiedad, tenemos que estar atentas a eso. Pero me atrevo a arriesgar- para paciente y tranquila cualquier cosa parecería representar un atrevimiento y un riesgo -que simplemente estás acelerada.
Mentiría La Facunda si dijera que no. La aceleración es algo que la acompaña desde los tiempos terribles del profesorado en los que dormía quizá unas cuatro horas por día y muchas veces iba a trabajar sin siquiera haberse acostado. En esa época aprendió a comer, viajar, bañarse e incluso dar clase al mismo tiempo que planificaba, corregía o cumplía con alguno de los tres millones de requisitos burocráticos de la escuela. Esa aceleración le permite aún hoy cumplir con todo aunque después la deje hecha un muñeco de trapo apenas pone un pie fuera de la escuela; es un mecanismo adaptativo, un callo que no le permite sentir el agotamiento hasta que no se encuentre estrictamente por fuera del año escolar, es decir, en vacaciones, cuando más se enferma.
-Me parece que podrías empezar por encuadrar tu trabajo. Ponerle un límite de tiempo no es lo único, pero quizá lograrías desconectar de a momentos- dice, con la inocencia bendita de alguien tan tranquilo como ella.
-Y, pero… ¿cómo hago para terminar todo?
-En tu horario laboral hacés lo que podés y lo demás, queda sin hacer- replica con toda paciencia la tranquila.
-Pero en mi horario laboral yo estoy con veintipico de pibes, ¿cuándo hago todo lo demás?
-Seguramente tenés algún ratito…
La paciente logró que La Facunda perdiera la paciencia.
-No, casi nunca tengo un ratito. Y ese ratito se me va en reuniones con familias, con psicopedagogas, psicólogas, terapistas ocupacionales y hasta la Ministra de Salud que vienen a exigirme que a sus pacientes los eduque en el “uno a uno” en un aula con veinte otros y otras, como si yo pudiera clonarme y atender las necesidad particularísimas de cada une mientras miro cuadernos, firmo notas, corto fotocopias y junto autorizaciones para las excursiones. No- cierra la tan necesaria proclama -no, no tengo tiempo para nada. Tampoco para esta sesión- y ahí nomás se levanta, iracunda, y se va, a seguir viviendo aceleradamente totalmente al pedo.
-Qué barbaridad- susurra para sí la tranquila, que sospecha que acaba de perder una paciente y lo siente más por ella que por la miseria que le paga la obra social por esa media hora. Espera que la próxima semana vuelva para recetarle un rivotril, porque lo que mata es la ansiedad.
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Cristina Morena es rubia. Principalmente es rubia, como una revancha hacia tan indecoroso apellido. Es rubia y es prolija, es rubia radiante, rubia de esas rubias con vidas de revista. Cristina Morena tiene un aura virginal que la ubica entre una catequista y la nena de Dánica Dorada, una persona sin asperezas, sin bordes angulosos ni puntos de fricción. Su voz, o quizá no sea tanto su voz como su manera de hablar, es suave, pausada, y en esa pista de hielo sin fuerza de rozamiento patinan con total desfachatez las ideas más discriminadoras y fachistoides que el clima de época permite en la boca de una mujer que quiere con todas sus fuerzas ser vista como un hada madrina en chatitas.
Quizá sea esa capacidad de no sonrojarse a la hora de las más vergonzosas declaraciones lo que le permitió llegar a ser Ministra de Educación. Como no tiene título docente, podría haber sido también ministra de acción social o de salud o de cualquier otro cuya actividad pueda ser fácilmente asociada a la feminísima tarea del cuidado. Eligió educación porque piensa, como casi todo el mundo que no es docente, que para trabajar con infancias -ella, claro, las nombra en singular, la pluralidad le es un poco ajena- basta con ser dulce, tierna y hasta un poquito pelotuda. Tiene esencializada a la niñez como una etapa de rosas pimpollitos y celestes cebollitas, sin embargo, es incapaz de ver que las criaturas son sujetos ya hechos y derechos, y no humanos en potencia. Su adjetivo más usado es “inocente” y se autopercibe como una defensora de esas frágiles mentes infantiles, tan susceptibles a ideas raras que pervierten la impoluta subjetividad de los primeros años de vida. Por supuesto, no considera que sus ideas sean raras, si ella es, sobre todas las cosas, el más claro ejemplo de normalidad y rectitud.
Cristina Morena piensa que ella daría todo por los niños y niñas excepto quizá dejarles un poco de espacio para no ser prolíficos engranajes del sistema. Tan dedicada es que se ufana de que su propia maternidad también se rija por la lógica productiva de nunca parar, nunca dejar de mostrarse, nunca, pero nunca descansar. Desde ya que odia a las maestras porque las ve viejas, acartonadas, vagas, inútiles, resabios de una escuela que ya no va más, que no condice con su permanente y fresca innovación.
Cristina Morena no se equivocó de profesión porque sencillamente nunca fue maestra. Pobre.
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La Facunda se suena la nariz y empuja con agua un antitérmico: otra vez le rebotaron la licencia y mañana tiene que volver a la escuela. Lejos quedó esa época -el año pasado- en la que era poco menos que un pecado capital salir de casa con síntomas gripales. Entre el control de enfermedades y el sacro dictado de clases, el sistema ya decidió que la salud va y viene y que al fin y al cabo, ya está todo el mundo vacunado.
Porque lo que mata es que la maestra, vil planera, falte a la escuela.
Enviado el 5 de agosto de 2022.
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