A veces el horno no está para bollos y otras veces, lo único que hay, por todos lados, son bollos.
La Facunda tiene muchos defectos. Podría decirse que tiene casi todos los defectos. Pero también tiene una virtud que la caracteriza: La Facunda tiene un finísimo sentido del humor y son muy pocas las situaciones de la vida a las que no les encuentra un costado risible, irónico, bizarro.
Hace veinticuatro horas estamos de luto porque perdimos a una niña de once años en nuestra jurisdicción, la más rica del país. Así que hoy La Facunda no ríe porque está de luto. No hay un chiste ni un juego de palabras que puedan atemperar el sopapo horroroso de ese faltazo que no será ingresado en ninguna plataforma, de esa línea roja en el registro dando de baja, para siempre, a una de nuestras nenas. Hoy no hablamos de inasistencias, como sueña el gobierno, sino de una ausencia, que quizá no desvele a ningún gobierno. Hoy, La Facunda, abanderada en eso de siempre mirar el lado gracioso de la vida, hace huelga de humores. En su lugar, hablará Belén Albarello, otra maestra malísima, aunque, claro, no tan bárbara como La Facunda.
Hola a todes. Yo soy Belén. Tal vez me recuerden de películas como “ritmo, amor y matemática francesa”, “me gustan tus ojos y tu caligrafía cursiva” o “¡Qué linda mi familia, lástima que sean todos docentes sin consciencia sindical!”. Me toca hacerme cargo de esta entrega por las -sobradas- razones de la compañera para tomar la medida de fuerza, con la aclaración de que yo no soy ninguna carnera y, por supuesto, también estoy de paro. En mi caso, estoy de paro hace bastante (ya ni recuerdo desde cuándo) y pensando seriamente en que se vuelva por tiempo indeterminado.
Sí, querides bárbaros y bárbaras: estoy considerando, todos los días un poco más, dejar de ser maestra.
¡Upa! ¡Cómo cuesta escribirlo!
Cuesta porque la docencia es el amor de mi vida, si es que vender una fuerza de trabajo puede tomar semejante jerarquía psíquica. Es un amor a primera vista al que fui conociendo con esa voracidad que ahora está de moda llamar “intensidad”. Un amor que me engañó, que me volvió a seducir, que me hizo feliz como nadie y también me defraudó como nadie, un amor extremadamente monogámico que me sostuvo raptada dentro de su universo, que ocupó muchos más espacios que los estrictamente laborales y que de algún modo se constituyó mi identidad. Un amor que, en algún momento, me rompió el corazón.
Mientras escribo esto, por supuesto, lloro. A diferencia de La Facunda, que es mucho más fuerte y resistente, yo me confieso profundamente frágil en esta separación. Traidora. Ya no tengo ganas de ejercer la docencia-sacerdocio pero tampoco la docencia-sindicato. No me interpela más esa hinchazón que sentía en el pecho frente a las palabras “escuela pública”, ni su tradición normalista, homogeneizadora, patriota. Me chupa un huevo Sarmiento y Simón Rodríguez, dos. No me interesa si mañana deciden reemplazarme por un video de YouTube o una Robotina niñera, quizá me estén haciendo un favor. Es tal mi crisis que ni me convencen las palabras de mi abuelo cuando me recibí: God save the teacher. Perdón, abue, pero viste que al final dios no existía, yo te dije.
Me desconsuela que el amor, el profundo amor que yo sentía por esto, sea mi peor enemigo. Odio dejarme vencer una y otra vez por un sistema que me quebró ya no sé en cuántas oportunidades. Detesto que mi trabajo me estropee el humor, que viva irritada e intolerante, que sólo sueñe con la escuela, que haya terminado medicada a los 32 años por un pésimo ciclo lectivo.
Yo soñaba ser como Juan Piaget y hacer investigación educativa, hasta que me di cuenta de que es puro lobby y que nadie busca verdades sino argumentos para decisiones ya tomadas de antemano.
Quise ser como Mery Montessori y bregar por una comunidad educativa unida por el bienestar de les pibes, hasta que unas familias de mierda me destruyeron la salud mental gratuitamente.
Confieso que personifiqué a Jacinta Pichimahuida cada vez que me propuse salvar, sí, salvar, a une pibe de alguna de las múltiples desgracias que atraviesan las infancias actuales, hasta que el EOE, el CEI y todas las siglas del sistema educativo me clavaron el visto.
Desde ya que fui un Ruso Vigotsky sindicalista, enajenada en discusiones ínfimas con las Paulitas Freire “del otro sindicato” para organizar a las maestras de cada escuela por las que pasé, hasta que los otros veintipico de “sindicatos” que no tienen afiliados sino clientes pusieron la firma para que retrocediera nuestro salario y, con él, tantísimos derechos laborales.
Aún hoy, cumpliendo quince años de deambular por las aulas argentinas en cuanto nivel educativo hayamos tenido la desgracia de imaginar, sigo siendo suplente, porque me porfié en no pagar por puntaje y me dediqué a otro larguísimo, interminable e inconducente profesorado. Sigo planificando con una vigilancia epistemológica como si siguiera siendo residente -o quizá peor-, en un sistema en el que realmente no importa gran cosa si una enseña o no.
Creo que imaginé a La Facunda para recordarme lo que era mandar a toda esta tristeza a tomar por culo. Lo cierto es que hace tiempo no río como hace tiempo, y eso que yo reía como un jilguero. Quizá vuelva a hacerlo. Mientras tanto, sigo andando por esta profesión maldita con la frente marchita… y sobreviviendo.
Junto a mis compañeras de Tierra del Fuego,
las de Chubut, sobre todo a quienes fallecieron en plena huelga,
las de Mendoza,
las de Corrientes,
las de Buenos Aires que siguen duelando a Sandra y a Rubén,
las de Chile, que en un 40% abandonan la profesión antes de los 5 años,
las 567.00 de Estados Unidos, que dejaron de ser maestras entre 2020 y ahora
y todas las seños que pusieron el alma en una profesión ingrata, hoy yo también hago paro.
Enviado el 18 de agosto de 2022.
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