Enviado el 29 de octubre
¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo!
Domingo Faustino Sarmiento
“¡Seño Facunda! ¡Seño Facunda!” la evoca un grupito de criaturas que, sacudiendo un ensangrentado guardapolvo, cubiertos de tiza, la levantan de la silla para que acuda corriendo al aula.
Y ahora qué pasó, se pregunta, mientras se desplaza por el patio a la velocidad de la luz. No importa lo que haya pasado: igual es su culpa. No porque lo digan los padres, ni las madres, ni les mapadres, tampoco importa si así lo piensa la conducción, o si algune de sus compañeres se siente tan libre de pecado como para tirar la primera piedra: no, no importa, Facunda sabe que la culpa es suya. No necesita que nadie se lo diga.
Pasar, no pasó nada. La infancia es esa edad en la que las venitas de la nariz son un poco escandalosas, nada más. Sí pasa la pandemia, pasa el barbijo que ahora está empapado en una sangre rojísima que no tiene problemas en atravesar las capas antibacterianas/antivirales/ antihongos/antitodo menos esa hemorragia rebelde. El chiquito se ahoga con un trapo sanguinolento en la cara como en la más berreta de las películas de terror y la maestra duda si romper o no el protocolo para dejarlo ¡oh peligro! a rostro desnudo dentro del espacio covid-free en el que se transformó la escuela.
Estrictos protocolos, resuena en su cabeza. Es-tric-tos.
Facunda sabe que se está tardando demasiado y así lo atestigua la garúa de pintitas rojas que van cayendo sobre sus manos, su ropa, sus zapatillas. Tic, tac, tic, tac, y el barullo de los chicos detrás de ella, la carita de susto del pobre pichoncito con goteras, el enchastre, el ruido a mesa arrastrada que indica que se están empujando, el asco casi fóbico que le da la sangre, su presión arterial que se le desploma mientras la presión real -la que viene con el título y el cargo- crece. La sensación física de la soledad, algo que se parece a un nudo en la garganta o una soga que tira desde los hombros hacia el charco de sangre en el suelo, como diciéndole “ahí está, ¿ves? ¿Ves que sos un desastre?”.
Y de repente, la cordura. ¡Es un nene al que le sangra la nariz! ¿Protocolo?
¡LE SANGRA LA NARIZ!
Es su cuerpo el que actúa, porque ella no puede. De un tirón le arranca el barbijo al nene y, reprimiendo la náusea, lo usa de barrera de contención para la sangre que, igual, ya le empapa la mano izquierda. La derecha, mientras tanto, aprieta fuerte el tabique nasal y con la voz de la nuca, esa que usa para retar a los nenes barderos mientras escribe en el pizarrón, da la orden de sentarse y hacer silencio, pero habla calmadamente, ocultando la histeria. Le pide a la nena perfecta del grado que vaya a buscar a alguien, la nena pregunta a quién y la Facunda enfatiza el “alguien” intentando no sonar brusca ni desesperada.
La sensación física de la soledad, algo que se parece a un nudo en la garganta o una soga que tira desde los hombros hacia el charco de sangre en el suelo, como diciéndole “ahí está, ¿ves? ¿Ves que sos un desastre?”.
El pichoncito sigue asustado pero ya casi no sangra. La Facunda lo mira y ensaya una sonrisa que no se ve pero se adivina a través del barbijo. “Ya está, pipi, ya pasó”, le dice, se dice. Cuando llega Paula, la seño de séptimo, seguida de un grupito de egresades que ya se autoperciben lo suficientemente adultes como para intervenir a la par que una maestra, la situación está controlada. La Facunda había pedido que le alcanzaran un rollo de papel de cocina, para lo cual se levantaron seis chicos que compitieron entre ellos para ver quién cumplía primero con el pedido de la maestra. Es decir, normalidad. Pudo limpiar “la escena del crimen” aún con una sola mano e improvisar un taponcito para la nariz del pibe. Mientras, le dio un breve sermón al grado por estar en aula en el recreo ¿cuántas veces les dije que el recreo es afuera, donde yo los puedo cuidar? y les pidió que borraran las puteadas que habían escrito en el pizarrón, entre ellas, un gigantesco TROLA que anotó mentalmente para problematizar en la próxima clase de ESI. Cuando llegó Paula, ya había podido desanudar la garganta y el charco de sangre no la traccionaba más hacia la frustración. Pudo hacerlo todo, y pudo sola. Paula miró la escena con cara de espanto (las maestras de los grados grandes no aprenden nunca a disimular las caras) y soltó un qué barbaridad entre dientes, como si fuera inocuo, como si no fuera un charco de sangre tirando otra vez para abajo.
Qué barbaridad, Facunda, qué barbaridad.
Mientras, le dio un breve sermón al grado por estar en aula en el recreo ¿cuántas veces les dije que el recreo es afuera, donde yo los puedo cuidar? y les pidió que borraran las puteadas que habían escrito en el pizarrón, entre ellas, un gigantesco TROLA que anotó mentalmente para problematizar en la próxima clase de ESI.
Aunque la Facunda también es maestra de grados grandes, pudo enmascarar que le dolió, pero Paula la conoce y es una buena mina, así que enseguida se corrige: “no te digo a vos, boluda”, le aclara en susurros. “Qué bárbaro que estemos siempre solas para estas cosas”. La Facunda asintió brevemente, como quien calla para otorgar, y partió a lavar el guardapolvo, el barbijo y su propio saco con agua oxigenada; porque la Facunda es maestra y sabe cómo sacar todo tipo de manchas, así como sabe cómo detener una hemorragia, cómo resolver una crisis, cómo asegurarse de que ningún chico quede solo mientras lo hace, cómo angustiarse y desangustiarse sola, autogestivamente. La Facunda es omnipotente, omnipresente y omnisciente como sólo un ente sabe serlo: es, palabras más, palabras menos, una madre. Una segunda madre, para no ofender a nadie.
La Facunda sabe casi casi todo. Así, al menos, la mira el resto del mundo. “Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!”.
Paula Freire es la maestra de sexto y séptimo junto al Ruso, su pareja pedagógica (y más que pedagógica en la fantasía de sus alumnes). Ella da Prácticas del Lenguaje y Ciencias Naturales y él da Matemática y Ciencias Sociales. El chiste en la escuela es que el Ruso da las materias serias y ella, las hippeadas. Algo de eso debe haber porque por algo los números y la historia se los dejaron –justo- al maestro varón. Igual es cierto que Paulita es una hippie porteña y cumple con todo el cliché de PH reciclado – carrera trunca en la Facultad de Sociales (sede Marcelo T.) – consumo de cigarrillos armados (de esos y de los otros, sí).
Paulita es una hippie y quizá por eso es la única que se anima a darles talleres de ESI a las familias y la que arma listas de reproducción de música con sus alumnes para poner de fondo en sus talleres de escritura.
Sí: Paulita es muy del taller. Les pibes adoran sus clases, entre otras cosas, porque no terminan de considerarlas clases.
A Paulita le dicen Paulita para hacerla rabiar, porque es un apodo que ella detesta. También detesta que le digan “seño”. Le molesta el estereotipo de género que implica, la virginidad que implica, la minoría de edad que implica. Paulita odia que la infantilicen, la subestimen, la menosprecien, la tomen de tía. Pobre Paula, hablando en serio, eligió mal la profesión.
El Ruso es su opuesto perfecto. Paula es flaquita y grácil como sólo puede serlo alguien que hace tela, el Ruso es un ropero rubión con unas manos enormes que, según él, son la razón por la cual no puede tener una letra legible. No, el Ruso no tiene letra de maestra, quizá porque la letra de maestra sólo es un requisito implícito para…las maestras. Los maestros pueden tener letra de adultos, toscas, poco amigables, desganadas.
El Ruso en realidad se llama León, León Vigostky. “Con V corta, I latina e Y griega”, igual siempre se lo escriben de manera distinta. Su nombre se explica únicamente por haber nacido en una familia psicobolche setentosa que lo crió a Silvio Rodríguez y Mercedes Sosa al tiempo que le inculcaba los mandatos de intelectualidad y trabajo popular. El Ruso pensó que lo mejor, entonces, era ser maestro, y desde esa experiencia territorial poder construir conocimiento situado y académicamente reconocido. Pobre Ruso, hablando en serio, se equivocó de profesión.
Esa noche la Facunda sueña con un patio de escuela, enorme, hermoso, con unas baldosas pulidísimas bañadas por el solcito de la tarde que indica que la jornada escolar ya terminó. La Facunda sueña que lo atraviesa satisfecha, pipona de risas y cantos de niñes; pero el patio es muy grande, tan grande que no llega a ver dónde termina, y a medida que camina, parece que el patio se agranda más y más; pareciera que la Facunda nunca va a terminar de atravesarlo, nunca va a poder salir de ahí, entonces, disimulando la angustia, empieza a apretar el paso, aligera la marcha, pero el patio se inmensa y ella descubre que no era que el piso estaba encerado sino que estaba lleno de sangre, repleto de charcos de sangre, que la tiran para abajo, mientras se hace de noche y ella sigue ahí, tratando de huir, mientras resbala en esa orgía de sangre que no logra entender por qué se metió dentro de su escuela.