Alpiste, perdiste*

*Cabe aclarar que esta frase inconfundiblemente lúdica este año me valió la queja de una madre ante la Conducción de la escuela. Quedan muy poquitos espacios en los que nos podemos mover sin ofender terriblemente a alguien.

Cabizbajos, infinitamente abatidos, con caras largas y brazos que parecían pesar una tonelada, pero presentes. La fila de 5° avanzaba hacia el aula dejando un halo grisáceo tras de sí, como una estela de polilla desarmada, de aspiradora pinchada, un larguísimo caño de escape que tosía en repudio de ese día que nadie quería vivir. Obligar a los pies a dar el siguiente paso era toda una epopeya. Nadie dio los buenos días, quizá no había buenos días para dar. La escalera nunca fue tan cuesta arriba, el ánimo, nunca tan cuesta abajo.

Cómo cuesta la derrota.

La Facunda bullía de ira en su interior. De alguna manera (que ahora le parecía imbécil y hasta casi irresponsable) había confiado en una suerte de invicto eterno, una victoria perenne que simplemente se iba a mantener así, extática, por siempre. El golpe de realidad la dejó atónita y no supo dónde guardar esa manía que ahora quedaba en offside. Puteó por dentro, se angustió, se sintió traicionada en esa fantasía que nadie le había prometido pero que ella sentía que sí. Qué bronca, la re puta madre. Y encima ahora le tocaba quedarse con ese grupo al que no hacía falta pedirle silencio porque ya habían venido enmudecidos de casa.

¿Para qué los mandaron a la escuela?

Y la verdad que sí, eh, sí. Está mal preguntarse eso y está recontra mal desear que se hayan quedado relamiéndose las heridas en casa, dejándola a ella echar humo por las orejas sin tener que ofrecer la otra mejilla, sin tener que poner carita de seño para sacar adelante a veintipico de criaturas que se están enfrentando al primer mundial que van a recordar con pelos y señales. Y entonces ahí piensa que quizá por eso los mandaron, los mandaron como quien se saca de encima una cara que derrocha signos de preguntas para las que ningún mapapi tiene respuesta. Los llevaron a la escuela porque es insoportable ver a un niño con la ilusión estropeada. Tal vez la maestra sepa qué hacer.

Porque, claro, las maestras siempre saben. La Facunda sabe que todo el mundo sabe que ella sabe. La Facunda podría ganar el mundial de omnisciencia porque es una fuente inagotable de saber.

La Facunda no siempre sabe saber pero sí sabe fingir, entonces se puso la 10 y salió a levantar ese día que se les presentaba tan chivo:

-Bueno, vamos a jugar.

La propuesta apenas si despertó algún interés en la siempre exigente tribuna. La Facunda repasó mentalmente los juegos que tiene en el armario, buscando alguno que no estuviera demasiado incompleto, que no tuviera un reglamento largo de aprenderse pero, por sobre todas las cosas, buscó un juego no competitivo.

Quien busca, encuentra. Salvo que esté en una escuela.

La Facunda tenía que improvisar. Los juegos improvisados no suelen salir bien, y esta vez no fue la excepción. Al cabo de un rato había una decena de chicos calurosos, muertos de tedio, que más que jugar le estaban siguiendo el juego a una maestra que apenas disimulaba un fastidio gigantesco porque nada de ese día salía aunque sea relativamente bien. El resto andaba tirado por ahí, con el hastío propio de quien se obstina en sentirse mal. La Facunda les pedía, les imploraba que pusieran algo de ganas, les rogaba que se divirtieran, los alentaba a ponerle a esa mañana espantosa un poco más de huevo. Esa exigencia de pasarla bien escondía el terror de que se vinieran abajo, de que finalmente el mal humor los bañara a todes con una pátina pegajosa e indeleble hasta el próximo partido, si es que ese partido no se perd…

La Facunda sacudió la cabeza enérgicamente para borrar tamaña mufa de su mente. Quedarse afuera no era una opción, por eso inventó un juego cooperativo y tranquilo y de concentración en el que nadie quedaba afuera, nadie perdía, nadie metía cuatro goles anulados. Quizá no se dio cuenta de que proponer ese desafío se parecía un montón a mandarlos a que hicieran una lámina en grupos, algo que ciertamente la mitad de les pibes preferiría sin dudarlo un instante. Bastaron cuatro intentos fallidos (ese número maldito, será de dios) para que un pibe, harto de ser hincha de la hinchada, bramara lleno de fastidio:

-Ya está, perdimos.

Y La Facunda, que tanto lo intentó, entendió que la perdedora era ella. Es algo muy de maestra eso de ser la perdedora siempre que algo sale mal. Así que respondió casi desesperadamente, con una defensa exagerada.

-¡Pero no! ¡En este juego NADIE pierde! Como en el fútbol- para qué te metés en ese embrollo, Facunda, salí, desmarcate- en el fútbol a veces se gana y a veces…no, pero bueno, algo ganás igual porque es una oportunidad para aprender otras cosas que son tan importantes como un título…

-No digás barbaridades, nena- la cortó Ágata desde sus humildes dos metros de estatura. -¿No pudieron meter una lapicera en una botella entre cinco? No sé qué les pasa a los pibes de ahora, no tienen motricidad, yo no sé si vienen más débiles o es de estar todo el día tiki tiki tiki con el celular, pero no saben moverse, son torpes, ¿te diste cuenta?- le espeta a una muda Facunda, sin inmutarse de que los torpes siguen ahí, escuchándola. La Facunda le respondería que ella misma, representante de otra generación, nunca fue muy hábil en lo corporal, pero le da vergüenza, como si tuviera diez años y estuviera intentando infructuosamente correr mientras picaba una pelota. De cualquier modo, no tuvo oportunidad de responder nada porque Ágata ya había separado a les pibes en dos equipos y les había tirado una pelota. ¡Fútbol! ¡Justo fútbol, un día como ese! ¡Como para andar echándole sal a las heridas!

Los que estaban tirados, enseguida se pararon y se distribuyeron equitativamente en los dos equipos sin ninguna intervención docente. El primer gol no tardó en llegar y el goleador, cancherísimo, se lo dedicó a ella, que miraba el partido con un semblante verdoso de preocupación. Recién ahí aflojó y se permitió, también ella, gritar un gol sin miedo, un gol de guardapolvo blanco que siempre significa una victoria colectiva, un invicto eterno que sobrevive a categoría tras categoría de pibes que año a año estropean rodillas de pantalones en esos partidos de infancia en los que, eso sí, se juega sin orsai.

No sería Qatar, pero estaba en la tribuna privilegiada del mejor semillero del mundo: el patio de la escuela.


Ágata Tronchatoro es la profesora de gimnasia de la escuela. Sí, bueno, de Educación Física, está bien. No es tan grande pero parece ser una reliquia de la época en la que había una clase casi militar para varones y otra para chicas con pollera-pantalón. Debe ser porque no tiene cuerpo de muchacha esbelta que hace lo suficiente en el gimnasio para entrar en los estándares de belleza, sino todo lo contrario: su objetivo es tener un organismo sólido, imbatible, fuerte e inmune a su alimentación confusa y generosa. Es definitivamente la maestra con menos pulgas en toda la escuela y la que no ahorra en brusquedades ni siquiera con los nenitos de primer grado, pero nunca tiene problemas con las familias. Será que les pibes cuando juegan desarrollan otra resistencia y se la perdonan un poquito más a la dueña de la pelota. Quizá sea como dice Ágata, mens sana in corpore sano: si el cuerpo descarga, la mente se la banca un poco más. Quizá sea que Educación Física es la materia en la que menos protagonismo tiene la maestra, porque casi todo se trata de los amigos.

Ágata es una defensora acérrima de decir aguantatelá antes de chamuyar hasta el infinito con la tolerancia a la frustración y es probablemente la que menos teoriza sobre el lugar pedagógico del error pero la que más enseña a perder. Lamentablemente le tocó una época en la que se les exige a les pibes futuros plagados de triunfos y presentes exitistas disfrazados del verso de la meritocracia.

Pobre Ágata, se equivocó de profesión.


Al final ninguno de los clasificados ganó los tres partidos, porque el Mundial es así, caprichoso y errático como la vida misma. Lo que resultó un consuelo colectivo también fue la tragedia de los prode que, desconcertados, pusieron al desnudo la inmensa cuota de azar con la que jugamos todos los días a pesar de nuestros infinitos intentos de ponerle orden y sentido al caos. Por suerte, la suerte existe y a veces nos pone del lado ganador. Afortunadamente, la fortuna de tanto en tanto nos sonríe y nos ahorra el tener que asumirnos igual de vencidos que el resto. El resto del tiempo sólo nos quedará apretar los dientes, rezar un Pugliese Pugliese Pugliese y esperar a que, con algo de viento a favor, se termine la mala racha y el destino nos elija camp**nes.

Enviado el 7 de diciembre de 2022.


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Belén Albarello

A los tres años entró a la escuela y todavía no ha conseguido irse. Abrevó en todos los niveles educativos hasta que se enamoró del guardapolvo blanco que, como el vino y el tango, te esperan. Quería ser docente porque educar es combatir y vivió para comprobarlo. Hincha del Rojo pero más de la Selección. El humor es su espada, su pluma y su palabra.

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